El caso del bungalow

Agatha Christie (Inglaterra, 1890-1976) es la escritora de misterio más conocida del mundo y una de las más vendidas de todos los tiempos en cualquier género

-Ahora recuerdo un caso... -dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había hecho la fortuna de los fotógrafos-. Le ocurrió a una amiga mía -dijo con precaución.

Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, don Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo que afectara a cualquier otra persona.

-Mi amiga -continuó Jane-, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.

Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá 'yo' en vez de 'ella'...”

-Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré...

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado para ella, y don Henry acudió en su ayuda.

-¿Lo llamamos Riverbury? -le sugirió.

-Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como decía, esta amiga mía se encontraba en Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.

Volvió a fruncir el entrecejo.

-¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! -se lamentó-. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras.

-Lo hace usted muy bien -le dijo el doctor Lloyd para animarla-. Continúe.

-Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.

-No me extraña en absoluto -dijo don Henry.

-El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.

“¡Aja! -pensó don Henry-. '¡Yo!' Ya está, lo que imaginaba”.

-Eso dijo mi amiga -continuó Jane, sin advertir su propia traición-. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel...”.

Se detuvo muy sonrojada.

-¿Señorita Helman? -le sugirió don Henry con un guiño.

-Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman, creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o carear. No lo puedo recordar.

-No importa realmente -le aseguró don Henry.

-De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es señorita Helier” y... ¡Oh! -Jane se interrumpió boquiabierta.

-No importa, querida -le dijo señorita Marple para consolarla-. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.

-Bueno -dijo Jane-. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida.

Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo enrevesado relato.

-Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.

-Me imagino la escena -dijo don Henry.

Jane Helier frunció el entrecejo.

-Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.

-¿Y si nos contara de qué se trata, querida? -dijo señorita Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía-. Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se trataba el robo.

-Oh, sí -exclamó Jane-. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?

Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.

-En ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener, muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo pasar al salón, donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?

-Por todo lo largo y ancho de Inglaterra -replicó la señora Bantry-. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa prueba como tú, recuérdelo.

-Bueno -dijo Jane un tanto aplacada-, es posible. De todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda, que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió caminando sin saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.

-¿Por qué lo detuvieron? -preguntó el doctor Lloyd.

-¡Oh! ¿No se lo dije? -exclamó Jane abriendo mucho los ojos-. Qué tonta soy, por el robo.

-Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni por qué.

-Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era...

De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.

-¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? -le preguntó don Henry-. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo lo bautizaré.

-Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.

-Don Herman Cohen -sugirió don Henry.

-Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de un actor y también actriz.

-Al actor podemos llamarle Claud Leason -dijo don Henry- y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, señorita Mary Kerr.

-Creo que es usted muy inteligente -dijo Jane-. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de casita de campo donde don Herman... ¿ha dicho usted Herman?, y la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía nada de esto.

-Es lo que suele ocurrir -dijo don Henry.

-Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas, incluidas unas esmeraldas muy finas.

-¡Ah! -exclamó el doctor Lloyd-. Ya vamos llegando.

-Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.

-¿Ves, Dolly? -intervino el coronel Bantry-. ¿Qué es lo que te digo siempre?

-Bueno, según he visto por propia experiencia -contestó la señora Bantry-, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si... ¿cómo se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.

-Las habrían encontrado -replicó Jane-, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.

-Entonces no andaban buscando joyas -dijo la señora Bantry-, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las novelas.

-No sé nada de ningún documento secreto -respondió Jane pensativa-. No los oí mencionar.

-No se distraiga, señorita Helier -dijo el coronel Bantry-. No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi esposa.

-Siga hablando del robo -le indicó amablemente don Henry.

-Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana. Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era yo!

-Una historia muy curiosa -dijo el doctor Lloyd-. ¿El señor Faulkener conocía a esa señorita Kerr?

-No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al parecer había recibido un telegrama de su representante ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí, descubrió que todo había sido una broma y que el representante no le había enviado ningún telegrama.

-Un truco bastante usado para quitarla de en medio -comentó don Henry-. ¿Qué me dice de los criados?

-Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su señora, la esperó en vano.

-¡Hum! -murmuró don Henry-. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el señor Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?

-Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.

