La Celestina: décimocuarto acto

La Celestina - Fernando de Rojas
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Argumento del décimocuarto acto

Está Melibea muy afligida hablando con Lucrecia sobre la tardanza de Calisto, el cual le había hecho voto de venir en aquella noche a visitarla, lo cual cumplió, y con él vinieron Sosia y Tristán. Y después que cumplió su voluntad, volvieron todos a la posada. Y Calisto se retrae en su palacio y quéjase por haber estado tan poca cuantidad de tiempo con Melibea. Y ruega a Febo que cierre sus rayos, para haber de restaurar su deseo.

MELIBEA, LUCRECIA,SOSIA, TRISTÁN, CALISTO.

MELIBEA.- Mucho se tarda aquel caballero que esperamos. ¿Qué crees tú o sospechas de su estada, Lucrecia?

LUCRECIA.- Señora, que tiene justo impedimento y que no es en su mano venir más presto.

MELIBEA.- Los ángeles sean en su guarda, su persona esté sin peligro, que su tardanza no me da pena. Mas, cuitada, pienso muchas cosas que desde su casa acá le podrían acaecer. ¿Quién sabe si él, con voluntad de venir al prometido plazo en la forma que los tales mancebos a las tales horas suelen andar, fue topado de los alguaciles nocturnos y, sin le conocer, le han acometido, el cual por se defender los ofendió o es de ellos ofendido? ¿O si, por caso, los ladradores perros con sus crueles dientes, que ninguna diferencia saben hacer ni acatamiento de personas, le hayan mordido? ¿O si ha caído en alguna calzada u hoyo, donde algún daño le viniese? Mas, ¡oh mezquina de mí!, ¿qué son estos inconvenientes que el concebido amor me pone delante y los atribulados imaginamientos me acarrean? No plega a Dios que ninguna de estas cosas sea, antes esté cuanto le placerá sin verme. Mas oye, oye, que pasos suenan en la calle y aun parece que hablan de esta otra parte del huerto.

SOSIA.- Arrima esa escalera, Tristán, que éste es el mejor lugar, aunque alto.

TRISTÁN.- Sube, señor. Yo iré contigo, porque no sabemos quién está dentro. Hablando están.

CALISTO.- Quedaos, locos, que yo entraré solo, que a mi señora oigo.

MELIBEA.- Es tu sierva, es tu cautiva, es la que más tu vida que la suya estima. ¡Oh mi señor!, no saltes de tan alto, que me moriré en verlo; baja, baja poco a poco por el escala; no vengas con tanta presura.

CALISTO.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh preciosa perla ante quien el mundo es feo! ¡Oh mi señora y mi gloria! En mis brazos te tengo y no lo creo. Mora en mi persona tanta turbación de placer que me hace no sentir todo el gozo que poseo.

MELIBEA.- Señor mío, pues me fié en tus manos, pues quise cumplir tu voluntad, no sea de peor condición por ser piadosa que si fuera esquiva y sin misericordia. No quieras perderme por tan breve deleite y en tan poco espacio, que las mal hechas cosas, después de cometidas, más presto se pueden reprehender que enmendar. Goza de lo que yo gozo, que es ver y llegar a tu persona; no pidas ni tomes aquello que, tomado, no será en tu mano volver. Guarte, señor, de dañar lo que con todos tesoros del mundo no se restaura.

CALISTO.- Señora, pues por conseguir esta merced toda mi vida he gastado, ¿qué sería, cuando me la diesen, desecharla? Ni tú, señora, me lo mandaras, ni yo lo podría acabar conmigo. No me pidas tal cobardía. No es hacer tal cosa de ninguno que hombre sea, mayormente amando como yo. Nadando por este fuego de tu deseo toda mi vida, ¿no quieres que me arrime al dulce puerto a descansar de mis pasados trabajos?

MELIBEA.- Por mi vida, que aunque hable tu lengua cuanto quisiere, no obren las manos cuanto pueden. Está quedo, señor mío. Bástete, pues ya soy tuya, gozar de lo exterior, de esto que es propio fruto de amadores; no me quieras robar el mayor don que la natura me ha dado. Cata que del buen pastor es propio tresquilar sus ovejas y ganado, pero no destruirlo y estragarlo.

CALISTO.- ¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo? Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron de tocar tu ropa con su indignidad y poco merecer. Ahora gozan de llegar a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.

MELIBEA.- Apártate allá, Lucrecia.

CALISTO.- ¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria.

MELIBEA.- Yo no los quiero de mi yerro. Si pensara que tan desmesuradamente te habías de haber conmigo, no fiara mi persona de tu cruel conversación.

