Oscar Wilde, El crimen de Lord Arthur Saville

Oscar Wilde ( Irlanda: 1854-1900 ) novelista, poeta, crítico literario y autor teatral de origen irlandés, gran exponente del esteticismo cuya principal característica era la defensa del arte por el arte.

CAPITULO I

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de la Pascua, y Bentinck-House estaba más concurrida que nunca.

Seis miembros del gabinete vi­nieron directamente una vez termi­nada la interpelación del speaker, con todas sus condecoraciones y bandas. Las mujeres bonitas lucían sus atuendos más elegantes y visto­sos, y al final de la galería de re­tratos, se encontraba la princesa So­fía de Carlsruhe, una señora gruesa, de tipo tártaro, con unos pequeños ojos negros y unas esmeraldas mag­níficas, hablando con voz aguda en mal francés y riendo sin mesura todo cuanto le decían. En realidad aquello era una espléndida mesco­lanza de personas: Altivas esposas de pares del reino charlaban cortés­mente con violentos radicales. Pre­dicadores populares se codeaban con célebres escépticos. Todo un grupo de obispos seguía, de salón en salón, a una corpulenta prima donna. En la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, dis­frazados de artistas, y dicen que el comedor se vio por un momento lleno de genios. En una palabra, era una de las veladas de mayor éxito de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media de la noche.

Inmediatamente después de su partida, lady Windermere regresó a la galería de retratos, donde un fa­moso economista explicaba, con aire solemne, la teoría científica de la música a un indignado virtuoso hún­garo; y comenzó a hablar con la du­quesa de Paisley.

Lady Windermere lucía extraor­dinariamente bella, con su garganta marfilina y de líneas delicadas, sus grandes ojos azules, color miosotis, y los bucles de sus cabellos dorados. Cabellos de oro puro, no de esos que tienen un tono pajizo que hoy usurpan la hermosa denominación del oro, cabellos que parecían teji­dos con rayos de sol o bañados en ámbar, cabellos que encuadraban su rostro como un nimbo de santa, con la fascinación de una pecadora. Se prestaba a un interesante estudio psicológico. Desde muy joven, des­cubrió en la vida la importantísi­ma verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como la indis­creción y, por medio de una serie de escapatorias arriesgadas, inocen­tes por completo la mitad de ellas, adquirió todas las ventajas de una definida personalidad. Había cam­biado más de una vez de marido. En la Guía Social de Debrett, apa­recían tres matrimonios a su cré­dito, pero como no cambió nunca de amante, el mundo dejó de mur­murar en sordina sus escándalos. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y la dominaba aquella pasión desordenada por los placeres que constituye el secreto para conservarse joven.

De repente miró ansiosa a su al­rededor por el salón, y dijo con una voz clara de contralto:

-¿Dónde está mi quiromántico?

-¿Tu qué, Gladys? -exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario.

-Mi quiromántico, duquesa. Ya no puedo vivir sin él.

-¡Querida Gladys, tú siempre tan original! -murmuró la duque­sa, intentando recordar lo que era en realidad un quiromántico, y con­fiando en que no podía ser lo mis­mo que un pedicuro.

-Viene a verme la mano dos ve­ces por semana, con regularidad -continuó lady Windermere- y es muy interesante lo que estudia en ella.
“¡Dios mío! -pensó la duque­sa-. Después de todo debe ser una especie de pedicuro de las manos. ¡Qué terrible! En fin..., supongo que será un extranjero. Así no re­sultará tan atroz.

-Tengo que presentárselo.

-¡Presentármelo! -exclamó la duquesa-. ¿Quieres decir que está aquí?, y empezó a buscar su aba­nico de carey y un chal de encaje viejo, preparándose para marchar en seguida.

-Claro que está aquí. No podría dar una sola reunión sin él. Me dice que tengo una mano puramente psí­quica, y que si mi dedo pulgar hu­biese sido un poco más corto, sería una perfecta pesimista y ya estaría recluida en un convento.

-¡Ah, sí! -exclamó la duquesa tranquilizándose-. Dice la buena ventura, ¿no es eso?

-Y la mala también -respon­dió lady Windermere-, y otras co­sas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peli­gro, en tierra y por mar al mismo tiempo. De manera que tendré que vivir en globo, haciéndome subir la comida en una canastilla todas las tardes. Eso está escrito aquí so­bre mi dedo meñique o en la palma de la mano; ya no recuerdo dónde.

-Pero verdaderamente eso es ten­tar a la Providencia, Gladys.

-Mi querida duquesa, la Provi­dencia puede resistir ya, a estas altu­ras, las tentaciones. Creo que cada quien debía hacerse leer la mano una vez al mes, con objeto de sa­ber qué es lo que no debe hacer. Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar a míster Podgers en se­guida, iré yo misma.

-Iré yo, lady Windermere -dijo un joven alto y guapo que estaba presente y que seguía la conversa­ción con una sonrisa divertida.

-Muchas gracias, lord Arthur, pero temo no le reconozca usted. -Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no se me escapará. Dígame únicamente cómo es, y dentro de un momento se lo traigo.

-¡Bueno! No tiene nada de qui­romántico. Quiero decir... que no tiene nada misterioso, nada esotéri­co, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una ca­beza cómicamente calva y unas grandes gafas con montura de oro, un personaje entre médico de cabe­cera y abogado rural. Siento que sea así, pero no es mi culpa. ¡La gente es tan molesta! Todos mis pianistas tienen el tipo exacto de poetas, y todos los poetas, el de los pianistas. Recuerdo que la tempo­rada pasada invité a comer a un horroroso conspirador, hombre que, según se decía, hizo polvo a una infinidad de gente, y llevaba cons­tantemente una cota de mallas y un puñal oculto en la manga de la ca­misa. ¿Creerán que cuando vino parecía un anciano clérigo, encan­tador, y estuvo contando chistes toda la noche? La verdad es que estuvo muy divertido, y todo eso; pero yo me sentía terriblemente disilusiona­da. Cuando le pregunté por su cota de mallas, nada más se rió, y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra... ¡Ah, ya está aquí míster Podgers! Bueno, míster Podgers, desearía que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley.. . Duquesa, tiene usted que quitarse el guante... No, no, el de la izquier­da... el otro...

-Mi querida Gladys, realmente no creo que esto sea debido -repli­có la duquesa desabrochando, dis­plicente, un guante de cabritilla, bastante sucio.

-Lo que es interesante nunca está bien -dijo lady Windermere- ­On a fait le monde ainsi  Pero debo presentarla, duquesa de Paisley... Como diga usted que tiene un mon­te en la luna más desarrollado que el mío, no volveré a creer en usted.

-Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano -in­tervino la duquesa en tono solemne.

-Mi señora está en lo cierto -contestó míster Podgers, echando un vistazo sobre la mano regordeta de dedos cortos y cuadrados. El monte de la luna no está desarrolla­do. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca... gracias... tres rayas clarísimas sobre su res­cette... Vivirá hasta una edad muy avanzada, duquesa, y será en extremo feliz... Ambición muy mo­derada, línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón...

-Sea usted discreto míster Pod­gers -interrumpió lady Winder­mere.

-Nada sería tan agradable para mí -respondió míster Podgers, in­clinándose-, si la duquesa diese lu­gar a ello; pero siento tener que ad­mitir que descubro una gran cons­tancia en el afecto, combinada con un sentimiento arraigadísimo del deber.

-Siga usted míster Podgers -di­jo la duquesa, complacida.

-La economía no es una de sus menores cualidades -continuó mís­ter Podgers, y lady Windermere em­pezó a reír.

-La economía es un buen há­bito -afirmó la duquesa, asintien­do-, cuando me casé con Paisley tenía once castillos, y ni una sola casa en condiciones de vivirse.

-Y ahora tiene doce casas, ni un solo castillo -exclamó lady Windermere.

-Bueno, querida -añadió la du­quesa-, me gusta...

-El confort -dijo míster Pod­gers-. Y los adelantos modernos, y el agua caliente instalada en todos los dormitorios. Mi señora está en lo cierto. El confort es lo único que nuestra civilización nos puede dar.

-Ha descrito usted admirable­mente el carácter de la duquesa, mís­ter Podgers, y ahora tiene usted que decirnos el de lady Flora -y res­pondiendo a un gesto de cabeza de la sonriente anfitriona, una mucha­cha alta, con cabellos de color de arena dorada, muy escocesa, de hom­bros cuadrados, salió de detrás del sofá con un andar desmañado, y tendió su mano larga, huesuda, y de dedos espatulados.

-¡Ah! ¡Una pianista!, ya veo -exclamó míster Podgers-, una excelente pianista pero quizá ape­nas musical. Muy reservada, muy honrada, y con un gran cariño por los animales.

-¡Eso justamente! -exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Windermere-. ¡Absolutamente cier­to! Flora tiene dos docenas de pe­rros Collie en Macloskie, y conver­tiría nuestra casa de campo en una ménagerie, si su padre se lo con­sintiese.

-Bueno, eso es lo que hago yo con mi casa todos los jueves en la noche -dijo riendo lady Winder­mere-, nada más que a mí me gus­tan más los leones que los perros Collie.

-Ese es su error, lady Winder­mere -murmuró míster Podgers­haciendo una pomposa reverencia.

