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La sombra (Prólogo y Capítulo I)

Benito Pérez Galdós (1843-1920)

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de enero de 1920), pseudónimo de María de los Dolores Pérez Galdós, fue un novelista, dramaturgo y cronista español considerado el mayor representante de la novela realista del siglo XIX en España y uno de los más importantes escritores en lengua española. [+ Biografía]
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Prólogo

No estarán de más, a la cabeza del presente tomo, algunas líneas que lo expliquen, o, si se quiere, que lo disculpen.

Lo primero que va en él, La Sombra, data de una época que se pierde en la noche de los tiempos, (tan a prisa van en esta edad las transformaciones y mudanzas del gusto), y tan antigua se me hace y tan infantil, que no acierto a precisar la fecha de su origen, aunque, relacionándola con otros hechos de la vida del autor, puedo referirla vagamente a los años 66 ó 67. Pero no salió en letras de molde hasta 1870, en la Revista de España, y después ha sido reimpresa en folletines de diversos periódicos.

Lo que principalmente deseo consignar acerca de esta obrita es que en ella hice los primeros pinitos, como decirse suele, en el pícaro arte de novelar. No por buena, que dista mucho de serlo, ni por entretenida, sino por respetable, en razón de su mucha ancianidad, se empeñaron mis amigos en que la publicase en forma de libro, y accediendo a estos deseos, dispuse en 1879 la presente colección; pero como La Sombra por sí sola no tenía tamaño y categoría de libro, han estado sus páginas, durante once años, muertas de risa, aguardando a que fuese posible agregarles otras y otras hasta formar el presente volumen.

Veinte años próximamente después de La Sombra escribí Celín, que pertenece al mismo género, y ambas obras se parecen, más en el fondo y desarrollo que en la forma. La causa de esta reincidencia, al cabo de los años mil, no me la explico, ni hace falta. Celín fue escrito para una colección de artículos de meses publicados en Barcelona con grandísimo lujo, y es la representación simbólica del mes de Noviembre. Como Tropiquillos (el Otoño) y Theros (el Verano), tiene el carácter de composición del Almanaque, con las ventajas e inconvenientes de esta literatura especialísima que sirve para ilustrar y comentar las naturales divisiones del año, literatura simpática, aunque de pie forzado, a la cual se aplica la pluma con más gusto que libertad.

El carácter fantástico de las cuatro composiciones contenidas en este libro reclama la indulgencia del público, tratándose de un autor más aficionado a las cosas reales que a las soñadas, y que sin duda en estas acierta menos que en aquellas. De la acusación que pudieran hacerle por entrar en un terreno que no le pertenece, se defenderá alegando que en estas obrillas no pretendió nunca producir las bellezas de la creación fantástica, eminentemente poética y personal. Son divertimientos, juguetes, ensayos de aficionado, y pueden compararse al estado de alegría, el más inocente, por ser el primero, en la gradual escala de la embriaguez. Nunca como en esta clase de trabajos he visto palpablemente la verdad del chassez le naturel &... Se empeña uno a veces, por cansancio o por capricho, en apartar los ojos de las cosas visibles y reales, y no hay manera de remontar el vuelo, por grande que sea el esfuerzo de nuestras menguadas alas. El pícaro natural tira y sujeta desde abajo, y al no querer verle, más se le ve, y cuando uno cree que se ha empinado bastante y puede mirar de cerca las estrellas, estas, siempre distantes, siempre inaccesibles, le gritan desde arriba: «zapatero a tus zapatos».

