La Celestina: décimoquinto acto

La Celestina - Fernando de Rojas
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Argumento del décimoquinto acto

Areúsa dice palabras injuriosas a un rufián llamado Centurio, el cual se despide de ella por la venida de Elicia, la cual cuenta a Areúsa las muertes que sobre los amores de Calisto y Melibea se habían ordenado. Y conciertan Areúsa y Elicia que Centurio haya de vengar las muertes de los tres en los dos enamorados. En fin, despídese Elicia de Areúsa, no consintiendo en lo que le ruega, por no perder el buen tiempo que se daba estando en su asueta casa.

AREÚSA, CENTURIO, ELICIA.

ELICIA.- ¿Qué vocear es éste de mi prima? Si ha sabido las tristes nuevas que yo le traigo, no habré yo las albricias de dolor que por tal mensaje se ganan. Llore, llore, vierta lágrimas, pues no se hallan tales hombres a cada rincón. Pláceme que así lo siente. Mese aquellos cabellos como yo, triste, he hecho, sepa que es perder buena vida más trabajo que la misma muerte. ¡Oh cuánto más la quiero que hasta aquí por el gran sentimiento que muestra!

AREÚSA.- Vete de mi casa, rufián, bellaco, mentiroso, burlador, que me traes engañada, boba. Con tus ofertas vanas, con tus ronces y halagos, hasme robado cuanto tengo. Yo te dí, bellaco, sayo y capa, espada y broquel, camisas de dos en dos a las mil maravillas labradas. Yo te dí armas y caballo, púsete con señor que no le merecías descalzar. Ahora, una cosa que te pido que por mí hagas, pones mil achaques.

CENTURIO.- Hermana mía, mándame tú matar con diez hombres por tu servicio y no que ande una legua de camino a pie.

AREÚSA.- ¿Por qué jugaste tú el caballo, tahúr, bellaco? Que si por mí no hubiese sido, estarías tú ya ahorcado. Tres veces te he librado de la justicia, cuatro veces desempeñado en los tableros. ¿Por qué lo hago? ¿Por qué soy loca? ¿Por qué tengo fe con este cobarde? ¿Por qué creo sus mentiras? ¿Por qué le consiento entrar por mis puertas? ¿Qué tiene bueno? Los cabellos crespos, la cara acuchillada, dos veces azotado, manco de la mano del espada, treinta mujeres en la putería. Salte luego de ahí, no te vea yo más, no me hables ni digas que me conoces; si no, por los huesos del padre que me hizo y de la madre que me parió, yo te haga dar mil palos en esas espaldas de molinero, que ya sabes que tengo quien lo sepa hacer, y, hecho, salirse con ello.

CENTURIO.- ¡Loquear, bobilla!, pues, si yo me ensaño, alguna llorará; mas quiero irme y sufrirte, que no sé quién entra. No nos oigan.

ELICIA.- Quiero entrar, que no es son de buen llanto donde hay amenazas y denuestos.

AREÚSA.- ¡Ay, triste yo! ¿Eres tú, mi Elicia? ¡Jesú, Jesú!, no lo puedo creer. ¿Qué es esto? ¿Quién te me cubrió de dolor? ¿Qué manto de tristeza es éste? Cata, que me espantas, hermana mía. Dime, presto, qué cosa es, que estoy sin tiento, ninguna gota de sangre has dejado en mi cuerpo.

ELICIA.- ¡Gran dolor, gran pérdida! Poco es lo que muestro con lo que siento y encubro; más negro traigo el corazón que el manto, las entrañas que las tocas. ¡Ay, hermana, hermana, que no puedo hablar! No puedo, de ronca, sacar la voz del pecho.

AREÚSA.- ¡Ay, triste, que me tienes suspensa! Dímelo, no te meses, no te rasguñes ni maltrates. ¿Es común de entrambas este mal? ¿Tócame a mí?

ELICIA.- ¡Ay, prima mía y mi amor! Sempronio y Pármeno ya no viven, ya no son en el mundo. Sus ánimas ya están purgando su yerro, ya son libres de esta triste vida.

AREÚSA.- ¿Qué me cuentas? No me lo digas. Calla, por Dios, que me caeré muerta.

ELICIA.- Pues más mal hay que suena. Oye a la triste, que te contará más quejas. Celestina, aquella que tú bien conociste, aquella que yo tenía por madre, aquella que me regalaba, aquella que me encubría, aquella con quien yo me honraba entre mis iguales, aquella por quien yo era conocida en toda la ciudad y arrabales, ya está dando cuenta de sus obras. Mil cuchilladas le vi dar a mis ojos; en mi regazo me la mataron.