-Si una mujer no puede prestar encanto a sus errores, entonces no es más que una simple hembra -fue la contestación-. Pero deberá usted leer más manos para divertirnos. Venga acá, sir Thomas, enséñele la suya a míster Podgers. -Y un origi­nal tipo de anciano, ataviado con un jaqué blanco, se aproximó presen­tando una gruesa mano tosca, cuyo dedo medio era notablemente alar­gado.

-Una naturaleza de aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y otro por venir. Se ha encontrado en tres naufragios. No, sólo en dos; pero está en peligro de un naufra­gio en su próximo viaje. Es un con­vencido conservador, muy puntual y con una verdadera pasión por co­leccionar curiosidades. Padeció una seria enfermedad entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una gran fortuna alrededor de los trein­ta. Gran aversión a los gatos y a los radicales.

-¡Extraordinario! -exclamó sir Thomas-. Debe leer también la mano de mi esposa.

-Su segunda esposa -dijo tran­quilo míster Podgers, mientras tenía aún la mano de sir Thomas entre las suyas-. Su segunda esposa; encan­tado.

Pero lady Marvervel, una mujer de aire melancólico, de pelo castaño y pestañas sentimentales, se negó ro­tundamente a exponer su pasado o su futuro; y pese a los esfuerzos de lady Windermere, no pudo conven­cer a monsieur de Koloff, el emba­jador de Rusia, ni siquiera a sacarse los guantes. La verdad es que mu­chas personas parecían tener miedo a ponerse frente a aquel hombreci­llo extraño, y de sonrisa estereoti­pada, de ojos como cuentas brillan­tes detrás de sus lentes sostenidos por montura dorada; y cuando dijo a la pobre lady Fermor, frente a to­dos los presentes, que no le intere­saba la música en lo más mínimo, pero que le interesaban en extremo los músicos, todo el mundo se dio cuenta de que la quiromancia era una ciencia demasiado peligrosa, una ciencia que no debería alentar­se, excepto en un téte - à - téte muy íntimo.

Sin embargo, lord Arthur Saville, que no se enteró de la triste anéc­dota de lady Fermor, y que había estado observando a míster Podgers con gran interés, se sentía lleno de una inmensa curiosidad por que le leyesen su mano, pero al mismo tiem­po algo avergonzado de ser él mis­mo quien se ofreciese a ello, cruzó el salón para acercarse al lugar don­de se encontraba lady Windermere, y encantadoramente ruborizado, le preguntó si creía que míster Podgers no iba a negarse a leer su mano.

-Claro que no se negará -dijo lady Windermere-, para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, son leones amaestrados, y saltan a través de aros cuando se los ordeno. Pero debo advertirle antes, que le voy a decir todo a Sybil. Va a venir a almorzar conmigo mañana, vamos a hablar de sombreros, y si míster Podgers encuentra que usted tiene mal genio, o tendencia a padecer de gota, o una esposa que vive en Bays­water, se lo contaré todo.

Lord Arthur sonrió moviendo la cabeza:

-No temo a nada -dijo-, Sybil me concce tan bien corno la conoz­co yo a ella.

-¡Ah!, me siento un poco decep­cionada de oírle a usted eso. El de­bido fundamento, para un buen ma­trimonio, es la mutua incompren­sión. No, no soy nada cínica, nada más he adquirido experiencia que, sin embargo, viene a ser lo mismo. Míster Podgers, lord Arthur Saville se muere porque le lea usted la mano. No vaya usted a decirle que está comprometido con una de las muchachas más bellas de Londres, porque ya eso se publicó en el Morning Post hace un mes.

-Querida lady Windermmere -di­jo la marquesa de Jedburgh-, per­mita que míster Podgers se quede otro rato más. Me acaba de decir que yo debería figurar en la escena y estoy tan interesada...

-Si le ha dicho eso, lady Jed­burgh, me lo voy a llevar de aquí. Venga acá míster Podgers, y lea la mano de lord Arthur Saville.

-Bueno -replicó lady Jedburgh, haciendo un pequeño moue  y le­vantándose del sofá-, si no me de­jan figurar en la escena, por lo me­nos me dejarán formar parte del público.

-Claro; todos vamos a formar parte del público -dijo lady Win­dermere-. Y ahora míster Podgers, no deje de decirnos algo agradable. Lord Arthur es uno de mis favori­tos privilegiados.

Pero cuando míster Podgers vio la mano de lord Arthur, palideció notablemente, y no dijo nada. Un estremecimiento pasó por él, y sus espesas cejas se fruncían nerviosas, denotando aquella irritabilidad que se apoderaba de 61 cuando se sen­tía perplejo. Entonces aparecieron unas gotas de sudor en su frente amarillenta, semejaban un rocío malsano, y sus gruesos dedos esta­ban fríos y pegajosos.

A lord Arthur no escaparon estos síntomas de agitación y ansiedad, y por primera vez en su vida, sintió miedo. Su primer impulso fue el de escapar de aquel salón, pero se con­tuvo. Era mejor conocer la verdad, aunque fuese lo peor, fuese lo que fuese, que quedar en una odiosa incertidumbre.

-Estoy esperando, míster Pod­gers -dijo.

-Todos estamos esperando -ex­clamó lady Windermere, con aque­lla manera brusca e impaciente que la caracterizaba. Pero el quiroman­tico no contestó palabra.

-Creo que Arthur también de­bería estar en la escena -dijo lady Jedburgh y claro, eso, después de su regaño, míster Podgers teme de­círselo.

De pronto míster Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur, y le tomó la izquierda, inclinándose tanto para examinarla, que los aros dorados de sus lentes casi la toca­ban. Por un instante su rostro pa­reció una blanca máscara de horror, pero en seguida recobró su sang­froid, y mirando a lady Winder­mere, dijo con una sonrisa forzada:

-Es la mano de un joven encan­tador.

-¡Por supuesto que sí! -replicó lady Windermere-, ¿pero será tam­bién un esposo encantador? Eso es lo que quiero saber.

-Todos los jóvenes encantado­res, lo son -dijo míster Podgers.

-Yo no creo que un esposo deba ser tan fascinante -murmuró lady Jedburgh con aire pensativo-, es tan peligroso. . .

-Criatura querida, nunca son tan fascinantes como para eso -contes­tó lady Windermere- pero lo que yo quiero saber son detalles. Los detalles son lo único que interesa. ¿Qué es lo que le va a pasar a lord Arthur?

-Bueno, en los próximas meses, lord Arthur va a hacer un viaje...

-¡Oh por supuesto, su luna de miel!

-Y va a perder a un familiar. -¡No a su hermana! ¿Verdad? -exclamó lady Jedburgh, con tono de voz lastimero.

-Desde luego que a su hermana no -contestó míster Podgers, con un despreciativo gesto de la mano-; se trata de un familiar lejano.

-Bien, pues yo estoy muy des­ilusionada -añadió lady Winderme­re-. No tengo absolutamente nada que contarle a Sybil mañana. A nadie le importan los parientes leja­nos hoy día. Ya hace años que pa­saron de moda. No obstante, creo que será mejor que tenga a mano un vestido de seda negra; siempre es útil para ir a la iglesia; usted sabe... Y ahora pasemos a cenar. De seguro que ya se habrán comido todo; pero quizá todavía encontre­mos algo de sopa caliente. Frangois solía hacer una sopa excelente, pero ahora está tan ocupado con la po­lítica, que ya no estoy segura de lo que hace. Ojalá que el general Bou­langer se esté tranquilo. Duquesa, ¿no está usted cansada?

-Para nada, querida Gladys -contestó la duquesa, dirigiéndose hacia la puerta-. Me he divertido muchísimo, y el quiropodista, quie­ro decir, el quiromántico, es extra­ordinariamente interesante. Flora, ¿dónde estará mi abanico de carey?, ¿y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, sir Thomas, muy amable-. Y la importante dama por fin bajó las escaleras, no sin haber dejado caer dos veces su pomo de sales aro­máticas.

Durante todo ese tiempo, lord Arthur Saville había permanecido en pie junto a la chimenea, con la misma sensación de temor y ron aquel malestar del que siente aproxi­mársele algo malo. Sonrió con tris­teza a su hermana que pasó a su lado tomada del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa en su vestido de brocado rosa y adornada con perlas. Casi no oyó a lady Win­dermere cuando le llamó para que la siguiese. Pensaba en Sybil Mer­ton, y la idea de que algo pudiese interferirse en su amor, hacía que las lágrimas nublasen sus ojos.

Podría decirse, al mirarle, que Némesis había arrebatado a Pallas su escudo, y le había mostrado la cabeza de la Gorgona 9 Parecía pe­trificado y su fisonomía triste seme­jaba tallada en mármol. Hasta en­tonces vivió una existencia llena de lujo, con los detalles dei sibarita, tal como correspondía a un joven de su rango y fortuna; una vida per­fecta por verse libre de preocupa­ciones deprimentes, amparada por su hermosa y juvenil insouciance;  y era ahora cuando se daba cuenta, por primera vez, del terrible miste­rio del destino y el horrendo signi­ficado del mismo.