B. P. G.

Junio de 1890


Capítulo I - El doctor Anselmo

Conviene principiar por el principio, es decir, por informar al lector de quién es este D. Anselmo; por contarle su vida, sus costumbres, y hablar de su carácter y figura, sin omitir la opinión de loco rematado de que gozaba entre todos los que le conocían. Esta era general, unánime, profundamente arraigada, sin que bastaran a desmentirla los frecuentes rasgos de genio de aquel hombre incomparable, sus momentos de buen sentido y elocuencia, la afable cortesía con que se prestaba a relatar los más curiosos hechos de su vida, haciendo en sus narraciones uso discreto de su prodigiosa facultad imaginativa. Contaban de él que hacía grandes simplezas, que era su vida una serie de extravagancias sin cuento, y que se atareaba en raras e incomprensibles ocupaciones no intentadas de otro alguno, en fin, que era un ente a quien jamás se vio hacer cosa alguna a derechas, ni conforme a lo que todos hacemos en nuestra ordinaria vida.

Pocos lo trataban; apenas había un escaso número de personas que se llamaran sus amigos; desdeñábanle los más, y todos los que no conocían algún antecedente de su vida, ni sabían ver lo que de singular y extraordinario había en aquel espíritu, le miraban con desdén y hasta con repugnancia. Si había en esto justicia, no es cosa fácil de decir, así como no es empresa llana hacer una exacta calificación de aquel hombre, poniéndole entre los más grandes, o señalándole un lugar junto a los mayores mentecatos nacidos de madre. Él mismo nos revelará en el curso de esta narración una porción de cosas, que serán otros tantos datos útiles para juzgarle como merezca.

Vivía en el cuarto piso de un endiablado caserón de donde nunca salía, a no ser que asuntos urgentes le llamaran fuera de casa. Esta era de tal condición, que en otro siglo menos preocupado, la fantasía popular hubiera puesto en ella todas las brujas de un aquelarre.

En la época presente no habla allí más bruja que una tal doña Mónica, ama de llaves, criada e intendente.

La habitación del doctor parecía laboratorio de esos que hemos visto en más de una novela, y que han servido para fondo de multitud de cuadros holandeses. Alumbrábala la misma lámpara melancólica con que en teatros y pinturas vemos iluminada la faz cadavérica del doctor Fausto, del maestro Klaes, de los sopladores de la Edad Media, del buen marqués de Villena y de los fabricantes de venenos y drogas en las repúblicas italianas. Esto hacia parecer a nuestro héroe punto menos que nigromante o judío, pero no lo era ciertamente, aunque en su casa, originalísima como después veremos, se veían, colgados del techo, aquellos animales estrambóticos que parecen realizar un sueño de Teniers, revoloteando en confusa falange por todo el ámbito de la bóveda.

Aquí no había bóveda gótica, ni ventana con primorosas labores, ni el fondo obscuro, los misteriosos efectos de luz con que el artificio de la pintura nos presenta los escondrijos de esos químicos aburridos, que, envueltos en ilustres telarañas, se inclinan perpetuamente sobre un mamotreto lleno de garabatos. El gabinete del doctor Anselmo era una habitación vulgar, de estas en que todos vivimos, compuesta de cuatro mal niveladas paredes y un despedazado techo, en cuya superficie el yeso, cayéndose por la incuria del tiempo y el descuido de los habitantes, había dejado muchos y grandes agujeros. No había papel, ni más tapicería que la de las arañas, tendiendo de rincón a rincón sus complicadas urdimbres.