AREÚSA.- ¡Oh fuerte tribulación! ¡Oh dolorosas nuevas, dignas de mortal lloro! ¡Oh acelerados desastres! ¡Oh pérdida incurable! ¿Cómo ha rodeado a tan presto la fortuna su rueda? ¿Quién los mató? ¿Cómo murieron? Que estoy embelesada, sin tiento, como quien cosa imposible oye. No ha ocho días que los vi vivos y ya podemos decir «perdónelos Dios». Cuéntame, amiga mía, cómo es acaecido tan cruel y desastrado caso.

ELICIA.- Tú lo sabrás. Ya oíste decir, hermana, los amores de Calisto y la loca de Melibea. Bien verías cómo Celestina había tomado el cargo, por intercesión de Sempronio, de ser medianera, pagándole su trabajo, la cual puso tanta diligencia y solicitud que a la segunda azadonada sacó agua. Pues, como Calisto tan presto vio buen concierto en cosa que jamás lo esperaba, a vueltas de otras cosas dio a la desdichada de mi tía una cadena de oro. Y como sea de tal calidad aquel metal que mientras más bebemos de ello más sed nos pone, con sacrílega hambre, cuando se vio tan rica, alzose con su ganancia y no quiso dar parte a Sempronio ni a Pármeno de ello, lo cual había quedado entre ellos que partiesen lo que Calisto diese. Pues, como ellos viniesen cansados una mañana de acompañar a su amo toda la noche, muy airados de no sé qué cuestiones que dicen que habían habido, pidieron su parte a Celestina de la cadena para remediarse. Ella púsose en negarles la convención y promesa, y decir que todo era suyo lo ganado, y aun descubriendo otras cosillas de secretos, que, como dicen, «riñen las comadres, etc.». Así que ellos, muy enojados, por una parte los aquejaba la necesidad, que priva todo amor; por otra, el enojo grande y cansancio que traían, que acarrea alteración; por otra, habían la fe quebrada de su mayor esperanza. No sabían qué hacer. Estuvieron gran rato en palabras. Al fin, viéndola tan codiciosa, perseverando en su negar, echaron mano a sus espadas y diéronle mil cuchilladas.

AREÚSA.- ¡Oh desdichada de mujer, y en esto había su vejez de fenecer! Y de ellos, ¿qué me dices? ¿En qué pararon?

ELICIA.- Ellos, como hubieron hecho el delito, por huir de la justicia, que acaso pasaba por allí, saltaron de las ventanas y cuasi muertos los prendieron, y sin más dilación los degollaron.

AREÚSA.- ¡Oh mi Pármeno y mi amor, y cuánto dolor me pone su muerte! Pésame del grande amor que con él tan poco tiempo había puesto, pues no me había más de durar. Pero, pues ya este mal recaudo es hecho, pues ya esta desdicha es acaecida, pues ya no se pueden por lágrimas comprar ni restaurar sus vidas, no te fatigues tú tanto, que cegarás llorando, que creo que poca ventaja me llevas en sentimiento y verás con cuánta paciencia lo sufro y paso.

ELICIA.- ¡Ay, que rabio! ¡Ay, mezquina, que salgo de seso! ¡Ay, que no hallo quien lo sienta como yo! No hay quien pierda lo que yo pierdo. ¡Oh cuánto mejores y más honestas fueran mis lágrimas en pasión ajena que en la propia mía! ¿A dónde iré, que pierdo madre, manto y abrigo; pierdo amigo, y tal, que nunca faltaba de mi marido? ¡Oh Celestina sabia, honrada y autorizada, cuántas faltas me encubrías con tu buen saber! Tú trabajabas, yo holgaba; tú salías fuera, yo estaba encerrada; tú rota, yo vestida; tú entrabas contino como abeja por casa, yo destruía, que otra cosa no sabía hacer. ¡Oh bien y gozo mundano, que, mientras eres poseído, eres menospreciado, y jamás te consientes conocer hasta que te perdemos! ¡Oh Calisto y Melibea, causadores de tantas muertes, mal fin hayan vuestros amores! En mal sabor se conviertan vuestros dulces placeres; tórnese lloro vuestra gloria, trabajo vuestro descanso; las hierbas deleitosas donde tomáis los hurtados solaces se conviertan en culebras; los cantares se os tornen lloro; los sombrosos árboles del huerto se sequen con vuestra vista; sus flores olorosas se tornen de negra color.