¡Todo ello le parecía enloquecedor y monstruoso! ¿Sería posible que en su mano se hallase escrito, en caracteres que él no podía des­cifrar, algún pecado secreto, o el signo de algún crimen sangriento? ¿No existiría la fórmula para poder esta par a todo aquello? ¿No sería posible que fuésemos superiores a las piezas de ajedrez, movidas por un poder oculto? ¿Recipientes que el alfarero moldea a su gusto para que sean alabados o despreciados? Su razón se revelaba contra esto, y sin embargo, percibía que una tragedia estaba suspendida sobre su existencia, y que inopinadamente ha­bía sido destinado a soportar una carga intolerable. ¡Los actores tie­nen tanta suerte! Pueden elegir en­tre aparecer en una tragedia o un sainete, entre sufrir o ser felices, reír o derramar lágrimas. Pero en la vida real es muy distinto. La mayoría de los hombres y las mujeres se ven forzados a desempeñar papeles para los cuales no están capacitados. Nuestros Guildenstern desempe­ñan papeles de Hamlet, o nuestros Hamlet tienen que hacer bufonadas como el príncipe Hal. El mundo es un escenario, pero el reparto de la obra está mal hecho.

De repente míster Podgers entró al salón. Cuando vio a lord Arthur se detuvo, y su rostro rudo y redon­do se hizo de un verde amarillen­to. Los ojos de los dos hombres se encontraron, y por un momento per­manecieron silenciosos.

-La duquesa ha olvidado uno de sus guantes aquí, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve -dijo por fin míster Podgers-. ¡Ah, ahí lo veo, en el sofá! Buenas noches.

-Míster Podgers, le pido que conteste inmediatamente a una pre­gunta que deseo hacerle.

-Será en otra ocasión, lord Ar­thur, pero la duquesa está impa­ciente. Creo que debo retirarme.

-No se irá, la duquesa no tiene ninguna prisa.

-A las damas no se las debe ha­cer esperar, lord Arthur -contestó míster Podgers con su sonrisa des­agradable-. El bello sexo es dado a la impaciencia.

Los labios finamente cincelados de lord Arthur hicieron un petulante gesto de desprecio. La pobre duque­sa le parecía no tener importancia en aquellos instantes. Cruzó el sa­lón para acercarse al lugar donde míster Podgers permanecía en pie, y extendió su mano.

-Dígame lo que ha visto ahí -dijo-. Dígame la verdad. Debo saberla. No soy un niño.

Los ojos de míster Podgers pesta­ñearon tras sus lentes dorados, y descansaba, ya en un pie, ya en otro, con un aire perplejo, mientras sus dedos jugaban nerviosos con la des­lumbrante cadena de su reloj.

-¿Qué le induce a pensar que he visto algo especial en su mano, lord Arthur, que no sea lo que ya le he dicho?

-Sé que es así, e insisto en que me diga lo que es. Le pagaré. Le daré un cheque por cien libras.

Los ojos verdes brillaron por un momento, y después se tornaron sombríos.

-¿Guineas? -preguntó míster Podgers en voz baja.

-Claro. Le enviaré un cheque mañana. ¿A qué club pertenece? -No pertenezco a ninguno. Bue­no, es decir, por el momento -y sa­cando de la bolsa de su chaleco una cartulina con borde dorado, míster Podgers la entregó a lord Arthur, con una profunda inclinación. En ella se leía: “Mr. Septimus R. Pod­gers, Professional Chiromantist,1030 West Moon Street”.

-Mi horario es de diez a cuatro -murmuró míster Podgers, mecá­nicamente- y hago rebajas cuando se trata de una familia.

-Dése prisa -contestó lord Ar­thur, que se veía muy pálido, ex­tendiendo su mano.

Míster Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y corriendo el pesado portière sobre la puerta, dijo:

-Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente. -Dése prisa, señor -replicó lord Arthur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.

Míster Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una peque­ña lente de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.

-Estoy listo -dijo.


CAPITULO II

Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos desorbitados por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamen­te de Bentinck House, abriéndose paso a través de los grupos de co­cheros y lacayos, envueltos en sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas que rodeaban la plaza, par­padeaban sacudidos por el viento cortante; pero las manos de lord Arthur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego. Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un borracho. Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendigo que salió inclinado del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al darse cuenta de que existía una miseria mayor que la suya. Por un momento, al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus labios temblorosos.

¡Asesinato! eso es lo que el qui­romántico había visto. ¡Asesinato! Parecía como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las calle­jas parecían desbordar aquella acu­sación que le gesticulaba desde los tejados de las casas. Fue primero al parque, donde el sombrío boscaje le atraía. Se apoyó exhausto contra la verja, refrescando su frente con­tra el metal húmedo, y escuchando el trémulo silencio de los árboles. ¡Asesino, asesino!, se repetía, como si dirigiéndose a sí mismo la acu­sación, pudiese disminuir el horror del vocablo. El sonido de su propia voz le hacía estremecerse, y sin em­bargo, deseaba que el eco le escu­chase, y pudiese despertar a la ciu­dad adormecida por sus sueños. Sen­tía un loco deseo de detener al vian­dante, y contarle todo.

Entonces cruzó hacia la calle Ox­ford, y estuvo vagando por callejo­nes estrechos y llenos de ignominia. Dos mujeres con los rostros pinta­dos se burlaron de él cuando pasó a su lado. De un patio sórdido y oscuro llegaban los ruidos mezcla­dos con juramentos y golpes, a los que seguían gritos estridentes amontonados, sobre los escalones húmedos de un zaguán, vio las for­mas de cuerpos encorvadas, venci­dos por la miseria y la decrepitud. Un extraño sentimiento de piedad le sobrecogió. ¿Habrían sido aque­llas criaturas del pecado y de la miseria predestinadas a semejante final, como él lo era ahora al suyo? ¿Eran ellos como él, sólo títeres den­tro de un espectáculo monstruoso?

Y no obstante, no fue ese miste­rio, sino la comedia del sufrimiento, lo que le hería más; su total inuti­lidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente le parecía todo!

¡Qué ausencia total de armonía! Se encontraba estupefacto ante la discrepancia reinante entre el opti­mismo superficial del momento y los hechos reales de la existencia... El era aún demasiado joven.

Al poco rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La cal­zada silenciosa semejaba una larga cinta de plata brillante, interrumpida aquí y allá por los arabescos de las sombras que se proyectaban me­ciéndose sobre ella. A lo lejos se veía la curva dibujada por una hile­ra de farolas cuyos mecheros de gas parpadeaban constantemente, y dete­nido a la puerta de una casa rodea­da por tapias, estaba un hanson, con su cochero dormido dentro.

Apresuradamente atravesó en di­rección a la Plaza Portland, miran­do de vez en cuando a su alrededor, como temiendo que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban dos hombres leyendo un pequeño aviso en una cartelera. Un descono­cido impulso de curiosidad se apo­deró de él, y se acercó al lugar. Al aproximarse, la palabra “Asesina­to”, impresa en letras negras, se presentó a sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de un aviso ofre­ciendo una recompensa por cual­quier informe que facilitase la aprehensión de un hombre de me­diana estatura, entre treinta y cua­renta años, que llevaba un sombre­ro flexible, chaqueta negra, pantalón a cuadros, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repe­tidas veces, y se preguntaba si al fin aprehenderían al malhechor, y también se sintió perplejo por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el momen­to en que su propio nombre se viese aparecer sobre las paredes de Lon­dres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.

No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma impreci­sa, haber estado vagando a través de un laberinto de casas sórdidas. Y ya era un amanecer radiante cuan­do se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras caminaba lenta­mente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros, con blusones blancos, sus alegres rostros tostados por el sol, sus hir­sutos y rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y su­jetándose a sus crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiqui­llo mofletudo, que lucía en su som­brero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo vocinglero, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado de una flor maravi­llosa. Lord Arthur se sintió profun­damente conmovido sin poder expli­cárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le cau­saba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus vo­ces broncas, llenas de buen humor, y sus movimientos reposados, ¡qué distinta debían ver a esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado noc­turno y del humo del día, una ciu­dad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyec­ción, del impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre ho­rrorosa, de todo lo que se hace y se aniquila de la mañana a la noche. Es posible que para ellos sólo repre­sentase un mercado donde traían a vender sus frutos, donde permane­cían, cuando mucho, unas horas, abandonando las calles todavía si­lenciosas, y las casas aún dormidas.

Sintió cierto placer al verles pa­sar. En su rudeza, con sus zapato­nes claveteados y sus maneras tor­pes, conllevaban en sí algo de la an­tigua Arcadia. Los sentía cerca de la Naturaleza, y que ella les había en­señado a vivir en paz. Les envidiaba por todo lo que desconocían e igno­raban. Cuando llegó a la Plaza Bel­grave, el cielo tenía un pálido tinte azul, y los pájaros comenzaban a gorjear en los jardines.

CAPITULO III

Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba en su habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue a mirar por el ven­tanal. Una neblina de calor flotaba sobre la ciudad y los tejados de las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que el aire agitaba en la plaza, los niños correteaban y se perseguían como mariposas blancas, y las ace­ras se veían llenas de gente dirigi¿n­dose hacia el parque. Nunca le ha­bía parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente al mal, tan re­moto.

Poco después su criado entró tra­yéndole en una bandeja una taza de chocolate. Después de beberla, des­corrió un pesado portiére, de felpa color durazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a través de unas delgadas lose­tas de ónix transparente, y el agua en la bañera de mármol tenía los reflejos del ágata lunar.

Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría llegaba a su cuello y a los cabellos, -zam­bulló completamente la cabeza bajo el agua, como queriendo borrar la mancha de algún recuerdo humi­llante. Al salir del baño se sentía casi en paz y sereno. La deliciosa sensación física de aquel momento le dominaba por completo, como ocurre frecuentemente en las natu­ralezas finamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, pueden purificar o destruir.

