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Entremés de la Cueva Satamanca

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Cervantes atesora una gran experiencia, rica en conocimientos sobre gentes, lugares y situaciones, su vida y su obra reflejan el proceso de maduración profunda, en todos los sentidos, de un hombre entregado a sus ideales, primero militares y luego literarios, con ahínco admirables. La vida le ofreció la cara adversa; pero este mismo hecho posibilitó la más grande obra de nuestra literatura.
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(Salen PANCRACIO, LEONARDAy CRISTINA.)

PANCRACIO. Enjugad, señora, esas lágrimas, y poned pausa a vuestros suspiros, considerando que cuatro días de ausencia no son siglos. Yo volveré, a lo más largo, a los cinco, si Dios no me quita la vida; aunque será mejor, por no turbar la vuestra, romper mi palabra y dejar esta jornada, que sin mi presencia se podrá casar mi hermana.

LEONARDA. No quiero yo, mi Pancracio y mi señor, que por respeto mío vos parezcáis descortés. Id en hora buena, y cumplid con vuestras obligaciones, pues las que os llevan son precisas, que yo me apretaré con mi llaga, y pasaré mi soledad lo menos mal que pudiere. Sólo os encargo la vuelta, y que no paséis del término que habéis puesto. -¡Tenme, Cristina, que se me aprieta el corazón!

(Desmáyase LEONARDA.)

CRISTINA. ¡Oh, que bien hayan las bodas y las fiestas! En ver­dad, señor, que, si yo fuera vuestra merced, que nunca allá fuera.

PANCRACIO. Entra, hija, por un vidro de agua para echársela en el rostro. Mas espera; diréle unas palabras que sé al oído, que tienen virtud para hacer volver de los desmayos.

(Dicele las palabras; vuelve LEONARDA diciendo.)

LEONARDA. Basta; ello ha de ser forzoso; no hay sino tener pa­ciencia, bien mío; cuanto más os detuviéredes, más dilatáis mi conten­to. Vuestro compadre Leoniso os debe de aguardar ya en el coche. Andad con Dios: que él os vuelva tan presto y tan bueno como yo deseo.

PANCRACIO. Mi ángel, si gustas que me quede, no me moveré de aquí más que una estatua.

LEONARDA. No, no, descanso mío; que mi gusto está en el vuestro; y, por agora, más que os váis que no os quedéis, pues es vues­tra honra la mía.

CRISTINA. ¡Oh espejo del matrimonio! A fe que si todas las ca­sadas quisiesen tanto a sus maridos como mi señora Leonarda quiere al suyo, que otro gallo les cantase.

LEONARDA. Entra, Cristinica, y saca mi manto, que quiero acompañar a tu señor hasta dejarle en el coche.

PANCRACIO. No, por mi amor; abrazadme, y quedaos, por vida mia.-Cristinica, ten cuenta de regalar a tu señora, que yo te mando un calzado cuando vuelva, como tú le quisieres.

CRISTINA. Vaya, señor, y no lleve pena de mi señora, porque la pienso persuadir de manera a que nos holguemos, que no imagine en la falta que vuestra merced le ha de hacer.

LEONARDA. ¿Holgar yo? ¡Qué bien estás en la cuenta, niña! Porque, ausente de mi gusto, no se hicieron los placeres ni las glorias para mi; penas y dolores, si.

PANCRACIO. Ya no lo puedo sufrir. Quedad en paz, lumbre destos ojos, los cuales no verán cosa que les dé placer hasta volveros a ver.

(Entrase PANCRACIO.)

LEONARDA. ¡Allá darás, rayo, en casa de Ana Diaz! ¡Vayas, y no vuelvas! La ida del humo. ¡Por Dios, que esta vez no os han de valer vuestras valentias ni vuestros recatos!

CRISTINA. Mil veces temi que con tus estremos habias de estor­bar su partida y nuestros contentos.

LEONARDA. ¿Si vendrán esta noche los que esperamos?