SOSIA.- Tristán, bien oyes lo que pasa. ¿En qué términos anda el negocio?

TRISTÁN.- Oigo tanto que juzgo a mi amo por el más bienaventurado hombre que nació, y por mi vida que, aunque soy muchacho, que diese tan buena cuenta como mi amo.

SOSIA.- Para con tal joya quienquiera se tendría manos, pero con su pan se la coma, que bien caro le cuesta: dos mozos entraron en la salsa de estos amores.

TRISTÁN.- Ya los tiene olvidados. ¡Dejaos morir sirviendo a ruines, haced locuras en confianza de su defensión! Viviendo con el Conde que no matase al hombre, me daba mi madre por consejo. Veslos a ellos alegres y abrazados, y sus servidores con harta mengua degollados.

MELIBEA.- ¡Oh mi vida y mi señor! ¿Cómo has querido que pierda el nombre y corona de virgen por tan breve deleite? ¡Oh pecadora de ti! Mi madre, si de tal cosa fueses sabedora, ¡cómo tomarías de grado tu muerte y me la darías a mí por fuerza! ¡Cómo serías cruel verdugo de tu propia sangre! ¡Cómo sería yo fin quejosa de tus días! ¡Oh mi padre honrado, cómo he dañado tu fama y dado causa y lugar a quebrantar tu casa! ¡Oh traidora de mí, cómo no miré primero el gran yerro que se seguía de tu entrada, el gran peligro que esperaba!

SOSIA.- ¡Antes quisiera yo oírte esos milagros! Todas sabéis esa oración después que no puede dejar de ser hecho. ¡Y el bobo de Calisto que se lo escucha!

CALISTO.- Ya quiere amanecer. ¿Qué es esto? No parece que ha una hora que estamos aquí y da el reloj las tres.

MELIBEA.- Señor, por Dios, pues ya todo queda por ti, pues soy tu dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista, mas, las noches que ordenares sea tu venida por este secreto lugar, a la misma hora, por que siempre te espere apercibida del gozo con que quedo, esperando las venideras noches. Y por el presente, vete con Dios, que no serás visto, que hace muy oscuro, ni yo en casa sentida, que aún no amanece.

CALISTO.- Mozos, poned el escala.

SOSIA.- Señor, vesla aquí. Baja.

MELIBEA.- Lucrecia, vente acá, que estoy sola. Aquel señor mío es ido. Conmigo deja su corazón; consigo lleva el mío. ¿Hasnos oído?

LUCRECIA.- No, señora, que durmiendo he estado.

SOSIA.- Tristán, debemos ir muy callando, porque suelen levantarse a esta hora los ricos, los codiciosos de temporales bienes, los devotos de templos, monasterios e iglesias, los enamorados como nuestro amo, los trabajadores de los campos y labranzas, y los pastores, que en este tiempo traen las ovejas a estos apriscos a ordeñar, y podría ser que cogiesen de pasada alguna razón por do toda su honra y la de Melibea se turbase.

TRISTÁN.- ¡Oh simple rascacaballos, dices que callemos y nombras su nombre de ella! ¡Bueno eres para adalid o para regir gente en tierra de moros de noche! Así que, prohibiendo, permites; encubriendo, descubres; asegurando, ofendes; callando, voceas y pregonas; preguntando, respondes. Pues tan sutil y discreto eres, ¿no me dirás en qué mes cae Santa María de agosto, por que sepamos si hay harta paja en casa que comas hogaño?

CALISTO.- Mis cuidados y los de vosotros no son todos unos. Entrad callando, no nos sientan en casa. Cerrad esa puerta y vamos a reposar, que yo me quiero subir solo a mi cámara. Yo me desarmaré. Id vosotros a vuestras camas.