AREÚSA.- Calla, por Dios, hermana. Pon silencio a tus quejas, ataja tus lágrimas, limpia tus ojos, torna sobre tu vida, que, cuando una puerta se cierra, otra suele abrir la fortuna, y este mal, aunque duro, se soldará. Y muchas cosas se pueden vengar que es imposible remediar, y ésta tiene el remedio dudoso y la venganza en la mano.

ELICIA.- ¿De quién se ha de haber enmienda, que la muerta y los matadores me han acarreado esta cuita? No menos me fatiga la punición de los delincuentes que el yerro cometido. ¿Qué mandas que haga, que todo carga sobre mí? Pluguiera a Dios que fuera yo con ellos y no quedara para llorar a todos. Y de lo que más dolor siento es ver que por eso no deja aquel vil de poco sentimiento de ver y visitar festejando cada noche a su estiércol de Melibea, y ella muy ufana en ver sangre vertida por su servicio.

AREÚSA.- Si eso es verdad, ¿de quién mejor se puede tomar venganza, de manera que quien lo comió, aquél lo escote? Déjame tú, que si yo les caigo en el rastro, cuándo se ven y cómo, por dónde y a qué hora, no me hayas tú por hija de la pastelera vieja, que bien conociste, si no hago que les amarguen los amores. Y si pongo en ello a aquel con quien me viste que reñía cuando entrabas, ¡si no sea él peor verdugo para Calisto que Sempronio de Celestina! Pues, qué gozo habría ahora él en que le pusiese yo en algo por mi servicio, que se fue muy triste de verme que le traté mal. Y vería él los cielos abiertos en tornarle yo a hablar y mandar. Por ende, hermana, dime tú de quién pueda yo saber el negocio cómo pasa, que yo le haré armar un lazo con que Melibea llore cuanto ahora goza.

ELICIA.- Yo conozco, amiga, otro compañero de Pármeno, mozo de caballos, que se llama Sosia, que le acompaña cada noche. Quiero trabajar de se lo sacar todo el secreto, y éste será buen camino para lo que dices.

AREÚSA.- Mas hazme este placer: que me envíes acá ese Sosia. Yo le halagaré y diré mil lisonjas y ofrecimientos, hasta que no le deje en el cuerpo cosa de lo hecho y por hacer. Después, a él y a su amo haré revesar el placer comido. Y tú, Elicia, alma mía, no recibas pena. Pasa a mi casa tu ropa y alhajas y vente a mi compañía, que estarás muy sola y la tristeza es amiga de la soledad. Con nuevo amor olvidarás los viejos. Un hijo que nace restaura la falta de tres finados; con nuevo sucesor se pierde la alegre memoria y placeres perdidos del pasado. De un pan que yo tenga, tendrás tú la mitad. Más lástima tengo de tu fatiga que de los que te la ponen. Verdad sea que cierto duele más la pérdida de lo que hombre tiene, que da placer la esperanza de otro tal, aunque sea cierta. Pero ya lo hecho es sin remedio y los muertos irrecuperables, y, como dicen, «mueran y vivamos». A los vivos me deja a cargo, que yo te les daré tan amargo jarope a beber cual ellos a ti han dado. ¡Ay prima, prima, cómo sé yo, cuando me ensaño, revolver estas tramas, aunque soy moza! Y de ál me vengue Dios, que de Calisto Centurio me vengará.

ELICIA.- Cata, que creo que, aunque llame el que mandas, no habrá efecto lo que quieres, porque la pena de los que murieron por descubrir el secreto pondrá silencio al vivo para guardarle. Lo que me dices de mi venida a tu casa te agradezco mucho, y Dios te ampare y alegre en tus necesidades, que bien muestras el parentesco y hermandad no servir de viento, antes en las adversidades aprovechar. Pero, aunque lo quiera hacer, por gozar de tu dulce compañía, no podrá ser, por el daño que me vendría. La causa no es necesario decir, pues hablo con quien me entiende. Que allí, hermana, soy conocida, allí estoy aperrochada. Jamás perderá aquella casa el nombre de Celestina, que Dios haya. Siempre acuden allí mozas conocidas y allegadas, medio parientas de las que ella crió. Allí hacen sus conciertos, de donde se me seguirá algún provecho. Y también esos pocos amigos que me quedan no me saben otra morada. Pues ya sabes cuán duro es dejar lo usado y que mudar costumbre es a par de muerte, y piedra movediza que nunca moho la cobija. Allí quiero estar, siquiera porque el alquiler de la casa está pagado por hogaño, no se vaya en balde. Así que, aunque cada cosa no abastase por sí, juntas aprovechan y ayudan. Ya me parece que es hora de irme. De lo dicho me llevo el cargo. Dios quede contigo, que me voy.
Fernando de Rojas - La Celestina
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