CRISTINA. ¿Pues no? Ya los tengo avisados, y ellos están tan en ello, que esta tarde enviaron con la lavandera, nuestra secretaria, como que eran paños, una canasta de colar, llena de mil regalos y de cosas de comer, que no parece sino uno de los serones que da el rey el Jueves Santo a sus pobres; sino que la canasta es de Pascua, porque hay en ella empanadas, fiambreras, manjar blanco, y dos capones que aun no están acabados de pelar, y todo género de fruta de la que hay ahora; y, sobre todo, una bota de hasta una arroba de vino de lo de una oreja, que huele que traciende.

LEONARDA. Es muy cumplido, y lo fue siempre, mi Reponce, sacristán de las telas de mis entrañas.

CRISTINA. ¿Pues qué le falta a mi maese Nicolás, barbero de mis hígados y navaja de mis pesadumbres, que así me las rapa y quita cuando le veo, como si nunca las hubiera tenido?

LEONARDA. ¿Pusiste la canasta en cobro?

CRISTINA. En la cocina la tengo, cubierta con un cernadero, por el disimulo.

(Llama a la puerta el ESTUDIANTE CARRAOLANO, y, en llaman­do, sin esperar que le respondan, entra.)

LEONARDA. Cristina, mira quién llama.

ESTUDIANTE. Señoras, soy yo, un pobre estudiante.

CRISTINA. Bien se os parece que sois pobre y estudiante, pues lo uno muestra vuestro vestido , y el ser pobre vuestro atrevimiento. ¡ Co­sa estraña es ésta, que no hay pobre que espere a que le saquen la li­mosna a la puerta, sino que se entran en las casas hasta el último rincón, sin mirar si despiertan a quien duerme, o si no!

ESTUDIANTE. Otra más blanda respuesta esperaba yo de la bue­na gracia de vuestra merced; cuanto más que yo no quería ni buscaba otra limosna, sino alguna caballeriza o pajar donde defenderme esta noche de las inclemencias del cielo, que, según se me trasluce, parece que con grandísimo rigor a la tierra amenazan.

LEONARDA. ¿Y de dónde bueno Sois, amigo?

ESTUDIANTE. Salmantino soy, señora mía; quiero decir que soy de Salamanca. Iba a Roma con un tío mío, el cual murió en el camino, en el corazón de Francia. Vine solo; determiné volverme a mi tierra:

robáronme los lacayos o compañeros de Roque Guinarde en Cataluña, porque él estaba ausente; que, a estar allí, no consintiera que se me hiciera agravio, porque es muy cortés y comedido, y además limosne­ro. llame tomado a estas santas puertas la noche, que por tales las juzgo, y busco mi remedio.

LEONARDA. ¡En verdad, Cristina, que me ha movido a lástima el estudiante! CRISTINA. Ya me tiene a mí rasgadas las entrañas. Tengámosle en casa esta noche, pues de las sobras del castillo se podrá mantener el real; quiero decir, que en las reliquias de la canasta habrá en quien adore su hambre; y más, que me ayudará a pelar la volatería que viene en la cesta.

LEONARDA. ¿Pues cómo, Cristina, quieres que metamos en nuestra casa testigos de nuestras liviandades?

CRISTINA. Así tiene él talle de hablar por el colodrillo, como por la boca. -Venga acá, amigo: ¿sabe pelar?

ESTUDIANTE. ¿Cómo si sé pelar? No entiendo eso de saber pe­lar, si no es que quiere vuesa merced motej arme de pelón; que no hay para qué, pues yo me confieso por el mayor pelón del mundo.

CRISTINA. No lo digo yo por eso, en mí ánima, sino por saber si sabía pelar dos o tres pares de capones.

ESTUDIANTE. Lo que sabré responder es que yo, señoras, por la gracia de Dios, soy graduado de bachiller por Salamanca, y no digo...

LEONARDA. Desa manera, ¿quién duda sino que sabrá pelar no sólo capones, sino gansos y avutardas? Y, en esto del guardar secreto, ¿cómo le va? Y, a dicha, es tentado de decir todo lo que vee, imagina o siente?

ESTUDIANTE. Así pueden matar delante de mí más hombres que carneros en el Rastro, que yo desplegue mis labios para decir pala­bra alguna.

CRISTINA. Pues atúrese esa boca, y cósase esa lengua con una agujeta de dos cabos, y amuélese esos dientes, y éntrese con nosotras, y verá misterios y cenará maravillas, y podrá medir en un pajar los pies que quisiere para su cama.