Terminado el desayuno, se exten­dió sobre un diván y encendió un cigarrillo. En la repisa de la chime­nea, revestida de un fino brocado antiguo, descansaba una gran foto­grafía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La cabeza pequeña, de forma preciosa, se inclinaba hacia un lado, como si su delicado cuello, a manera de un tierno junco, no pudiese soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligera­mente entreabiertos, y parecían es­tar hechos para cantar las más dul­ces melodías; y toda la tierna pure­za de la juventud se asomaba mara­villada en sus ojos soñadores. Con su suave vestido de crépe de Chine ysu abanico en forma de una gran hoja, evocaba una de esas delica­das figurillas que el hombre ha en­contrado en los bosques de olivas cerca de Tanagra; y había algo de la gracia griega en su gesto y su actitud. Sin embargo, ella no era tan petite, estaba perfectamente proporcionada -cosa rara en una época en que tantas mujeres, o so­brepasan las proporciones naturales o son insignificantes.

Ahora, al mirarla, lord Arthur sin­tió que le invadía esa lástima que nace del amor. Se daba cuenta de que casarse con ella, teniendo la amenaza del crimen sobre su cabeza, sería una traición como la de Judas, un pecado más terrible que cual­quiera de los cometidos por los Bor­gia. ¿Qué clase de felicidad podría existir para ellos, cuando en cual­quier momento él iba a verse impe­lido a cumplir la horrorosa profecía escrita en su mano? ¿Qué clase de vida iba a ser la suya, mientras el destino sostuviera su suerte angus­tiosa en su balanza? El matrimonio debería posponerse, costase lo que costase. Se sentía completamente resuelto a hacerlo así. Aunque ama­se ardientemente a esta muchacha, y el simple roce de sus dedos cuan­do estaban sentados uno junto al otro, le causaba una exquisita sen­sación de placer. Reconocía, no obs­tante, con toda claridad, cuál era su deber y se daba perfecta cuenta de que no tenía derecho a casarse, mientras no hubiese cometido el ase­sinato.

Una vez realizado esto, se presen­taría ante el altar con Sybil Merton, para poner su vida entre sus manos ya libre del terror de ir a cometer una mala acción. Entonces podría tomarla en sus brazos con la seguri­dad de que ella nunca iba a aver­gonzarse de él. Pero primero, la rea­lización de aquello era imperiosa; y mientras más pronto, mejor para ambos.

Muchos hombres en su situación hubieran optado por el sendero flo­rido del goce, que subir los abrup­tos caminos del deber. Pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de los principios. En su amor había algo más que una simple pasión, y Sybil simbolizaba para él todo lo que es bueno y noble. Al pronto sintió una repugnancia natural con­tra aquello para lo cual el destino lo había señalado, pero al poco tiem­po esa sensación había desapareci­do. Su corazón le decía que no se trataba de un pecado, sino de un sacrificio; su mente le recordaba que no le quedaba abierto otro ca­mino. Tenía que escoger, entre vivir para sí mismo o vivir para los de­más, y aunque para é1 la tarda a realizar fuese terrible, sabía, sin em­bargo, que no le era dado permitir que el egoísmo triunfase sobre el amor. Tarde o temprano todos esta­mos llamados a resolver entre lo que se debe, o lo que conviene ha­cer. Para lord Arthur, ese momento llegó temprano a su vida, antes de que su ser hubiese sido deformado por el cinismo calculador de la edad madura, o su corazón corroído por el superficial egoísmo tan de moda en nuestros días, y no se sentía titu­bear'ante el cumplimiento de su de­ber. También por fortuna, para él, su carácter no era el de, un soñador, o un ocioso diletante. Si hubiese sido así, habría dudado como Ham­let, y dejado que la falta de reso­lución echase a perder sus propósi­tos. Pero él era esencialmente práo­tico. La vida, a su juicio, significaba acción, más que reflexión. Poseía aquello que es lo más raro; el sen­tido común.

Las sensaciones de cruel angustia pasadas la noche anterior, ya habían desaparecido por completo, y era casi con un sentimiento de vergüen­za que recordaba aquel vagar por las calles, y la ansiedad emocional que le tuvo atenazado. La misma sinceridad de su sufrimiento hizo que todo le pareciese ahora irreal. Se preguntaba cómo pudo haber sido tan tonto de disparatar y sen­tirse tan fuera de sí por lo que era inevitable. Lo único que todavía le perturbaba era el ignorar quién iba a desaparecer, y no era tan ingenuo como para no saber que el crimen, al igual que las religiones del mun­do pagano, exigen una víctima y un sacerdote para el sacrificio. £1, pues­to que no era un genio, no tenía enemigos, y además se daba cuen­ta de que éste no era el momento para satisfacer un rencor o una an­tipatía, ya que la misión en que es­taba comprometido era de una gran­de y profunda solemnidad. Así pues, formó una lista con los nombres de sus amigos y parientes, en la hoja de un cuaderno de apuntes, y ha­biéndola examinado detenidamente, decidió en favor de lady Clementi­na Beauchamp, una anciana encan­tadora que vivía en la calle Curzon, prima segunda por parte de su ma­dre. Siempre tuvo un gran afecto hacia lady Clem, como la llamaban todos; además él, por su parte, era muy rico, pues al llegar a su mayo­ría de edad, entró en posesión de la fortuna heredada de lord Rugby, y teniendo esto en cuenta, a nadie le sería posible imaginar que él iba a obtener por la muerte de ella algu­na vulgar ventaja pecuniaria. En verdad, mientras más lo pensaba, más le parecía ser la persona indi­cada. Su conciencia le estaba dicien­do que cualquier demora significaba una injusticia hacia Sybil. Entonces se decidió a arreglarlo todo en se­guida.

Lo primero que debía hacer era, por supuesto, saldar cuentas con el quiromántico. Inmediatamente se sentó frente a un pequeño escrito­rio estilo Sharaton que estaba junto al ventanal, y extendió un cheque por ciento cinco libras, pagadero a la orden de míster Septimus Pod­gers, y poniéndolo dentro de un so­bre ordenó a su sirviente que lo llevase a la calle West Moon. En­tonces telefoneó a sus cocheras para que le enganchasen el hansom, y se vistió para salir. Al abandonar la habitación se volvió a mirar la foto­grafía de Sybil Merton y juró, pa­sase lo que pasase, que nunca le de­jaría saber lo que hacía por su bien, sino que mantendría siempre en su corazón el secreto de su sacrificio.

Camino al club Buckingham, se detuvo en una florería, y le envió a Sybil, una cestilla con preciosos nar­cisos de pétalos blancos . y pistilos que parecían ojos de faisán. Al lle­gar al club, se dirigió en seguida a la biblioteca y tocando el timbre, pidió al mozo que le trajese una li­monada y un libro sobre toxicolo­gía. Había llegado a la conclusión de que era la mejor forma de llevar a cabo aquel enojoso asunto. Cual­quier otra forma en que entrase la violencia personal le resultaba de pésimo gusto; además, le importaba sobremanera no matar a lady Clementina en forma que pudiese atraer la atención pública. Le horrorizaba la idea de convertirse en la princi­pal atracción de las reuniones de lady Windermere, o ver figurar su nombre en las columnas de socie­dad, de cualquier periódico vulgar. También debía pensar en el padre la madre de Sybil, que eran gente astante anticuada, y quizá podrían poner objeciones al matrimonio si hubiese alguna sombra de escándalo sobre él, aunque se sentía seguro de que si les contaba todas las circuns­tancias del asunto, serían los prime­ros en darse cuenta de los motivos que le habían impulsado a hacerlo. Le asistía toda la razón para deci­dirse por el veneno. Era lo más se­guro y lo más cauto, se realizaba en silencio, y se llevaba a cabo sin necesidad de escenas penosas, a las que, como la mayoría de los ingle­ses, oponía profundos, grandes re­paros.

De la ciencia de los venenos, sin embargo, no conocía absolutamente nada, y como le pareció que al mozo no le era posible encontrar nada sobre este asunto en la biblioteca, más allá de la Guía Ruff, y la re­vista Baily, comenzó a buscar por sí mismo en los anaqueles, y por fin dio con una edición de la Pharma­copaeia, lujosamente encuadernada, y un ejemplar de la Toxicología de Erskine, editada por sir Mathew Reid, que era presidente del Colegio Real de Medicina, y uno de los más antiguos socios del club Buc­kingham, y que había sido elegido, por equivocación, en lugar de otro individuo; un contretemps 3 que en­fureció de tal manera al Comité, que cuando se presentó el verdadero propietario a ocupar su lugar, fue puesto en la lista negra por unani­midad. Lord Arthur se sentía un poco confuso por los términos téc­nicos que aparecían en los dos li­bros, y comenzó a lamentar el no haber puesto mayor atención en el estudio de sus clásicos en Oxford, cuando en el segundo tomo de Ers­kine se encontró con una muy in­teresante y completa descripción so­bre las propiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció que era exactamente la clase de veneno que necesitaba. Era rápido, sin lugar a dudas, casi in­mediato en sus efectos; no produ­cía dolor, y cuando se ingería en forma de una cápsula de gelatina, lo más recomendado por sir Ma­thew, no tenía nada de sabor des­agradable. Desde luego anotó en el puño de su camisa la cantidad que era necesaria para una dosis fatal, y volviendo a dejar los libros en su sitio, abandonó el club dirigiéndose hacia arriba de la calle St. James, al establecimiento de Pestle y Hum­bey, los famosos químicos. Míster Pestle, que siempre atendía perso­nalmente a la aristocracia, se mos­tró bastante sorprendido ante su cliente, y con una actitud muy cor­tés y deferente, murmuró algo acer­ca de la necesidad de presentar una receta médica. No obstante, cuan­do lord Arthur le explicó que lo que solicitaba era para ser usado en un gran mastín noruego del que tenía que deshacerse porque presentaba ciertas manifestaciones de rabia y que ya había mordido dos veces a su cochero en la pantorrilla, se mostró completamente satisfecho, y felicitó a lord Arthur por sus maravillosos conocimientos en materia de toxi­cología.