CALISTO.- ¡Oh mezquino yo, cuánto me es agradable de mi natural la solicitud y silencio y oscuridad! No sé si lo causa que me vino a la memoria la traición que hice en me despartir de aquella señora que tanto amo hasta que más fuera de día, o el dolor de mi deshonra. ¡Ay, ay!, que esto es, esta herida es la que siento, ahora que se ha resfriado, ahora que está helada la sangre que ayer hervía, ahora que veo la mengua de mi casa, la falta de mi servicio, la perdición de mi patrimonio, la infamia que tiene mi persona, de la muerte de mis criados se ha seguido. ¿Qué hice? ¿En qué me detuve? ¿Cómo me pude sufrir que no me mostré luego presente como hombre injuriado, vengador, soberbio y acelerado de la manifiesta injusticia que me fue hecha? ¡Oh mísera suavidad de esta brevísima vida!, ¿quién es de ti tan codicioso que no quiera más morir luego que gozar un año de vida denostado y prorrogarle con deshonra, corrompiendo la buena fama de los pasados? Mayormente que no hay hora cierta ni limitada, ni aun un solo momento. Deudores somos sin tiempo, contino estamos obligados a pagar luego. ¿Por qué no salí a inquirir siquiera la verdad de la secreta causa de mi manifiesta perdición? ¡Oh breve deleite mundano, cómo duran poco y cuestan mucho tus dulzores! No se compra tan caro el arrepentir. ¡Oh triste yo!, ¿cuándo se restaurará tan grande pérdida? ¿Qué haré? ¿Qué consejo tomaré? ¿A quién descubriré mi mengua? ¿Por qué lo celo a los otros mis servidores y parientes? Tresquílanme en consejo y no lo saben en mi casa. Salir quiero, pero, si salgo para decir que he estado presente, es tarde; si ausente, es temprano. Y para proveer amigos y criados antiguos, parientes y allegados, es menester tiempo, y para buscar armas y otros aparejos de venganza. ¡Oh cruel juez, y qué mal pago me has dado del pan que de mi padre comiste! Yo pensaba que pudiera con tu favor matar mil hombres sin temor de castigo, ¡inicuo falsario, perseguidor de verdad, hombre de bajo suelo! Bien dirán por ti que te hizo alcalde mengua de hombres buenos. Miraras que tú y los que mataste en servir a mis pasados y a mí erais compañeros. Mas, cuando el vil está rico, no tiene pariente ni amigo. ¡Quién pensara que tú me habías de destruir! No hay, cierto, cosa más empecible que el incogitado enemigo. ¿Por qué quisiste que dijesen «del monte sale con que se arde» y «que crié cuervo que me sacase el ojo»? Tú eres público delincuente y mataste a los que son privados. Y pues sabe que menor delito es el privado que el público, menor su utilidad, según las leyes de Atenas disponen, las cuales no son escritas con sangre; antes muestran que es menor yerro no condenar los malhechores que punir los inocentes. ¡Oh cuán peligroso es seguir justa causa delante injusto juez! Cuánto más este exceso de mis criados, que no carecía de culpa. Pues mira, si mal has hecho, que hay sindicado en el cielo y en la tierra. Así que a Dios y al rey serás reo, y a mí capital enemigo. ¿Que pecó el uno por lo que hizo el otro? ¿Que por sólo ser su compañero los mataste a entrambos? Pero, ¿qué digo? ¿Con quién hablo? ¿Estoy en mi seso? ¿Qué es esto, Calisto? ¿Soñabas, duermes o velas? ¿Estás en pie o acostado? Cata que estás en tu cámara. ¿No ves que el ofendedor no está presente? ¿Con quién lo has? Torna en ti. Mira que nunca los ausentes se hallaron justos, oye entrambas partes para sentenciar. ¿No ves que por ejecutar la justicia no había de mirar amistad ni deudo ni crianza? ¿No miras que la ley tiene de ser igual a todos? Mira que Rómulo, el primer cimentador de Roma, mató a su propio hermano porque la ordenada ley traspasó. Mira a Torcuato romano cómo mató a su hijo porque excedió la tribunicia constitución. Otros muchos hicieron lo mismo. Considera que, si aquí presente él estuviese, respondería que hacientes y consintientes merecen igual pena, aunque a entrambos matase por lo que el uno pecó. Y que, si aceleró en su muerte, que era crimen notorio y no eran necesarias muchas pruebas, y que fueron tomados en el acto del matar, que ya estaba el uno muerto de la caída que dio. Y también se debe creer que aquella lloradera moza que Celestina tenía en su casa le dio recia prisa con su triste llanto. Y él, por no hacer bullicio, por no me difamar, por no esperar a que la gente se levantase y oyesen el pregón, del cual gran infamia se me seguía, los mandó justiciar tan de mañana. Pues era forzoso el verdugo voceador para la ejecución y su descargo, lo cual todo, así como creo es hecho, antes le quedo deudor y obligado para cuanto viva, no como a criado de mi padre, pero como a verdadero hermano. Y puesto caso que así no fuese, puesto caso que no echase lo pasado a la mejor parte, acuérdate, Calisto, del gran gozo pasado. Acuérdate de tu señora y tu bien todo. Y pues tu vida no tienes en nada por su servicio, no has de tener las muertes de otros, pues ningún dolor igualará con el recibido placer. ¡Oh mi señora y mi vida!, que jamás pensé en ausencia ofenderte, que parece que tengo en poca estima la merced que me has hecho. No quiero pensar en enojo, no quiero tener ya con la tristeza amistad. ¡Oh bien sin comparación! ¡Oh insaciable contentamiento! ¿Y cuándo pidiera yo más a Dios por premio de mis méritos, si algunos son en esta vida de lo que alcanzado tengo? ¿Por qué no estoy contento? Pues no es razón ser ingrato a quien tanto bien me ha dado. Quiérolo conocer, no quiero con enojo perder mi seso, por que perdido no caiga de tan alta posesión. No quiero otra honra, otra gloria, no otras riquezas, no otro padre ni madre, no otros deudos ni parientes. De día estaré en mi cámara; de noche, en aquel paraíso dulce, en aquel alegre vergel, entre aquellas suaves plantas y fresca verdura. ¡Oh noche de mi descanso, si fueses ya tornada! ¡Oh luciente Febo, date prisa a tu acostumbrado camino! ¡Oh deleitosas estrellas, apareceos antes de la continua orden! ¡Oh espacioso reloj, aún te vea yo arder en vivo fuego de amor!, que si tú esperases lo que yo, cuando des doce, jamás estarías arrendado a la voluntad del maestro que te compuso. Pues vosotros, invernales meses que ahora estáis escondidos, vinieseis con vuestras muy cumplidas noches a trocarlas por estos prolijos días. Ya me parece haber un año que no he visto aquel suave descanso, aquel deleitoso refrigerio de mis trabajos. Pero, ¿qué es lo que demando? ¿Qué pido, loco, sin sufrimiento? Lo que jamás fue ni puede ser. No aprenden los cursos naturales a rodearse sin orden, que a todos es un igual curso, a todos un mismo espacio para muerte y vida, un limitado término a los secretos movimientos del alto firmamento celestial de los planetas y Norte, de los crecimientos y mengua de la menstrua luna. Todo se rige con un freno igual, todo se mueve con igual espuela: cielo, tierra, mar, fuego, viento, calor, frío. ¿Qué me aprovecha a mí que dé doce horas el reloj de hierro si no las ha dado el del cielo? Pues por mucho que madrugue, no amanece más aína. Pero tú, dulce imaginación, tú que puedes, me acorre. Trae a mi fantasía la presencia angélica de aquella imagen luciente, vuelve a mis oídos el suave son de sus palabras, aquellos desvíos sin gana, aquel «apártate allá, señor, no llegues a mí», aquel «no seas descortés» que con sus rubicundos labios veía sonar, aquel «no quieras mi perdición» que de rato en rato proponía, aquellos amorosos abrazos entre palabra y palabra, aquel soltarme y prenderme, aquel huir y llegarse, aquellos azucarados besos, aquella final salutación con que se me despidió. ¡Con cuánta pena salió por su boca! ¡Con cuántos desperezos! ¡Con cuántas lágrimas, que parecían granos de aljófar, que sin sentir se le caían de aquellos claros y resplandecientes ojos!