ESTUDIANTE. Con siete tendré demasiado: que no soy nada co­dicioso ni regalado.

(Entran el SACRISTÁN. REPONCE y el BARBERO.)

SACRISTÁN. ¡Oh, que en hora buena estén los automedones y guías de los carros de nuestros gustos, las luces de nuestras tinieblas, y las dos recíprocas voluntades que sirven de basas y colunas a la amoro­sa fábrica de nuestros deseos!

LEONARDA. ¡Esto sólo me enfada défi Reponce mío: habla, por tu vida, a lo moderno y de modo que te entienda, y no te encarames donde no te alcance.

BARBERO. Eso tengo yo bueno, que hablo más llano que una suela de zapato; pan por vino y vino por pan, o como suele decirse.

SACRISTÁN. Sí, que diferencia ha de haber de un sacristán gra­mático a un barbero romancista.

CRISTINA. Para lo que yo he menester a mi barbero, tanto latín sabe, y aun más, que supo Antonio de Nebrija. Y no se dispute agora de ciencia ni de modos de hablar; que cada uno habla, si no como debe, a lo menos como sabe; y entrémonos, y manos a la labor, que hay mu­cho que hacer.

ESTUDIANTE. Y mucho que pelar.

SACRISTÁN. ¿Quién es este buen hombre?

LEONARDA. Un pobre estudiante salamanqueso que pide alber­go para esta noche.

SACRISTÁN. Yo le daré un par de reales para cena y para lecho, y váyase con Dios.

ESTUDIANTE. Señor sacristán Reponce, recibo y agradezco la merced y la limosna; pero yo soy mudo, y pelón además, como lo ha menester esta señora doncella que me tiene convidado; y voto a... de no irme esta noche desta casa, si todo el mundo me lo manda. Confiese vuestra merced mucho de enhoramala de un hombre de mis prendas que se contenta de dormir en un pajar; y si lo han por sus capones, péleselos el Turco y cómanselos ellos, y nunca del cuero les salgan.

BARBERO. Éste más parece rufián que pobre; talle tiene de al­zarse con toda la casa.

CRISTINA. No medre yo, si no me contenta el brío. Entrémonos todos, y demos orden en lo que se ha de hacer; que el pobre pelará y callará como en misa.

ESTUDIANTE. Y aun como en vísperas.

SACRISTÁN. Puesto me ha miedo el pobre estudiante; yo aposta­ré que sabe más latín que yo.

LEONARDA. De ahi le deben de nacer los brios que tiene; pero no te pese, amigo, de hacer caridad, que vale para todas las cosas.

(Éntranse todos, y salen LEONISO, compadre de Pancracio, y

PANCRACIO.)

COMPADRE. Luego lo vi yo que nos habia de faltar la rueda. No hay cochero que no sea temático; si él rodeara un poco y salvara aquel barranco, ya estuviéramos dos leguas de aqui.

PANCRACIO. A mi no se me da nada; que antes gusto de vol­verme y pasar esta noche con mi esposa Leonarda, que en la venta; porque la dejé esta tarde casi para espirar, del sentimiento de mi parti­da.

COMPADRE. ¡Gran mujer! De buena os ha dado el cielo, señor compadre. Dadle gracias por ello.

PANCRACIO. Yo se las doy como puedo, y no como debo; no hay Lucrecia que se le llegue, ni Porcia que se le iguale: la honestidad y el recogimiento han hecho en ella su morada.

COMPADRE. Si la mia no fuera celosa, no tenia yo más que de­sear. Por esta calle está más cerca mi casa: tomad, compadre, por éstas, y estaréis presto en la vuestra; y veámonos mañana, que no me faltará coche para la jornada. Adiós.

PANCRACIO. Adiós.

(Éntranse los dos.)

(Vuelven a salir el SACRISTÁN. y el BARBERO, con sus guitarras; LEONARDA, CRISTINA y el ESTUDIANTE. Sale el Sacristán con

lasotana alzada y ceñida al cuerpo, danzando al son de su misma guitarra; y, a cada cabriola, vaya diciendo estas palabras.)

SACRISTÁN. ¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor! CRISTINA. Señor sacristán Reponce, no es éste tiempo de dan­zar; dése orden en cenar, y en las demás cosas, y quédense las danzas para mejor coyuntura.