Lord Arthur guardó la cápsula en una bonita bonbonnière de plata que había visto en el escaparate de una tienda en Bond Street, dese­chando así la fea caja para píldoras del establecimiento Pestle y Hum­bey, y se dirigió en seguida a la casa de lady Clementina.

-Bien, Monsieur le mauvais su­jet -exclamó la anciana señora cuando le vio entrar al salón-. ¿Por qué no me has venido a ver en tanto tiempo?

-Mi querida lady Clem, ya no me queda tiempo para nada -con­testó lord Arthur sonriendo. -¿Tendré que creer, que tú an­das todo el día con miss Sybil Mer­ton comprando chiffons y hablan­do tonterías? No acabo de entender por qué la gente le da tanta im­portancia a eso de casarse. En mi tiempo nunca soñamos con tanto parloteo y tanto estarse arrullando en público, ni aun siquiera en pri­vado.

-Le aseguro que no he visto a Sybil hace veinticuatro horas, lady Clem. Por lo que sé, creo que está ahora por completo en manos de sus sombrereras.

-Y por supuesto, ésa es la única razón por la cual has venido a ver a una mujer vieja y fea como yo. Me pregunto cómo es posible que vosotros los hombres no toméis nota. On a fait des folies pour moi, y aquí estoy, un pobre ser reumáti­co, con una fachada falsa y con mal genio. Que si no fuese por la que­rida lady Jansen, que me envía te­das las peores novelas francesas que caen en sus manos, no creo que po­dría pasar el día. Los doctores no sirven para nada, excepto para sa­carnos sus honorarios. Ni siquiera pueden aliviarme el ardor de estó­mago.

-Aquí le traigo un remedio que la curará de eso, lady Clem -dijo lord Arthur, muy serio-, es algo extraordinario, inventado por un americano.

-Creo no gustar de los inventos americanos, Arthur. Estoy segura. He leído algunas novelas america­nas últimamente, y eran bastante disparatadas.

-¡Ah, pero esto no es dispara­tado en lo más mínimo, lady Clem! Le aseguro que es un remedio per­fecto. Debe prometer que lo va a probar -y lord Arthur sacó de su bolsillo la pequeña caja, y se la entregó.

-Bueno, la cajita es encantadora, Arthur. ¿De veras me la obsequias?, eres muy amable. ¿Y es ésta la me­dicina maravillosa? Parece un bon­bon. Me la tomaré ahora mismo.

-¡Cielo santo! ¡Lady Clem! -gri­tó lord Arthur deteniéndole la ma­no-, no debe hacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendo ese ardor de estómago, le puede hacer un daño terrible. Espere a tener un nuevo ataque, y entonces lo toma. Se que­dará sorprendida por los rápidos resultados.

-Me gustaría tomarlo ahora, replicó lady Clementina, soste­niendo contra la luz la pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante de aconitina-. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a los doctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mi próxima crisis.

-¿Y cuándo cree usted tenerla? -preguntó ansiosamente lord Ar­thur-. ¿Será pronto?

-Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muy mal. Pero una nunca sabe...

-¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque an­tes del fin de mes, lady Clem?

-Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Arthur! De veras, Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, porque esta noche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comen­ta los escándalos ni las novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostumbrada ahora, no podré man­tenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, y muchas gracias por esa me­dicina americana.

-¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? -dijo lord Arthur levantándose de su asiento.

-Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te es­cribiré para decirte si quiero más.

Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensación de inmenso alivio.

Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto se había visto envuelto en una situación terriblemente di­fícil, y de la cual ni el honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría que pos­ponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicados compromisos, pues no era un hom­bre libre. Le imploró que tuviese confianza en él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero la paciencia era necesaria.

La escena tuvo lugar en el inver­nadero de la casa de míster Merton, situada en Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybil nunca había pare­cido ser más feliz, y por un momen­to lord Arthur se sintió tentado de portarse como un cobarde, y escri­bir a lady Clementina que le devol­viera la píldora, y dejar que el ma­trimonio se realizase, como si en el mundo no existiese el tal míster Pod­gers. Sin embargo, su buen juicio se impuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos. Aquella belleza que es­tremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia. Pensó que des­trozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses de pla­cer, sería una mala acción.

Permaneció con Sybil hasta cer­ca de la medianoche, consolándola y consolándose él al mismo tiempo. Muy temprano, a la mañana siguien­te, salió rumbo a Venecia, después de haber escrito, en forma varonil, una carta muy caballerosa a míster Merton, explicándole el aplazamien­to necesario de su matrimonio.


CAPITULO IV

En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acaba­ba de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas deliciosas. En las maña­nas paseaban por el Lido, o se des­lizaban en su larga góndola negra, sobre los verdes canales; en las tar­des recibían a sus visitas en el yate; y en las noches cenaban en Florian y fumaban incontables cigarrillos en la Piazza. No obstante, lord Àr­thur no se sentía feliz. Todos los días leía atentamente la columna de defunciones en el Times, espe­rando encontrar la noticia de la muerte de lady Clem, pero también todos los días quedaba desilusiona­do. Empezó a temer que algún con­tratiempo le hubiese sobrevenido, y con frecuencia lamentaba el haberla disuadido de tomarse la aconitina en aquel momento en que se mostró tan decidida a probar sus efectos. Además, las cartas de Sybil, aunque llenas de expresiones de amor, de confianza y ternura, con frecuencia tenían un tono triste y a veces pen­saba que se había separado ya de ella para siempre.

Al término de dos semanas, lord Surbiton se cansó de Venecia, y de­cidió seguir la costa bajando hacia Rávena, pues había oído decir que abundaba la cacería de volátiles en Pinetum. Al pronto lord Arthur se negó rotundamente a acompañarle, pero Surbiton, a quien estimaba pro­fundamente, por fin le persuadió di­ciéndole que si se quedaba en Da­nielli solo, iba a caer muerto de tedio, y en la mañana del 15 comen­zaron a navegar con un fuerte vien­to que soplaba del noroeste y un mar bastante picado. La travesía fue excelente, y la vida en cubierta y al aire libre, hizo volver los colo­res a las mejillas de lord Arthur, pero ya cerca del día 22 comenzó a sentir ansiedad por no saber nada de lady Clementina, y a pesar de las objeciones que le hizo Surbiton, re­gresó a Venecia por tren.

Al salir de la góndola para poner pie sobre los escalones del hotel, el propietario salió a recibirle con un montón de telegramas. Lord Arthur casi los arrebató de su mano, abrién­dolos precipitadamente. Todo había sucedido con éxito completo. ¡Lady Clementina había muerto de repente en la noche del día 17!

Su primer pensamiento fue para Sybil, y en seguida le puso un tele­grama, anunciándole su regreso in­mediato a Londres. Entonces le or­denó a su ayuda de cámara que hi­ciese su equipaje para tenerlo listo y salir en el correo de la noche, se arregló con sus gondoleros pagán­doles el triple de la tarifa acostum­brada, y subió a sus habitaciones con paso ligero y un corazón ale­gre. Allí encontró tres cartas es­perándole. Una era de la misma Sybil, llena de comprensión afectuo­sa y dándole el pésame. Las otras eran de su madre, y del abogado de lady Clementina. Según parecía, la anciana señora cenó con la duquesa aquella misma noche, tuvo seduci­dos a todos por sus ocurrencias y su esprit, pero se había retirado a su casa, algo temprano, quejándose de ardor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su cama, aparentemente sin haber sufrido algún dolor. En seguida se había mandado llamar a sir Ma­thew Reid, pero, por supuesto, ya no había nada que hacer, e iba a ser sepultada el día 22 en Beau­champ Chalcote. Unos días antes de morir hizo su testamento, dejándole a lord Arthur. su pequeña casa de la calle Curzon, y todo su mobilia­rio, sus objetos personales y los cuadros, excepto su colección de miniaturas, que deberían pasar a po­der de su hermana, lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que había sido dedicado a Sybil Merton. El inmueble no valía gran cosa; pero míster Mansfield, el abo­gado, manifestaba un deseo extremo de que lord Arthur regresase, a ser posible, en seguida, pues había que liquidar muchas cuentas, y lady Cle­mentina nunca había llevado su con­tabilidad en forma ordenada.

Lord Arthur se sintió muy con movido al ver cómo lady Clemen­tina lo había recordado tan bonda­dosamente, y comprendía que míster Podgers era responsable por todo aquello. No obstante su amor por Sybil, domaba sobre cualquiera otra emoción, y el sentirse conscien­te de que había cumplido con su deber, le daba paz y le prestaba valor. Cuando llegó a Charing Cross, se sentía perfectamente feliz.

Los Merton le recibieron con gran amabilidad. Sybil le hizo prometer que ya nunca permitiría que algo se interpusiese entre ellos, y la boda se fijó para el 7 de junio. De nuevo le pareció la vida luminosa y bella, y su acostumbrado buen humor vol­vió a él.