SOSIA.- Tristán, ¿qué te parece de Calisto, qué dormir ha hecho que son ya las cuatro de la tarde y no nos ha llamado ni ha comido?

TRISTÁN.- Calla, que el dormir no quiere prisa. Demás de esto, aquéjale por una parte la tristeza de aquellos mozos, por otra le alegra el muy gran placer de lo que con su Melibea ha alcanzado. Así que dos tan recios contrarios verás qué tal pararán un flaco sujeto donde estuvieren aposentados.

SOSIA.- ¿Piénsaste tú que le penan a él mucho los muertos? Si no le penase más aquella que desde esta ventana veo yo ir por la calle, no llevaría las tocas de tal color.

TRISTÁN.- ¿Quién es, hermano?

SOSIA.- Llégate acá y verla has antes que trasponga. Mira aquella lutosa que se limpia ahora las lágrimas de los ojos. Aquélla es Elicia, criada de Celestina y amiga de Sempronio, una muy bonita moza, aunque queda ahora perdida la pecadora, porque tenía a Celestina por madre y a Sempronio por el principal de sus amigos. Y aquella casa donde entra, allí mora una hermosa mujer, muy graciosa y fresca, enamorada, medio ramera, pero no se tiene por poco dichoso quien la alcanza tener por amiga sin grande escote, y llámase Areúsa. Por la cual sé yo que hubo el triste de Pármeno más de tres noches malas, y aun que no le place a ella con su muerte.

Fernando de Rojas - La Celestina
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