En el principal testero veíase un esqueleto que no había perdido el buen humor del sepulcro, de tal modo se rasgaban en espantosa risa sus desdentadas mandíbulas, y aumentaba la singularidad de su aspecto el caldero que el doctor le había puesto en el cráneo, sin duda por no tener sitio mejor donde colocarlo. Al lado había un estante de madera con innumerables baratijas, entre las cuales no hacían el peor papel algunos votos vasos de inestimable mérito, y piezas del más tosco barro doméstico. Algún ave disecada y medio podrida daba realce con el brillante color de sus últimas plumas a este armatoste, junto al cual una culebra llena de paja se extendía dibujando sobre la pared las curvas de su cuerpo, en cuyas escamas quedaba un débil tornasol. No lejos de esto pendía una armadura tan roñosa como si desde el tiempo de Roldán (su dueño tal vez) no se hubiera limpiado. Algunas otras armas blancas y de fuego colgaban por allí en unión con gran sartén, cuyo mango tocaba los pies de un Santo Cristo, de esos que, con el cuerpo lívido, los miembros retorcidos, el rostro angustioso, negras las manos, llenos de sangre el sudario y la cruz, ha creado el arte español para terror de devotas y pasmo de sacristanes. El Cristo era amarillo, obscuro, lustroso, rígido como un animal disecado: no tenía formas la cara, desfigurada por el bermellón, y los pies se perdían entre los pliegues de un gran lazo, que sin duda fue lugar de romería para todas las moscas del barrio, porque allí habían dejado indelebles muestras de en paso. Por otro lado asomaban unos caracoles, una estampa de no sabemos qué mártir, conchas de madreperla, dos pistolas y un rosario de cuentas marinas enredado en una rama de coral, ennegrecida por el polvo. Dos grandes espuelas de caballero y una silla de montar colgaban de otra escarpia junto a mugrientas ropas, por entre cuyos pliegues se veía el mango de una guitarra con finísimas incrustaciones de nácar y marfil.

Estaba abollada, y una sola cuerda, testigo mudo hoy de su anterior grandeza, podía dar a la actual generación un eco de las pasadas armonías. Unas botas de militar rodaban por el suelo junto a la guitarra, y en la parte de enfrente pondían casaca y chupa del último siglo, entrambas piezas llenas de agujeros y manchas. Un sombrero tricornio aparecía puesto sobre un botijo que hacía las veces de cabeza, y un deforme candil, en forma de tenebrario, manchaba con los restos de su aceite secular un reclinatorio de primorosas labores, pero tan estropeado que apenas tenía figura. En la pared cercana había un reloj parado desde hace cincuenta años, su máquina era el cuartel general de las aranas, y sus enormes pesas de plomo, caídas con estrépito hace veinticinco mil noches, habían roto un taburete, un cántaro, un Niño Jesús, y yacían en el suelo inmóviles con la majestad de dos aerolitos.

No se libraba de cierta impresión de estupor el que entraba en aquella habitación, donde la escasa luz de la lámpara producía extrañísimos efectos; por que además de los cachivaches que hemos descrito, ocupaban la estancia sinnúmero de aparatos de complicadas y rarísimas formas. Alambiques que parecían culebras de vidrio proyectaban su espiral sobre enormes retortas, cuyo vientre calentaba un hornillo en perenne combustión. Reverberaba el disco de una máquina eléctrica, y todo el aparato nos amenazaba constantemente con sus ingratas manifestaciones. El sordo rumor de la llama del hogar, el chirrido del ascua, semejante a la vibración lejana de misterioso instrumento, el olor de los ácidos, la emanación de los gases, el asmático soplar del fuelle, que funcionaba con ansia y fatiga como un pulmón enfermo, todo esto producía en el espectador ansia y mareo imposibles de describir.

Cuando el que esto escribe tuvo el honor de penetrar en el estudio, gabinete o laboratorio del doctor Anselmo, su asombro fue grande, y no podrá menos de confesar que, mezclado al asombro, sintió cierto terror, sólo calmado por la idea de que aquel hombre era el más afable e inofensivo de los seres. Además, ¿quién ignoraba que D. Anselmo no era nigromante ni profesaba ninguna de las endiabladas artes de la antigüedad? Apenas hubo quien tomara en serio sus trabajos, y más bien le tenían en la vecindad por loco o mentecato, que por hombre medianamente sabio, con asomos siquiera de sentido común. Él, sin embargo, se enfrascaba en aquella tarea incesante de que nunca se vio resultado alguno, y a juzgar por la gravedad con que soplaba sus hornillos y la atención ansiosa con que hacía circular los líquidos verdes y rojos al través del vidrio de los alambiques, grandes y trascendentales problemas traía entre manos.