Un día, sin embargo, mientras se encontraba en la casa de la calle Curzon, acompañado por el aboga­do de lady Clementina, y de Sybil, quemando paquetes de cartas borro­sas y vaciando cajones donde se fue­ron guardando cachivaches viejos y otras bagatelas, de pronto la joven lanzó una exclamación alegre.

-¿Qué has encontrado, Sybil? -dijo lord Arthur levantando la vista de su tarea y sonriendo.

-Esta encantadora bonbonnière, de plata, Arthur. ¿No es rara? Pa­rece holandesa. ¡Dámela! Sé que las amatistas no me favorecerán sino cuando haya pasado de los ochenta.

Era la caja que había contenido la cápsula de aconitina.

Lord Arthur se estremeció, y un ligero rubor cubrió sus mejillas.

Casi se había olvidado de lo que había hecho, y le pareció una extra­ña coincidencia que Sybil, por cuyo bien tuvo que pasar todas aque­llas terribles ansiedades, hubiese sido la primera en traérselas a la memoria.

-Por supuesto que puedes que­dártela. Yo se la regalé a lady Clem.

-¡Oh!, gracias Arthur; ¿y puedo también quedarme con el bombón? No sabía que a lady Clementina le gustasen los dulces. Creía que era demasiado intelectual.

Lord Arthur se puso intensamen­te pálido, y una idea horrible cruzó por su mente.

-¿Bombón, Sybil? ¿Qué dices? -murmuró en voz baja y ronca.

-Hay uno dentro; es todo. Pa­rece viejo, está cubierto de polvo y no me da la más mínima gana de comerlo. ¿Qué te pasa, Arthur? ¡Qué pálido estás!

La conmoción de aquel descubri­miento superaba sus fuerzas, y ti­rando la cápsula al fuego, se dejó caer en el sofá con un sollozo de desesperación.

CAPITULO V

Míster Merton se mostraba muy contrariado con este segundo apla­zamiento del matrimonio, y lady Ju­lia, que ya había encargado su ves­tido para la boda, hizo todo lo po­sible para que Sybil rompiese su compromiso. Pero aunque Sybil amaba profundamente a su madre, había entregado su vida en manos de lord Arthur, y nada de lo que lady Julia pudiese decir iba a hacer vacilar su fe hacia él. En cuanto a lord Arthur, fueron muchos los días que necesitó para reponerse de aque­lla terrible decepción, y por algún tiempo tuvo los nervios deshechos. Sin embargo, su excelente sentido común pronto se impuso, y su men­te sana y práctica no le dejó titu­bear por mucho tiempo acerca de lo que debería hacer. Ya que el ve­neno había sido un completo fra­caso, la dinamita, o cualquier otra forma de explosivo, era lo que de­bería probar.

En consecuencia, volvió a exami­nar la lista de amigos y parientes y, después de un cuidadoso examen, y de considerar detenidamente cada caso, llegó a la conclusión de volar a su tío, el deán de Chichester. Hombre de gran cultura y saber, te­nía una gran afición por los relojes, y era dueño de una magnífica colec­ción de esos contadores del tiempo, desde los más raros fabricados en el siglo xv, hasta los de nuestros días, y esto le pareció una excelente co­yuntura para llevar a cabo su plan. El dónde conseguir la máquina in­fernal, ya era otra cosa. La Guía de Londres no le proporcionó nin­guna información al respecto, y comprendía que de nada le iba a ser útil acudir a Scotland Yard en aquel sentido, pues parece que igno­raban todo lo concerniente a las actividades de los dinamiteros hasta que no ocurría una explosión, y aún así permanecían más o menos en la misma ignorancia.

De repente se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven raso, de gran­des tendencias revolucionarias, y a quien había conocido en casa de lady Windermere durante el invier­no. Según parece, el conde Rouva­loff se dedicaba a escribir una vida de Pedro el Grande, y había venido a Inglaterra con el fin de estudiar los documentos relacionados con la residencia del zar en aquel país, como carpintero de ribera; pero exis­tía la sospecha, muy generalizada, de que se trataba de un agente nihi­lista, e indudablemente la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que ése era el hombre que necesitaba para llevar a cabo sus propósitos, y una maîkana se dirigió a su alojamiento en Bloomsbury, para pedirle consejo y ayuda.

-¿Así es que usted está tomando en serio la política? -contestó el conde Rouvaloff, al terminar lord Arthur de explicarle el objeto de su visita.

Pero lord Arthur, que detestaba las baladronadas de cualquier cla­se que fuesen, se sintió obligado a declarar que en él no existía el me­nor interés por las cuestiones socia­les, y que simplemente deseaba un aparato explosivo para un asunto privado y familar, en el cual nadie estaba implicado más que él.

El conde Rouvaloff le miró por unos instantes con asombro y, en­tonces, viendo que la cosa iba en serio, escribió una dirección en un trozo de papel, puso sus iniciales, y se lo alargó por encima de la mesa.

-Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esta dirección, que­rido amigo.

-Pues no la obtendrán -dijo lord Arthur riendo-, y después de estrechar efusivamente la mano del joven ruso, bajó de prisa las escale­ras leyendo lo escrito en el papel e indicando al cochero que se diri­ese a la Plaza Soho. Al llegar allí o despidió y se fue caminando por la calle Greek, hasta llegar a una plazoleta llamada Bayle Court. Al pasar bajo la arcada se encontró en una especie de cul-de-sac, que apa­rentaba estar ocupado por una la­vandería francesa, pues de casa a casa, una verdadera red de cuerdas cargadas de ropa blanca se mecía, en el aire matinal. Fue caminando hasta el final del callejón, tocando en la puerta de una pequeña vivienda pin­tada de verde. Después de esperar un rato, durante el cual cada una de las ventanas se convertía en una masa informe de caras curiosas, la puerta le fue franqueada por un individuo de aire ordinario y extran­jero, que en mal inglés le preguntó qué era lo que se le ofrecía. Lord Arthur le hizo entrega del papel que el conde Rouvaloff le había dado, y el hombre, al terminar de exami­narlo, haciendo una reverencia, le introdujo a un cuarto del primer piso, destartalado y triste. Poco des­pués Herr Winckelkopf, como se le llamaba en Inglaterra, entró apresu­rado, con una servilleta al cuello, llena de manchas de vino, y un te­nedor en la mano izquierda.

-El conde Rouvaloff me ha en­tregado para usted estas líneas de presentación -dijo lord Arthur in­clinándose-. Y tengo gran interés en entrevistarme con usted para un negocio. Mi nombre es Smith, mís­ter Robert Smith, y quisiera que me vendiese un reloj de dinamita.

-Encantado de conocerle, lord Arthur -dijo el genial hombrecillo alemán, riendo-. No se alarme us­ted, es mi obligación el conocer a todo el mundo, y recuerdo haberle visto una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Gracia se encuentre bien. ¿No le importa sentarse conmigo mientras termino de desayunar? Hay un excelente pâté, y mis amigos son tan amables que dicen que mi vino del Rhin es mejor que cualquiera de los que be­ben en la embajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur se hubiese repuesto de su sorpresa por haber sido reconocido, se encontró sentado en la estancia del fondo, be­biendo el más delicioso Marcobru­ner, escanciado de un botellón don­de se destacaba el monograma im­perial; y hablando de la manera más amistosa con el famoso conspirador.

-Los relojes de dinamita -dijo Herr Winckelkopf- no son un buen artículo de exportación extranjera, ya que aun suponiendo que haya suerte en pasar las aduanas, el ser­vicio de ferrocarriles es tan irregular, que por lo general explotan antes de llegar a su destino. Pero, sin embargo, si usted lo que desea es para taso doméstico, le puedo pro­porcionar un excelente artículo, y garantizarle que los resultados ha­brán de satisfacerle. Pero, ¿puedo preguntarle para quién es? Si es para la policía o para alguien rela­cionado con Scotland Yard, me temo que no voy a poder ayudarle. Los detectives ingleses son nuestros me­jores amigos, y siempre he llegado a la conclusión de que tomando en cuenta su estupidez, siempre pode­mos hacer lo que queramos. No po­dría prescindir de ninguno de ellos.

-Le aseguro -dijo lord Ar­thur- que el asunto no tiene nada que ver con la policía. La verdad es que. el reloj está destinado al deán de Chichester.

-¡Vaya, vaya!, nunca pude ima­ginar que fuese usted tan exaltado en cuestiones religiosas. Hoy día pocos jóvenes se ocupan de eso.

-Creo que usted me sobreesti­ma, Herr Winckelkopf -replicó lord Arthur sonrojándose- y en verdad no sé nada de teología.

-Entonces, ¿se trata de un asun­to personal?

-Puramente personal.

Herr Winckelkopf se encogió de hombros, y abandonando la habi­tación, regresó al cabo de unos mi­nutos, trayendo un cartucho de di­namita, más o menos del tamaño de un centavo, en diámetro; y un pequeño reloj francés, muy bonito, rematado por una figura de la Li­bertad, pisoteando a la hidra del Despotismo.

La cara de lord Arthur se animó al verlo.

-¡Es justamente lo que quiero! -exclamó- y ahora dígame cómo se le hace funcionar.

-¡Ah!, ése es mi secreto -dijo Herr Winckelkopf, contemplando su invento con una mirada de orgu­llo muy justificado-; dígame cuan­do quiere que explote, y yo ajustaré el mecanismo para el momento exacto.

-Bueno..., hoy es martes, y si lo pudiese enviar en seguida...