-Es curioso -comentó don Henry-. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?

-Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.

-Bien, precisemos los hechos con claridad -dijo don Henry-. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?

-Oh, sí.

-¿Y fueron recuperadas?

-No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con certeza.

-¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener?

-Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy extraño?

-Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Señorita Helier, he observado que usted se inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna razón para ello aparte de su propio instinto?

-No, no -contestó Jane contrariada-. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la verdad.

-Ya comprendo -dijo don Henry con una sonrisa-. Pero debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted. También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las sospechas y explicar su presencia en la casa.

-¿Tenía dinero? -preguntó la señorita Marple.

-No lo creo -respondió Jane-. No, más bien me parece que andaba bastante apurado.

-Todo este asunto resulta muy curioso -dijo el doctor Lloyd-. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier mezclar en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?

-Dime, Jane -dijo la señora Bantry-. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?

-No puedo asegurarlo -contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.

-¡De no ser así, el caso está resuelto! -exclamó la señora Bantry-. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, lo droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.

-Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?

-Siempre lo hacen -respondió la señora Bantry-. Y de todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de don Herman. También es posible que ya las hubiera vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en casa una imitación falsa. O bien... ésta es una buena idea y no tan típica... simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.

-Eres muy inteligente, Dolly -le dijo Jane con admiración-. A mí no se me habría ocurrido.

-Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón -comentó el coronel Bantry-. Yo me inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle a él si tiene una cortada.

-¿Qué opina usted, señorita Marple? -preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.

-Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio. En... ejem... en una casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable. Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de los que pueda tener una doncella.

La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:

-No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.

-Vaya, doctor, usted no ha dicho nada -dijo Jane-. Me había olvidado de usted.

-De mí se olvida siempre todo el mundo -contestó el doctor con tristeza-. Debo de tener una personalidad muy anodina.

-¡Oh, no! -exclamó Jane-. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?

-Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si se les mete en la cabeza.

-¡Oh! Doctor Lloyd -exclamó la señorita Marple, excitada-, qué inteligente es usted. No me había acordado para nada de la pobre señora Pebmarsh.

Jane la miró extrañada.

-¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?

-Pues... -la señorita Marple vacilaba-... ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra mujer.

Jane pareció más confundida que nunca.

-¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? -dijo don Henry con su habitual guiño.

Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.

-No, me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos la señorita Helier.

-Debo confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio -dijo don Henry en tono grave-. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier nos haya dado la solución.

-¿Cómo? -exclamó Jane, todavía más asombrada.

-Estoy confesando que "nos damos por vencidos". Usted y sólo usted, señorita Helier, ha tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma señorita Marple ha tenido que confesar su derrota.

-¿Todos se dan por vencidos? -preguntó en alta voz Jane.

-Sí. -Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen la palabra, don Henry volvió a llevar la voz cantante-. Es decir, que nos limitamos a presentar las soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero, dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.

-No llegaban a una docena -replicó la señora Bantry-. Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame señora B?

-De modo que se dan por vencidos. -Jane estaba pensativa-. Es muy interesante.

Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.

-Bueno -dijo la señora Bantry-. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?

-¿La solución?

-Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?

Jane la miró de hito en hito.

-No tengo la menor idea.

-¿Cómo?

-Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que son tan inteligentes, podrían dármela.

Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la belleza más trascendental no podía excusarla.

-¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? -preguntó don Henry.

-No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar a mí.

Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.

-Bueno, yo... yo... -dijo el coronel Bantry, y le fallaron las palabras.

-Eres una joven muy irritante, Jane -dijo su esposa-. De todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas personas, lo comprobaría.

-No creo que pueda hacerlo -replicó Jane lentamente.

-No, querida -intervino la señorita Marple-. La señorita Helier no puede hacer eso.

-Claro que puede -dijo la señora Bantry-. No seas tan escrupulosa. Los mayores podemos comentar algún que otro escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el magnate de la ciudad.

La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple continuó apoyando a la joven.

-Debió de ser un caso muy desagradable -le dijo.

-No -replicó Jane pensativa-. Creo... creo que más bien disfruté.

-Bien, es posible -respondió la señorita Marple-. Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué comedia estaba usted representando?

-Smith.

-Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus obras son muy inteligentes. Las he visto casi todas.

-Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? -le preguntó la señora Bantry.

Jane asintió.

-Bueno -dijo la señorita Marple poniéndose en pie-. Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he pasado una velada muy entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?

-Siento que se hayan disgustado conmigo -dijo Jane-, porque no sé el final. Supongo que debí decirlo antes.

Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su galantería acostumbrada.

-Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos ha presentado un bonito problema para que aguzáramos nuestro ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya sabido resolverlo convenientemente.

-Hable por usted -dijo la señora Bantry-. Yo lo he resuelto, estoy completamente convencida.

-¿Sabe que creo que tiene usted razón? -intervino Jane-. Lo que ha dicho parecía muy razonable.

-¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? -preguntó don Henry molesto.

El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus chanclos. "Sólo por si acaso", dijo. El doctor debía acompañarla hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana, les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane Helier, le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los demás se volvieran a mirarla.

Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a marcharse seguida por la mirada de Jane Helier.

-¿Vas a acostarte, Jane? -preguntó la señora Bantry-. ¿Qué te ocurre, Jane? Parece como si acabaras de ver un fantasma.

Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a los dos hombres, siguió a su anfitriona hacia la escalera. La señora Bantry entró con la joven en su habitación.

-El fuego está casi apagado -dijo removiendo inútilmente el rescoldo-. No son ni capaces de encender bien el fuego, estas estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya, es más de la una!

-¿Crees que hay muchas personas como ella? -preguntó Jane Helier.

Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus pensamientos.

-¿Como la doncella?

-No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?

-¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente encontrar ancianitas como ella en los pueblos.

-Oh, Dios mío -replicó Jane-. No sé qué hacer, de veras.

Suspiró profundamente.

-¿Qué te ocurre?

-Estoy preocupada.

-¿Por qué?

-Dolly -Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne-, ¿sabes lo que esa extraña viejecita me murmuró al oído esta noche un poquito antes de marcharse?

-No. ¿Qué?

-Me dijo: "Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se ponga en manos de otra mujer, aunque la considere su amiga". ¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?

-¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.

-Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y, además, estaría en sus manos. No se me había ocurrido pensarlo.

-¿De qué mujer estás hablando?

-De Netta Greene, mi suplente.

-¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?

-Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.

-Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás hablando?

-De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa mujer, la que apartó a Claud de mi lado...

La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer matrimonio desgraciado de Jane con Claud Averbury, el actor.

-Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a suceder. Claud lo ignoraba, pero ella pasa los fines de semana con don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.

-¡Jane! -exclamó la señora Bantry-. ¿Imaginaste tú el caso que acabas de contarnos?

Jane asintió.

-Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de doncella y tengo a mano el disfraz. Y cuando me enviaran al puesto de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en realidad estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta y servir los combinados, y Netta simularía ser yo. Él no volvería a verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además, no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la policía y regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre muchacho, pero don Henry no parece creer que vaya a sufrir, ¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en realidad.

La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.

-Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo... Jane Helier, ¡eres terrible! ¡Y nos has contado la historia como si nada!

-Soy una buena actriz -contestó Jane complacida-. Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo contrario. No me descubrí en ningún momento, ¿verdad?

-La señorita Marple tenía razón -murmuró la señora Bantry-. El elemento emocional. Oh, sí, el elemento emocional. Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?

-Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó -respondió Jane-, excepto la señorita Marple.

Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.

-Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella?

-Con franqueza, no lo creo -contestó la señora Bantry.

Jane volvió a suspirar.

-De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego estaría por completo en las manos de Netta, eso es cierto. Podría hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene razón. Será mejor no arriesgarse.

-Pero, querida, si ya te has arriesgado...

-Oh, no. -Jane abrió del todo sus grandes ojos azules-. ¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha ocurrido todavía! Yo intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.

-No lo entiendo -replicó la señora Bantry muy digna-. ¿Quieres decir que se trata de un proyecto futuro y no de un hecho consumado?

-Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre. Ahora no sé qué hacer.

-Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no nos lo dijo -añadió la señora Bantry dolida.

-Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres deben ayudarse. No me ha descubierto delante de los caballeros. Ha sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo sepas, Dolly.

-Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.

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