SACRISTÁN. ¡Linda noche, lindo rato, linda cena y lindo amor! LEONARDA. Déj ale, Cristina; que en estremo gusto de ver su

agilidad.

(Llama PANCRACIO a la puerta, y dice.)

PANCRACIO. Gente dormida, ¿no ois? ¡Cómo! ¿Y tan temprano tenéis atrancada la puerta? Los recatos de mi Leonarda deben de andar por aqui.

LEONARDA. ¡Ay, desdichada! A la voz, y a los golpes, mi mari­do Pancracio es éste; algo le debe de haber sucedido, pues él se vuelve. Señores, a recogerse a la carbonera: digo al desván, donde está el car­bón.-Corre, Cristina, y llévalos; que yo entretendré a Pancracio de modo que tengas lugar para todo.

ESTUDIANTE. ¡Fea noche, amargo rato, mala cena y peor amor!

CRISTINA. ¡Gentil relente, por cierto! ¡Ea, vengan todos!

PANCRACIO. ¿Qué diablo es esto? ¿Cómo no me abris, lirones?

ESTUDIANTE. Es el toque, que yo no quiero coner la suerte destos señores. Escóndanse ellos donde quisieren, y llévenme a mi al pajar, que si alli me hallan, antes pareceré pobre que adúltero.

CRISTINA. Caminen, que se hunde la casa a golpes.

SACRISTÁN. El alma llevo en los dientes.

BARBERO. Y yo en los carcañares.

(Entranse todos y asómase LEONARDA a la ventana.)

LEONARDA. ¿Quién está ahi? ¿Quién llama?

PANCRACIO. Tu marido soy, Leonarda mia; ábreme, que ha media hora que estoy rompiendo a golpes estas puertas.

LEONARDA. En la voz, bien me parece a mi que oigo a mi cepo Pancracio; pero la voz de un gallo se parece a la de otro gallo, y no me aseguro.

PANCRACIO. ¡Oh recato inaudito de mujer prudente! Que yo soy, vida mia, tu marido Pancracio. Ábreme con toda seguridad.

LEONARDA. Venga acá, yo lo veré agora. ¿Qué hice yo cuando él se partió esta tarde?

PANCRACIO. Suspiraste, lloraste y al cabo te desmayaste.

LEONARDA. Verdad; pero, con todo esto, digame: ¿qué señales tengo yo en uno de mis hombros?

PANCRACIO. En el izquierdo tienes un lunar del grandor de me­dio real, con tres cabellos como tres mil hebras de oro.

LEONARDA. Verdad; pero, ¿cómo se llama la doncella de casa?

PANCRACIO. ¡Ea, boba, no seas enfadosa: Cristinica se llama! ¿Qué más quieres?

LEONARDA ¡Cristinica, Cristinica, tu señor es; ábrele, niña!

CRISTINA. Ya voy señora; que él sea muy bien venido. -c,Qué es esto, señor de mi alma? ¿Qué acelerada vuelta es ésta?

LEONARDA. ¡Ay, bien mio! Decídnoslo presto, que el temor de algún mal suceso me tiene ya sin pulsos.

PANCRACIO. No ha sido otra cosa sino que en un bananco se quebró la rueda del coche, y mi compadre y yo determinamos volve­mos, y no pasar la noche en el campo; y mañana buscaremos en qué ir, pues hay tiempo. Pero ¿qué voces hay?

(Dentro, y como de muy lejos, diga el ESTUDIANTE.)

ESTUDIANTE. ¡Abranme aquí, señores, que me ahogo!

PANCRACIO. ¿Es en casa o en la calle?

CRISTINA. Que me maten si no es el pobre estudiante que ence-né en el pajar para que durmiese esta noche.

PANCRACIO. ¿Estudiante encerrado en mi casa, y en ausencia? ¡Malo! En verdad, señora, que si no me tuviera asegurado vuestra mucha bondad, que me causara algún recelo este encerramiento. Pero ve, Cristina, y ábrele; que se le debe de haber caído toda la paja acues­tas.

CRISTINA. Ya voy. [ Vase.]