-Eso no va a ser posible; tengo entre manos una gran cantidad de trabajos importantes para algunos amigos míos en Moscú. Sin embar­go, puedo enviárselo mañana.

-Está bien, habrá bastante tiem­po -respondió lord Arthur cortés­mente- si lo envía mañana en la noche, o el jueves por la mañana. Para el momento de la explosión... digamos, el viernes a mediodía exac­tamente. El deán siempre se encuen­tra en casa a esa hora.

-Viernes, a mediodía -repitió Herr Winckelkopf, y se puso a es­cribir una nota en un gran libro de registros, que estaba sobre un es­critorio, cerca de la chimenea.

-Y ahora -añadió lord Arthur levantándose de su asiento- le su­plico que me diga cuánto son sus h onorarios.

-Se trata de algo tan sin impor­tancia, lord Arthur, que sólo le cobrar„ el costo de cada uno de los elementos: la dinamita vale siete chelines con seis peniques; la ma­quinaria de relojería tres libras, y el porte unos cinco chelines. Me com­place muchísimo servir a cualquier amigo del conde Rouvaloff.

-Pero, ¿y la molestia que usted se ha tomado, Herr Winckelkopf?

-¡Oh, eso no es nada!, me da mucho gusto. Yo no trabajo por di­nero; yo vivo por completo para mi arte.

Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al alemán por su amabilidad, y habiendo lo­grado declinar una invitación para conocer a algunos anarquistas en un té-merienda al siguiente sábado, abandonó la casa y se dirigió al parque.

Durante los dos días siguientes se sentía en un estado de agitación terrible y el viernes, a las doce, fue al Buckingham para esperar noti­cias. Durante toda la tarde, el estó­lido ujier se la pasó entregando te­legramas de varias partes del país, dando los resultados de las carre­ras, informando sobre fallos de di­vorcios, el estado del tiempo y asun­tos por el estilo, mientras la cinta telegráfica proporcionaba detalles te­diosos acerca de la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes, y de un pánico pasajero, registrado en la Bolsa de Valores. A las cuatro de la tarde, llegaron los periódicos de la noche, y lord Arthur desapa­reció en la biblioteca, llevando con­sigo el Pall Mall, St. James Gazette, el Globe, y el Echo, provocando la indignación del coronel Goodchild, que deseaba leer los reportazgos so­bre un discurso que él había pro­nunciado durante la mañana en la Mansion House, sobre el asunto de las misiones en África del sur, y la conveniencia de contar con obispos negros en cada una de las provin­cias, pues por alguna desconocida razón, no se fiaba del Evetúng News. Ninguno de los periódicos, sin em­bargo, hacía mención, o daba algu­na noticia referente a Chichester, y lord Arthur presentía que el aten­tado seguramente había sido un fra­caso. Esto resultaba para él un gol­pe terrible, y sus nervios estaban tensos. Herr Winckelkopf, a quien fue a visitar al día siguiente, se vol­có en mil excusas rebuscadas, y se ofreció a conseguirle otro reloj gra­tis, o una caja de bombas de nitro­glicerina al precio de costo. Pero ya había perdido la fe en los explo­sivos, y el mismo Herr Winckel­kopf reconoció que todo estaba tan adulterado, hoy día, que hasta la dinamita era raro encontrarla pura. El alemancillo, no obstante, aun admitiendo que algo marchó mal en el mecanismo, todavía guardaba es­peranzas de que el reloj explotaría, y citó el caso de un barómetro que envió en cierta ocasión al goberna­dor militar de Odesa, el cual, aun habiendo sido puesto en la hora jus­ta para que explotase en diez días, no llegó a realizarlo sino tres me­ses después. Cierto era también, que cuando explotó, no logró más que volar en átomos a una sirvienta, ya que el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes, pero por lo menos demostró que la di­namita, como fuerza destructora, era, bajo el control de una maquinaria, un agente poderoso, aunque no siempre puntual. Lord Arthur se sintió un poco consolado con estas reflexiones; pero también aquí su destino fue la desilusión, pues dos días después, al subir las escaleras, la duquesa lo llamó a su saloncillo privado, para mostrarle una carta que había recibido de la rectoría.

-Jane escribe cartas encantado­ras -dijo la duquesa-; debes leer esta última. Es casi tan buena como las novelas que nos manda Mudie.

Lord Arthur la arrebató rápida­mente de sus manos. Decía lo si­guiente:
“Mi querida tía:
”Mil gracias por la franela que me has enviado para la Dorcas So­ciety, y también por el percal. Estoy de acuerdo contigo en que es una tontería eso de que quieran lucir cosas bonitas, hoy día todo el mun­do es tan radical e irreligioso, que es difícil hacerles comprender que no deben tratar de vestirse como la clase alta. Realmente no sé a dónde vamos a parar. Como dice papá, muchas veces en sus sermones, vi­vimos una época de descreimiento.
”No hemos divertido mucho con un reloj que un admirador anóni­mo le envió a papá el jueves pasa­do. Llegó de Londres, dentro de una caja de madera y con el porte pa­gado; y papá cree que lo ha envia­do alguien que ha debido leer su notable sermón: “¿Es la Licencia Li­bertad?”, porque sobre el reloj hay una figura de mujer con la cabeza cubierta, por lo que papá dice que es un goro de la Libertad. A mí no me parece nada favorecedor, pero papá dice que es un símbolo histó­rico; supongo que así es. Parker lo desempacó, y papá lo puso sobre la repisa de la chimenea, y cuando estábamos todos sentados en la bi­blioteca el viernes en la mañana, al momento de dar las doce, oímos un ruido como zumbido de alas, una pequeña bocanada de humo salió del pedestal, bajo la figura, ¡y la diosa de la libertad se cayó y se rompió la nariz en el borde de la parrilla! María se alarmó bastante, pero la cosa era tan divertida, que james y yo nos moríamos de risa, y hasta a papá le hizo gracia. Al exa­minarlo vimos que se trataba de una especie de despertador, y que si se le marcaba una hora, y se ponía un poco de pólvora y un ful­minante bajo el martillete, hacía un pequeño estallido en el momento que se quisiese. Papá dijo que no debería quedar en la biblioteca, pues hacía mucho ruido, así es que Reggie se lo llevó al salón de cla­ses, y todo el día se lo pasa hacien­do con él pequeñas explosiones. ¿No crees que le habría de gustar a Arthur tener uno- igual a éste como regalo de bodas? Deben estar muy de moda en Londres. Papá dice que harían un gran bien, pues de­muestran que la Libetard no puede durar, sino que debe sucumbir. Tam­bién dice papá que la Libertad se inventó en tiempo de la Revolución Francesa. ¡Me parece horrible!
”Tengo que ir ahora a la reunión de la Dorcas Society, donde leeré tu carta, que resulta ser muy ins­tructiva. ¡Qué cierta es tu opinión, querida tía, que dada la clase a que pertenecen, no deberían ponerse co­sas que no les caen bien; y me pa­rece, además, que su preocupación por el traje es absurda, cuando exis­ten tantas cosas que son más impor­tantes en este mundo y en el otro. Me da mucho gusto saber que la popelina floreada te haya salido tan buena, y que tu encaje no se rompie­se. El miércoles voy a lucir, en la reunión del obispo, el vestido de satín amarillo que tuviste la amabi­lidad de regalarme; creo que se verá bien. ¿No tiene usted lazos, tía? Jennings dice que todo el mundo lleva ahora lazos, y que las enaguas deben teneú'volantes. Reggie acaba de hacer otra explosión, y papá ha ordenado que se lleven el reloj al establo. Creo que a papá ya no le gusta tanto como le gustó al prin­cipio, aunque sí se siente muy hala­gado de que le hayan enviado un juguete tan ingenioso. Esto demues­tra que la gente lee sus sermones y que sacan provecho de ellos.
”Papá te envía todo su cariño al cual se unen lames, Reggie y Ma­ría, con la esperanza de que tío Ce­cil esté mejorado de la gota. Créeme siempre, tía querida, tu amante so­brina,

JANE PERCY.

PS. Infórmame acerca de los -la­zos. Jennings insiste en decir que son la última moda.”

El aspecto de lord Arthur era tan serio y triste al terminar de leer la carta, que la duquesa comenzó a reír.

-¡Mi querido Arthur! -excla­mó-, ¡ya no volveré a enseñarte cartas de ninguna joven!, pero, ¿qué le contesto sobre lo del reloj? Me parece un invento muy impor­tante; creo que me gustaría tener uno.

-Pues yo no creo mucho en ellos -replicó lord Arthur con una son­risa melancólica, y después de be­sar a su madre, salió de la al­coba.

Al llegar a su habitación en el piso alto se dejó caer en un sofá, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Había hecho todo lo posible por co­meter aquel asesinato, pero en am­bas ocasiones fue un fracaso, y des­de luego no por culpa suya. Estaba empeñado en cumplir con su deber, pero al parecer el destino le había traicionado. Se sentía deprimido por una sensación de esterilidad en sus buenas intenciones y por la inefi­cacia de sus esfuerzos en tratar de llevar a cabo un acto honrado. Qui­zá fuese mejor romper definitiva­mente su compromiso de matrimo­nio. Sybil iba a sufrir, es cierto, pero el sufrimiento no podría, en reali­dad, inutilizar para siempre una na­turaleza tan noble como la de ella. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre habrá guerras en las cua­les un hombre puede morir, una causa por la cual un hombre puede ofrecer su vida, y como la vida no le brindaba ya ningún aliciente, tampoco el morir le causaba terror. Sería mejor dejar que el destino de­terminase su suerte. Él no iba a hacer nada por modificarlo.