La afición a la química era en él cosa nueva, no habiendo hasta hace poco parado las mientes en simples y combinaciones. Casi siempre había empleado en la lectura de toda clase de libros la mayor parte de su tiempo, siempre que algún indiscreto no iba a entretenerse con él oyéndole sus narraciones pintorescas, en que se admiraban la brillantez y vuelo de su grande inventiva. Su conversación versaba siempre sobre hechos de su propia vida, que él sacaba a colación en todo y por todo. Nunca se hacía rogar, y lo que contaba era por lo común tan peregrino, que muchos lo juzgaban todo pura invención de su fantasía. Al recordar su pasado miraba todas aquellas baratijas que allí tenía colgadas, y se reía con efusión de dulce tristeza, diciendo:

«Yo también he sido joven, he sido cortesano, artista, pintor, músico; he viajado mucho; he sido galanteador, me han perseguido, he tenido desafíos, conozco el mundo, he amado la vida y la he despreciado, he amado y aborrecido con mucha violencia».

En cierta ocasión, después de hablar de esta manera, aplicó su dedo amarillo, flaco y rígido a la única cuerda de la guitarra, que vibró con un sordo quejido, despidiendo en su oscilación todo el polvo que veinte años de quietud habían acumulado en ella. Y calló, permaneciendo largo rato pensativo y mirando con fijeza la circulación del líquido rojo a lo largo del intestino de vidrio, que trasegaba de un depósito a otro una esencia sutil.

En aquellos momentos de silencio, interrumpido solo por la tenue vibración de la cuerda, el rumor de la llama y ese sonido incomprensible y solemne de todo lugar misterioso, era cuando más terror producían en mí los singulares objetos de la vivienda del sabio. Parecíame que todo aquello tenia vida y movimiento; que la casaca se movía como si sus faldones cubrieran un cuerpo, cual si las mangas tuvieran dentro brazos. También creía ver el sombrero tricornio meneándose a un lado y a otro, como si el botijo que lo sustentaba tuviera sesos llenos de inteligencia y buen humor; creía ver las botas espoleando al reclinatorio, y las conchas golpeándose unas a otras como si a manera de castañuelas estuvieran amarradas a los dedos de una mano andaluza. El esqueleto me parecía que bostezaba, y el caldero le caía hasta los ojos, inclinándose a un lado para darle expresión chusca; me parecía verle adelantar el pie izquierdo como quien rompe a bailar, y cuadrarse ambas manos a la cintura, que le cabía en dos dedos.

Se me figuraba asimismo que andaba el reloj con la precipitación y diligencia de una máquina que quiere recorrer en minutos los años que se ha estado mano sobre mano, es decir, rueda sobre rueda; sentía el tic tac de las piezas, y creía ver oscilar el péndulo dando bofetones a un lado y a otro a todos los pájaros disecados, los cuales se empeñaban en volar moviendo con trabajo las escasas plumas de sus alas podridas; y por último, en medio de esta barahunda, me pareció que el Cristo estiraba los brazos y el cuello, desperezándose con expresión de supremo fastidio. Conviene principiar por el principio, es decir, por informar al lector de quién es este D. Anselmo; por contarle su vida, sus costumbres, y hablar de su carácter y figura, sin omitir la opinión de loco rematado de que gozaba entre todos los que le conocían. Esta era general, unánime, profundamente arraigada, sin que bastaran a desmentirla los frecuentes rasgos de genio de aquel hombre incomparable, sus momentos de buen sentido y elocuencia, la afable cortesía con que se prestaba a relatar los más curiosos hechos de su vida, haciendo en sus narraciones uso discreto de su prodigiosa facultad imaginativa. Contaban de él que hacía grandes simplezas, que era su vida una serie de extravagancias sin cuento, y que se atareaba en raras e incomprensibles ocupaciones no intentadas de otro alguno, en fin, que era un ente a quien jamás se vio hacer cosa alguna a derechas, ni conforme a lo que todos hacemos en nuestra ordinaria vida.