LEONARDA. Señor, que es un pobre salamanqueso que pidió que le acogiésemos esta noche, por amor de Dios, aunque fuese en el pajar; y ya sabes mi condición, quer no puedo negar nada de lo que se me pide, y encerrámosle; pero veile aquí, y mirad cuál sale.

(Sale el ESTUDIANTE y CRISTINA; él lleno de paja

las barbas, cabeza y vestido.)

ESTUDIANTE. Si yo no tuviera tanto miedo y fuera menos escrupuloso, yo hubiera excusado el peligro de ahogarme en el pajar, y hubiera cenado mejor, y tenido más blanda y menos peligrosa cama.

PANCRASIO. ¿Y quién os había de dar, amigo, mejor cena y mejor cama?

ESTUDIANTE. ¿Quién? Mi habilidad, sino que el temor de la justicia me tiene atadas las manos.

PANCRACIO. ¡Peligrosa habilidad debe de ser la vuestra, pues os teméis de la justicia!

ESTUDIANTE. La ciencia que aprendí en la Cueva de Salaman­ca, de donde yo soy natural, si se dejara usar sin miedo de la Santa Inquisición, yo sé que cenara y recenara a costa de mis herederos; y aun quizá no estoy muy fuera de usalla, siquiera por esta vez, donde la necesidad me fuerza y me disculpa; pero no sé yo si estas señoras serán tan secretas como yo lo he sido.

PANCRACIO. No se cure dellas, amigo, sino haga lo que quisie­re, que yo les haré que callen; y ya deseo en todo estremo ver alguna destas cosas que dice que se aprenden en la Cueva de Salamanca.

ESTUDIANTE. ¿No se contentará vuestra merced con que le sa­que de aquí dos demonios en figuras humanas, que traigan acuestas una canasta llena de cosas fiambres y comederas?

LEONARDA. ¿Demonios en mi casa y en mi presencia? ¡Jesús! Librada sea yo de lo que librarme no sé.

CRISTINA. ¡El mismo diablo tiene el estudiante en el cuerpo! ¡ Plega a Dios que vaya a buen viento esta parva! ¡ Temblándome está el corazón en el pecho!

PANCRACIO. Ahora bien: si ha de ser sin peligro y sin espantos, yo me holgaré de ver esos señores demonios y a la canasta de las fiam­breras; y tomo a advertir que las figuras no sean espantosas.

ESTUDIANTE. Digo que saldrán en figura del sacristán de la pa­noquia y en la de un barbero su amigo.

CRISTINA. ¿Mas que lo dice por el sacristán Reponce y por mae­se Roque, el barbero de casa? ¡Desdichados dellos, que se han de ver convertidos en diablos! Y dígame, hermano, ¿y éstos han de ser diablos bautizados?

ESTUDIANTE. ¡Gentil novedad! ¿Adónde diablos hay diablos bautizados, o para qué se han de bautizar los diablos? Aunque podrá ser que éstos lo fuesen, porque no hay regla sin excepción; y apártense, y verán maravillas.

LEONARDA. [Aparte.] ¡Ay, sin ventura! ¡Aquí se descose! ¡Aquí salen nuestras maldades a plaza! ¡Aquí soy muerta!

CRISTINA. [Aparte.] ¡Animo, señora, que buen corazón que­branta mala ventura!

ESTUDIANTE.Vosotros, mezquinos, que en la carbonera

Hallaste s amparo a vuestra desgracia,

Salid, y en los hombros, con priesa y con gra­cia,

Sacad la canasta de la fiambrera.

No me incitáis a que de otra manera

Más dura os conjure. Salid; ¿qué esperáis?

Mirad que si a dicha el salir rehusáis,

Tendrá mal suceso mi nueva quimera.

Hora bien: yo sé cómo me tengo de haber con estos demonicos humanos: quiero entrar allá dentro, y a solas hacer un conjuro tan fuerte, que los haga salir más que de paso; aunque la calidad destos demonios, más está en sabellos aconsejar que en conjurallos. (Entrase el ESTUDIANTE.)

PANCRACIO. Yo digo que si éste sale con lo que ha dicho, que será la cosa más nueva y más rara que se haya visto en el mundo. LEONARDA. Sí saldrá, ¿quién lo duda? ¿Pues habíanos de enga­ñar?