A las siete y media se vistió y fue al club. Surbiton estaba allí con un grupo de amigos, y se vio obli­gado a cenar con ellos. Su charla trivial y sus bromas tontas no le interesaban, y tan pronto como sir­vieron el café, pretextando un com­promiso anterior, abandonó su com­pañía. Al salir del club, el ujier le entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf, pidiéndole que le visi­tase al día siguiente, para mostrar­le un paraguas explosivo, que ope­raba en el momento de abrirse. Era el último invento, y acababa de lle­gar de Génova. Rompió la carta en pedacitos. Estaba decidido a no re­currir ya más a nuevos experimen­tos.

Estuvo caminando a lo largo del parapeto del Támesis, y por mu­cho rato descansó sentado a la orilla del río. La luna se asomaba sobre las crestas de las nubes oscuras, como el ojo de un león, e innumera­bles estrellas brillaban en la bóve­da celeste como oro espolvoreado en una cúpula. De vez en cuando un lanchón se deslizaba sobre las aguas cenagosas, siguiendo la co­rriente río abajo, y las señales de los ferrocarriles cambiaban de ver­de a rojo mientras los trenes corrían silbando sobre los puentes. Poco tiempo después se oyeron las doce desde la alta torre de Westminster, y a cada toque de su sonora cam­panada, la noche parecía estreme­cerse.

Más tarde desaparecieron las lu­ces de los ferrocarriles, Y sólo que­dó brillando un farol solitario, como un gran rubí sostenido por un poste gigantesco, y el rumor de la ciudad se fue desvaneciendo.

Al dar las dos, lord Arthur se puso en pie y fue caminando hacia Blackfriars.

¡Encontraba todo tan irreal como si fuese un sueño extraño! Las ca­sas en la orilla opuesta parecían surgir de las tinieblas. Se podría decir que la plata y las sombras daban forma a un nuevo mundo. La gran cúpula de San Pablo flotaba como un enbrme globo en la atmós­fera oscura.

Al acercarse a la Aguja de Cleo­patra, vislumbró a un hombre apo­yado en el parapeto; ya cerca de él, aquel individuo levantó la cabeza y la luz de gas cayó de lleno en su cara.

¡Era míster Podgers, el quiromán­tico!, no cabía equivocarse ante aquella cara regordeta y fofa, los anteojos de montura dorada, la débil sonrisa enfermiza, la boca sensual.

Lord Arthur se detuvo, una idea luminosa vino a su mente, y des­lizándose con pasos cautos a su es­palda, en un instante tuvo sujeto por ambas piernas a míster Podgers y le arrojó al Támesis. Se pudo es­cuchar un soez juramento y el ruido del chapotear en las aguas; después todo quedó en silencio. Lord Arthur miraba con ansia la superficie de las aguas, pero no pudo descubrir al' quiromántico, sino el sombrero de copa haciendo piruetas sobre un remolino de agua iluminado por la luna. A los pocos minutos también el sombrero se hundió, y no queda­ba ya ninguna huella visible de mís­ter Podgers. Por un momento su imaginación le hizo ver una silueta deforme que subía la escalera del puente, y la espantosa sensación de un nuevo fracaso le invadió; pero sólo se trataba de un reflejo, y al salir dé nuevo la luna de entre las nubes, todo estaba tranquilo. Por fin empezaba a creer que había rea­lizado la sentencia del destino, lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil vino a sus labios.

-¿Se le ha caído algo, señor? -dijo de repente una voz a su es­palda.

Se volvió sobresaltado; era un policía con una linterna sorda en la mano.

-Nada importante, sargento -repuso sonriente, y deteniendo un coche que pasaba por allí, dijo al cochero que lo llevase a la Plaza Belgrave.

Durante los días siguientes pasa­ba de la esperanza al temor. Hubo momentos en que casi le parecía que míster Podgers iba a entrar al cuarto, y en el instante siguiente quedaba convencido de que el des­tino no podía ser tan injusto hacia él. Por dos veces fue a la casa del quiromántico en la calle West Moon, pero le faltó valor para to­car el timbre. Deseaba estar cierto de lo ocurrido, y al mismo tiempo el temor no le dejaba actuar.

Al fin el momento había llegado. Estaba en el salón de fumar del club, tomando té y oyendo, bastan­te aburrido, los comentarios de Sur­biton a la última canción humorís­tica estrenada en el Gaiety, cuando entró el camarero con los periódicos de la noche. Lord Arthur, tomando al azar la St. James Gazette, co­menzaba a volver distraídamente las páginas, cuando de pronto un sor­prendente encabezado cayó bajo sus ojos:
“SUICIDIO DE UN QUIROMÁNTICO”

Se puso pálido de emoción, y co­menzó a leer. La pequeña noticia decía lo siguiente:
“Ayer en la mañana, a la siete, el cuerpo de míster Septimus R. Podgers, eminente quiromántico, fue arrojado por las aguas a las orillas de Green­wich, frente al hotel Ship. El desgra­ciado señor había sido echado de me­nos durante varios días, y una gran ansiedad se había dejado sentir en los círculos quirománticos. Parece ser que se suicidó bajo el influjo de una depre­sión mental pasajera, causada por ex­ceso de trabajo, y el veredicto concer­niente a este caso fue entregado esta tarde por los médicos forenses. Míster Podgers acababa de terminar un exten­so tratado sobre el tema de la mano humana, que será publicado en fecha próxima y que indudablemente habrá de atraer la atención de un gran pú­blico. El difunto tenía 65 años, y no parece que haya dejado parientes.”

Lord Arthur salió precipitada­mente del club con el periódico aún en la mano, y provocando el asom­bro del ujier que en vano quiso de­tenerle.

Sin perder momento fue a Párk Lane. Sybil le vio venir desde la ven­tana y tuvo el presentimiento de que traía buenas noticias. Bajó co­rriendo a recibirle, y al mirarle a la cara comprendió que todo marcha­ba bien.

-¡Mi querida Sybil! -gritó­¡casémonos mañana!

-¡Locuelo! ¡Pero si el pastel ni siquiera ha sido encargado! -excla­mó Sybil riendo entre lágrimas.


CAPITULO VI

Cuando se consumó la boda, tres semanas más tarde, St. Peter estaba lleno de gente distinguida y elegan­te. La ceremonia fue solemne y las palabras rituales leídas con un acen­to impresionante por el deán de Chichester, y todos estuvieron de acuerdo al admitir que nunca ha­bían visto una pareja más hermosa que la que formaban el novio y la novia. Aún más que bellos, se veían felices. Ni por un solo instante lord Arthur lamentó todo lo que había tenido que sufrir en bien de Sybil, mientras ella, por su parte, le entre­gó lo mejor que una mujer puede entregar a un hombre: adoración, ternura y amor. Para ellos la reali­dad no mató el romance. Siempre se sintieron jóvenes.

Algunos años después, cuando dos preciosos niños les habían nacido, lady Windermere vino a Alton Prio­ry para visitarles; era un lugar en­cantador; fue el regalo de bodas que el duque hizo a su hijo; y una tar­de, mientras estaba sentada en el jardín, con lady Arthur, bajo un limonero, viendo jugar a los niños en la rosaleda, como si fuesen dan­zantes rayos de sol, tomó de repen­te la mano de su anfitriona y le dijo:

-Sybil, ¿eres feliz?

-Por supuesto, lady Winder­mere, soy muy feliz. ¿Usted no lo es?

-No tengo tiempo para serlo, Sybil. Siempre me gusta la última persona que me presentan; pero por lo general, tan pronto como conoz­co a las personas, me canso de ellas.

-¿Qué ya no le satisfacen sus leones, lady Windermere?

-¡Ah, querida, ya no! Los leo­nes son útiles sólo por una tempo­rada; tan pronto como se les priva de sus manes, se vuelven los seres más insípidos de la existencia. ¿Re­cuerdas aquel horroroso míster Pod­gers? Era un atroz impostor. Por supuesto que a mí eso no me impor­taba gran cosa, y cuando me pedía dinero prestado, se lo perdonaba, pero no podía soportar que me hi­ciese el amor. La verdad es que me hizo odiar la quiromancia. Ahora creo en la telepatía. Es mucho más divertida.

-Pues lo que es aquí, no debe usted decir nada contra la quiro­mancia, lady Windermere; es el úni­co tema sobre el cual Arthur no per­mite que se burle nadie. Le aseguro que se lo toma muy en serio.

-No vayas a decirme que él cree en eso, Sybil.

-Pregúnteselo, lady Windermere, aquí llega.

Y lord Arthur se acercó llevan­do en las manos un gran ramo de rosas amarillas y sus dos hijos dan zando a su alrededor.

-Lord Arthur...

-Sí, lady Windermere...

-De verdad, ¿cree usted en la quiromancia?

-Claro que sí -dijo el joven, sonriendo.

-Pero, por qué?

-Porque a ella debo toda la fe­licidad de mi vida -murmuró de­jándose caer en un sillón de mim­bre.

-Mi querido lord Arthur, ¿qué es lo que le debe?

-A Sybil -respondió alargan­do- el ramo de rosas a su esposa, mirándose dentro de sus ojos vio­láceos.

-¡Qué tontería! -exclamó lady Windermere-. ¡Nunca en toda mi vida había oído semejante ton­tería!

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