Pocos lo trataban; apenas había un escaso número de personas que se llamaran sus amigos; desdeñábanle los más, y todos los que no conocían algún antecedente de su vida, ni sabían ver lo que de singular y extraordinario había en aquel espíritu, le miraban con desdén y hasta con repugnancia. Si había en esto justicia, no es cosa fácil de decir, así como no es empresa llana hacer una exacta calificación de aquel hombre, poniéndole entre los más grandes, o señalándole un lugar junto a los mayores mentecatos nacidos de madre. Él mismo nos revelará en el curso de esta narración una porción de cosas, que serán otros tantos datos útiles para juzgarle como merezca.

Vivía en el cuarto piso de un endiablado caserón de donde nunca salía, a no ser que asuntos urgentes le llamaran fuera de casa. Esta era de tal condición, que en otro siglo menos preocupado, la fantasía popular hubiera puesto en ella todas las brujas de un aquelarre.

En la época presente no habla allí más bruja que una tal doña Mónica, ama de llaves, criada e intendente.

La habitación del doctor parecía laboratorio de esos que hemos visto en más de una novela, y que han servido para fondo de multitud de cuadros holandeses. Alumbrábala la misma lámpara melancólica con que en teatros y pinturas vemos iluminada la faz cadavérica del doctor Fausto, del maestro Klaes, de los sopladores de la Edad Media, del buen marqués de Villena y de los fabricantes de venenos y drogas en las repúblicas italianas. Esto hacia parecer a nuestro héroe punto menos que nigromante o judío, pero no lo era ciertamente, aunque en su casa, originalísima como después veremos, se veían, colgados del techo, aquellos animales estrambóticos que parecen realizar un sueño de Teniers, revoloteando en confusa falange por todo el ámbito de la bóveda.

Aquí no había bóveda gótica, ni ventana con primorosas labores, ni el fondo obscuro, los misteriosos efectos de luz con que el artificio de la pintura nos presenta los escondrijos de esos químicos aburridos, que, envueltos en ilustres telarañas, se inclinan perpetuamente sobre un mamotreto lleno de garabatos. El gabinete del doctor Anselmo era una habitación vulgar, de estas en que todos vivimos, compuesta de cuatro mal niveladas paredes y un despedazado techo, en cuya superficie el yeso, cayéndose por la incuria del tiempo y el descuido de los habitantes, había dejado muchos y grandes agujeros. No había papel, ni más tapicería que la de las arañas, tendiendo de rincón a rincón sus complicadas urdimbres.

En el principal testero veíase un esqueleto que no había perdido el buen humor del sepulcro, de tal modo se rasgaban en espantosa risa sus desdentadas mandíbulas, y aumentaba la singularidad de su aspecto el caldero que el doctor le había puesto en el cráneo, sin duda por no tener sitio mejor donde colocarlo. Al lado había un estante de madera con innumerables baratijas, entre las cuales no hacían el peor papel algunos votos vasos de inestimable mérito, y piezas del más tosco barro doméstico. Algún ave disecada y medio podrida daba realce con el brillante color de sus últimas plumas a este armatoste, junto al cual una culebra llena de paja se extendía dibujando sobre la pared las curvas de su cuerpo, en cuyas escamas quedaba un débil tornasol. No lejos de esto pendía una armadura tan roñosa como si desde el tiempo de Roldán (su dueño tal vez) no se hubiera limpiado. Algunas otras armas blancas y de fuego colgaban por allí en unión con gran sartén, cuyo mango tocaba los pies de un Santo Cristo, de esos que, con el cuerpo lívido, los miembros retorcidos, el rostro angustioso, negras las manos, llenos de sangre el sudario y la cruz, ha creado el arte español para terror de devotas y pasmo de sacristanes. El Cristo era amarillo, obscuro, lustroso, rígido como un animal disecado: no tenía formas la cara, desfigurada por el bermellón, y los pies se perdían entre los pliegues de un gran lazo, que sin duda fue lugar de romería para todas las moscas del barrio, porque allí habían dejado indelebles muestras de en paso. Por otro lado asomaban unos caracoles, una estampa de no sabemos qué mártir, conchas de madreperla, dos pistolas y un rosario de cuentas marinas enredado en una rama de coral, ennegrecida por el polvo. Dos grandes espuelas de caballero y una silla de montar colgaban de otra escarpia junto a mugrientas ropas, por entre cuyos pliegues se veía el mango de una guitarra con finísimas incrustaciones de nácar y marfil.

