La Celestina: vigésimo acto

La Celestina - Fernando de Rojas
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Argumento del vigésimo acto

Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere. Lucrecia le da prisa que vaya a ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a la cámara de Melibea. Consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea dolor de corazón. Envía Melibea a su padre por algunos instrumentos músicos. Sube ella y Lucrecia en una torre. Envía de sí a Lucrecia. Cierra tras ella la puerta. Llégase su padre al pie de la torre. Descúbrele Melibea todo el negocio que había pasado. En fin déjase caer de la torre abajo.

PLEBERIO, LUCRECIA, MELIBEA.

PLEBERIO.- ¿Qué quieres, Lucrecia? ¿Qué quieres tan presurosa? ¿Qué pides con tanta importunidad y poco sosiego? ¿Qué es lo que mi hija ha sentido? ¿Qué mal tan arrebatado puede ser que no haya yo tiempo de me vestir ni me des aun espacio a me levantar?

LUCRECIA.- Señor, apresúrate mucho si la quieres ver viva, que ni su mal conozco, de fuerte, ni a ella ya, de desfigurada.

PLEBERIO.- ¡Vamos presto! ¡Anda allá! Entra adelante, alza esa antepuerta y abre bien esa ventana, por que le pueda ver el gesto con claridad. ¿Qué es esto, hija mía? ¿Qué dolor y sentimiento es el tuyo? ¿Qué novedad es ésta? ¿Qué poco esfuerzo es éste? Mírame, que soy tu padre. Háblame, por Dios; dime la razón de tu dolor, por que presto sea remediado. No quieras enviarme con triste postrimería al sepulcro. Ya sabes que no tengo otro bien sino a ti. Abre esos alegres ojos y mírame.

MELIBEA.- ¡Ay dolor!

PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede ser que iguale con ver yo el tuyo? Tu madre está sin seso en oír tu mal. No pudo venir a verte de turbada. Esfuerza tu fuerza, aviva tu corazón, arréciate de manera que puedas tú conmigo ir a visitar a ella. ¡Dime, ánima mía, la causa de tu sentimiento!

MELIBEA.- ¡Pereció mi remedio!

PLEBERIO.- Hija, mi bienamada y querida del viejo padre, por Dios, no te ponga desesperación el cruel tormento de esta tu enfermedad y pasión, que a los flacos corazones el dolor los arguye. Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado, que ni faltarán medicinas ni médicos ni sirvientes para buscar tu salud, ahora consista en hierbas o en piedras o palabras, o esté secreta en cuerpos de animales. Pues no me fatigues más, no me atormentes, no me hagas salir de mi seso y dime qué sientes.

MELIBEA.- Una mortal llaga en medio del corazón que no me consiente hablar. No es igual a los otros males, menester es sacarle para ser curada, que está en lo más secreto de él.

PLEBERIO.- Temprano cobraste los sentimientos de la vejez. La mocedad toda suele ser placer y alegría, y enemiga de enojo. Levántate de ahí, vamos a ver los frescos aires de la ribera. Alegrarte has con tu madre, descansará tu pena. Cata, si huyes de placer, no hay cosa más contraria a tu mal.

MELIBEA.- Vamos donde mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos. Por ventura aflojará algo mi congoja.

PLEBERIO.- Subamos, y Lucrecia con nosotros.

MELIBEA.- Mas, si a ti placerá, padre mío, mandar traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de su accidente, mitigarlo han, por otra, los dulces sones y alegre armonía.

PLEBERIO.- Eso, hija mía, luego es hecho. Yo lo voy a mandar aparejar.

MELIBEA.- Lucrecia, amiga mía, muy alto es esto. Ya me pesa por dejar la compañía de mi padre. Baja a él y dile que se pare al pie de esta torre, que le quiero decir una palabra que se me olvidó que hablase a mi madre.

LUCRECIA.- Ya voy, señora.

MELIBEA.- De todos soy dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo con mi falta, en gran soledad le dejo. Y caso que por mi morir a mis queridos padres sus días se disminuyesen, ¿quién duda que no haya habido otros más crueles contra sus padres? Bursia, rey de Bitinia, sin ninguna razón, no aquejándole pena como a mí, mató su propio padre. Tolomeo, rey de Egipto, a su padre y madre y hermanos y mujer, por gozar de una manceba. Orestes a su madre Clitemnestra. El cruel emperador Nerón a su madre Agripina, por solo su placer, hizo matar. Éstos son dignos de culpa, éstos son verdaderos parricidas, que no yo que, con mi pena, con mi muerte, purgo la culpa que de su dolor se me puede poner. Otros muchos crueles hubo que mataron hijos y hermanos, debajo de cuyos yerros el mío no parecerá grande. Filipo, rey de Macedonia; Herodes, rey de Judea; Constantino, emperador de Roma; Laodice, reina de Capadocia; y Medea, la nigromantesa. Todos éstos mataron hijos queridos y amados sin ninguna razón, quedando sus personas a salvo. Finalmente me ocurre aquella gran crueldad de Frates, rey de los partos, que, por que no quedase sucesor después de él, mató a Orode, su viejo padre, y a su único hijo y treinta hermanos suyos. Éstos fueron delitos dignos de culpable culpa, que, guardando sus personas de peligro, mataban sus mayores y descendientes y hermanos. Verdad es que, aunque todo esto así sea, no había de remedarlos en lo que mal hicieron. Pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres.