CRISTINA. Ruido anda allá dentro; yo apostaré que los saca. Pero vee aquí do vuelve con los demonios y el apatusco de la canasta. (Salen el ESTUDIANTE, el SACRISTÁN. y el BARBERO.) LEONARDA. ¡Jesús! ¡Qué parecidos son los de la carga al sacristán Reponce y al barbero de la plazuela!

CRISTINA. Mirá, señora, que donde hay demonios no se ha de decir Jesús.

SACRISTÁN. Digan lo que quisieren; que nosotros somos como los penos del herrero, que dormimos al son de las martilladas; ninguna cosa nos espanta ni turba.

LEONARDA. Lléguense a que yo coma de lo que viene de la ca­nasta; no tomen menos.

ESTUDIANTE. Yo haré la salva y comenzaré por el vino. (Bebe.) ¡Bueno es! ¿es de Esquivias, señor sacridiablo? SACRISTÁN. De Esquivias es, juro a...

ESTUDIANTE. Téngase, por vida suya, y no pase adelante. ¡Ami-guito soy yo de diablos juradores! Demonico, demonico, aquí no venimos a hacer pecados mortales, sino a pasar una hora de pasa­tiempo, y cenar, y irnos con Cristo.

CRISTINA. ¿Y éstos, han de cenar con nosotros? PANCRACIO. Sí, que los diablos no comen. BARBERO. Sí comen algunos, pero no todos, y nosotros somos de los que comen.

CRISTINA. ¡Ay, señores! Quédense acá los pobres diablos, pues han traído la cena; que sería poca cortesía dejarlos ir muertos de hambre, y parecen diablos muy honrados y muy hombres de bien.

LEONARDA. Como no nos espanten, y si mi marido gusta, qué­dense en buen hora.

SACRISTÁN. «Oigan los que poco saben

Lo que con mi lengua franca

Digo del bien que en si tiene

BARBEROLa Cueva de Salamanca.

SACRISTÁN. Oigan lo que dejó escrito

Della el Bachiller Tudanca

En el cuero de una yegua

Que dicen que fue potranca,

En la parte de la piel

Que confina con el anca,

Poniendo sobre las nubes

BARBEROLa Cueva de Salamanca.

SACRISTÁN. En ella estudian los ricos

Y los que no tienen blanca,

Y sale entera y rolliza

La memoria que está manca.

Siéntanse los que alli enseñan

De alquitrán en una banca,

Porque estas bombas encierra

BARBEROLa Cueva de Salamanca.

SACRISTÁN. En ella se hacen discretos

Los moros de la Palanca;

Y el estudiante más burdo

Ciencias de su pecho arranca.

A los que estudian en ella,

Ninguna cosa les manca;

Viva, pues, siglos eternos

BARBEROLa Cueva de Salamanca.

SACRISTÁN. Y nuestro conjurador,

Que le den con una tranca,

Y para el tal jamás sirva

BARBEROLa Cueva de Salamanca.»

CRISTINA. Basta; ¿que también los diablos son poetas?

BARBERO. Y aun todos los poetas son diablos.

PANCRACIO. Digame, señor mío, pues los diablos lo saben todo,

¿dónde se inventaron todos estos bailes de las Zarabandas, Zambapalo y Dello me pesa, con el famoso del nuevo Escarramán?

BARBERO. ¿Adónde? En el infierno; allí tuvieron su origen y principio.

PANCRACIO. Yo así lo creo.

LEONARDA. Pues, en verdad, que tengo yo mis puntas y collar escarramanesco; sino

que por mi honestidad, y por guardar el decoro a quien soy, no me atrevo a bailarle.

SACRISTÁN. Con cuatro mudanzas que yo le enseñase a vuestra merced cada día, en una semana saldría única en el baile; que sé que le falta bien poco.

ESTUDIANTE. Todo se andará; por agora entrémonos a cenar, que es lo que importa.

PANCRACIO. Entremos; que quiero averiguar si los diablos co­men o no, con otras

cien mil cosas que dellos cuentan; y, por Dios, que no han de salir de mi casa hasta que me dejen enseñado en la ciencia y ciencias que se enseñan en la Cueva de Salamanca.

Si es a dicha de Loranca,

Tenga en ella cien mil vides

De uva tinta y de uva blanca.

Y al diablo que le acusare.

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