Estaba abollada, y una sola cuerda, testigo mudo hoy de su anterior grandeza, podía dar a la actual generación un eco de las pasadas armonías. Unas botas de militar rodaban por el suelo junto a la guitarra, y en la parte de enfrente pondían casaca y chupa del último siglo, entrambas piezas llenas de agujeros y manchas. Un sombrero tricornio aparecía puesto sobre un botijo que hacía las veces de cabeza, y un deforme candil, en forma de tenebrario, manchaba con los restos de su aceite secular un reclinatorio de primorosas labores, pero tan estropeado que apenas tenía figura. En la pared cercana había un reloj parado desde hace cincuenta años, su máquina era el cuartel general de las aranas, y sus enormes pesas de plomo, caídas con estrépito hace veinticinco mil noches, habían roto un taburete, un cántaro, un Niño Jesús, y yacían en el suelo inmóviles con la majestad de dos aerolitos.

No se libraba de cierta impresión de estupor el que entraba en aquella habitación, donde la escasa luz de la lámpara producía extrañísimos efectos; por que además de los cachivaches que hemos descrito, ocupaban la estancia sinnúmero de aparatos de complicadas y rarísimas formas. Alambiques que parecían culebras de vidrio proyectaban su espiral sobre enormes retortas, cuyo vientre calentaba un hornillo en perenne combustión. Reverberaba el disco de una máquina eléctrica, y todo el aparato nos amenazaba constantemente con sus ingratas manifestaciones. El sordo rumor de la llama del hogar, el chirrido del ascua, semejante a la vibración lejana de misterioso instrumento, el olor de los ácidos, la emanación de los gases, el asmático soplar del fuelle, que funcionaba con ansia y fatiga como un pulmón enfermo, todo esto producía en el espectador ansia y mareo imposibles de describir.

Cuando el que esto escribe tuvo el honor de penetrar en el estudio, gabinete o laboratorio del doctor Anselmo, su asombro fue grande, y no podrá menos de confesar que, mezclado al asombro, sintió cierto terror, sólo calmado por la idea de que aquel hombre era el más afable e inofensivo de los seres. Además, ¿quién ignoraba que D. Anselmo no era nigromante ni profesaba ninguna de las endiabladas artes de la antigüedad? Apenas hubo quien tomara en serio sus trabajos, y más bien le tenían en la vecindad por loco o mentecato, que por hombre medianamente sabio, con asomos siquiera de sentido común. Él, sin embargo, se enfrascaba en aquella tarea incesante de que nunca se vio resultado alguno, y a juzgar por la gravedad con que soplaba sus hornillos y la atención ansiosa con que hacía circular los líquidos verdes y rojos al través del vidrio de los alambiques, grandes y trascendentales problemas traía entre manos.

La afición a la química era en él cosa nueva, no habiendo hasta hace poco parado las mientes en simples y combinaciones. Casi siempre había empleado en la lectura de toda clase de libros la mayor parte de su tiempo, siempre que algún indiscreto no iba a entretenerse con él oyéndole sus narraciones pintorescas, en que se admiraban la brillantez y vuelo de su grande inventiva. Su conversación versaba siempre sobre hechos de su propia vida, que él sacaba a colación en todo y por todo. Nunca se hacía rogar, y lo que contaba era por lo común tan peregrino, que muchos lo juzgaban todo pura invención de su fantasía. Al recordar su pasado miraba todas aquellas baratijas que allí tenía colgadas, y se reía con efusión de dulce tristeza, diciendo:

«Yo también he sido joven, he sido cortesano, artista, pintor, músico; he viajado mucho; he sido galanteador, me han perseguido, he tenido desafíos, conozco el mundo, he amado la vida y la he despreciado, he amado y aborrecido con mucha violencia».