PLEBERIO.- Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?

MELIBEA.- Padre mío, no pugnes ni trabajes por venir adonde yo estoy, que estorbarás la presente habla que te quiero hacer. Lastimado serás brevemente con la muerte de tu única hija. Mi fin es llegado, llegado es mi descanso y tu pasión, llegado es mi alivio y tu pena, llegada es mi acompañada hora y tu tiempo de soledad. No habrás, honrado padre, menester instrumentos para aplacar mi dolor, sino campanas para sepultar mi cuerpo. Si me escuchas sin lágrimas oirás la causa desesperada de mi forzada y alegre partida. No la interrumpas con lloro ni palabras, si no, quedarás más quejoso en no saber por qué me mato que doloroso por verme muerta. Ninguna cosa me preguntes ni respondas más de lo que de mi grado decirte quisiere. Porque, cuando el corazón está embargado de pasión, están cerrados los oídos al consejo y, en tal tiempo, las fructuosas palabras, en lugar de amansar, acrecientan la saña. Oye, padre mío, mis últimas palabras y si, como yo espero, las recibes, no culparás mi yerro. Bien ves y oyes este triste y doloroso sentimiento que toda la ciudad hace. ¿Bien oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este estrépito de armas? De todo esto fui yo causa. Yo cubrí de luto y jergas en este día cuasi la mayor parte de la ciudadana caballería; yo dejé muchos sirvientes descubiertos de señor; yo quité muchas raciones y limosnas a pobres y envergonzantes. Yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más acabado hombre que en gracia nació. Yo quité a los vivos el dechado de gentileza, de invenciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla, de andar, de cortesía, de virtud. Yo fui causa que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo y más fresca juventud que al mundo era en nuestra edad criada. Y porque estarás espantado con el son de mis no acostumbrados delitos, te quiero más aclarar el hecho. Muchos días son pasados, padre mío, que penaba por mi amor un caballero que se llamaba Calisto, el cual tú bien conociste. Conociste asimismo sus padres y claro linaje. Sus virtudes y bondad a todos eran manifiestas. Era tanta su pena de amor y tan poco el lugar para hablarme que descubrió su pasión a una astuta y sagaz mujer que llamaban Celestina. La cual, de su parte venida a mí, sacó mi secreto amor de mi pecho. Descubrí a ella lo que a mi querida madre encubría. Tuvo manera como ganó mi querer. Ordenó cómo su deseo y el mío hubiesen efecto. Si él mucho me amaba, no vivía engañado. Concertó el triste concierto de la dulce y desdichada ejecución de su voluntad. Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito, perdí mi virginidad. Del cual deleitoso yerro de amor gozamos cuasi un mes, y como esta pasada noche viniese, según era acostumbrado, a la vuelta de su venida, como de la fortuna mudable estuviese dispuesto y ordenado, según su desordenada costumbre, como las paredes eran altas, la noche oscura, la escala delgada, los sirvientes que traía no diestros en aquel género de servicio y él bajaba presuroso a ver un ruido que con sus criados sonaba en la calle, con el gran ímpetu que llevaba, no vio bien los pasos, puso el pie en vacío y cayó. Y de la triste caída sus más escondidos sesos quedaron repartidos por las piedras y paredes. Cortaron las hadas sus hilos, cortáronle sin confesión su vida, cortaron mi esperanza, cortaron mi gloria, cortaron mi compañía. Pues, ¿qué crueldad sería, padre mío, muriendo él despeñado, que viviese yo penada? Su muerte convida a la mía. Convídame y fuerza que sea presto, sin dilación, muéstrame que ha de ser despeñada, por seguirle en todo. No digan por mí «a muertos y a idos...» Y así contentarle he en la muerte, pues no tuve tiempo en la vida. ¡Oh mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy. Detente. Si me esperas, no me incuses la tardanza que hago, dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le debo mucho más. ¡Oh padre mío muy amado! Ruégote, si amor en esta pasada y penosa vida me has tenido, que sean juntas nuestras sepulturas, juntas nos hagan nuestras obsequias. Algunas consolatorias palabras te diría antes de mi agradable fin, colegidas y sacadas de aquellos antiguos libros que tú, por más aclarar mi ingenio, me mandabas leer; sino que ya la dañada memoria, con la gran turbación, me las ha perdido, y aun porque veo tus lágrimas malsufridas decir por tu arrugada faz. Salúdame a mi cara y amada madre. Sepa de ti largamente la triste razón por que muero. ¡Gran placer llevo de no la ver presente! Toma, padre viejo, los dones de tu vejez, que en largos días largas se sufren tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua, recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de mí, mayor de ti, muy mayor de mi vieja madre. Dios quede contigo y con ella. A Él ofrezco mi ánima. Pon tú en cobro este cuerpo que allá baja.

 

Fernando de Rojas - La Celestina
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