En cierta ocasión, después de hablar de esta manera, aplicó su dedo amarillo, flaco y rígido a la única cuerda de la guitarra, que vibró con un sordo quejido, despidiendo en su oscilación todo el polvo que veinte años de quietud habían acumulado en ella. Y calló, permaneciendo largo rato pensativo y mirando con fijeza la circulación del líquido rojo a lo largo del intestino de vidrio, que trasegaba de un depósito a otro una esencia sutil.

En aquellos momentos de silencio, interrumpido solo por la tenue vibración de la cuerda, el rumor de la llama y ese sonido incomprensible y solemne de todo lugar misterioso, era cuando más terror producían en mí los singulares objetos de la vivienda del sabio. Parecíame que todo aquello tenia vida y movimiento; que la casaca se movía como si sus faldones cubrieran un cuerpo, cual si las mangas tuvieran dentro brazos. También creía ver el sombrero tricornio meneándose a un lado y a otro, como si el botijo que lo sustentaba tuviera sesos llenos de inteligencia y buen humor; creía ver las botas espoleando al reclinatorio, y las conchas golpeándose unas a otras como si a manera de castañuelas estuvieran amarradas a los dedos de una mano andaluza. El esqueleto me parecía que bostezaba, y el caldero le caía hasta los ojos, inclinándose a un lado para darle expresión chusca; me parecía verle adelantar el pie izquierdo como quien rompe a bailar, y cuadrarse ambas manos a la cintura, que le cabía en dos dedos.

Se me figuraba asimismo que andaba el reloj con la precipitación y diligencia de una máquina que quiere recorrer en minutos los años que se ha estado mano sobre mano, es decir, rueda sobre rueda; sentía el tic tac de las piezas, y creía ver oscilar el péndulo dando bofetones a un lado y a otro a todos los pájaros disecados, los cuales se empeñaban en volar moviendo con trabajo las escasas plumas de sus alas podridas; y por último, en medio de esta barahunda, me pareció que el Cristo estiraba los brazos y el cuello, desperezándose con expresión de supremo fastidio.

Demos a conocer a la persona.

Parecerá que D. Anselmo es tipo poco común, de estos que más se ven en el artificioso mundo de la novela y el teatro, que en la escena de la vida, donde estamos todos formando este gran grupo social, que hoy nos parece una vulgaridad insigne, y quizá lo es. D. Anselmo, al ser presentado en la singular escena que hemos descrito, en medio de tantos rarísimos trastos, con este aparato de Edad Media y sus ribetes de brujo o buscador de la piedra filosofal, parecerá un personaje enteramente ajeno a la actual sociedad, una creación ideológica, sin ningún sentido ni aplicación, más bien que retrato fiel de cualquier prójimo. Estas creencias se desvanecerán cuando se sepa que el doctor Anselmo era hombre de aspecto tan poco romántico, tan del día y de por acá, que nadie fijará en él la atención a no ser renombrado por sus nunca vistas manías y ridiculeces, y por su disparatada conversación.

Era un viejo mal conservado, flaco y como enfermizo, más bien pequeño que alto, con uno de esos rostros insignificantes que no se diferencian del del vecino, si una observación formal no se fija en él con particular interés. Sólo cuando hablaba se veían en su rostro los rasgos de una vivacidad nada común. Sus ojuelos pequeños y hundidos tenían entonces mucho brillo, y la boca dotada de la movilidad más grande que hemos conocido, empleaba un sistema de signos más variados y expresivos que la misma palabra. Cojeaba de un pie, no sabemos por qué causa, y la mano izquierda no era del todo expedita; tenía muy bronca y aternerada la voz, y al andar marchaba tan derecho en su camino, tan fijo y abstraído, que iba dando tropezones, con todo el mudo. Parecía tener una tenaz idea clavada en la mente, idea que no le daba respiro, impidiéndole dirigir la atención a cualquier otro punto; y en su marcha se le veía agitarse, mudar de color, gesticular, alterando todos los músculos de su cara como el que sostiene una conversación acalorada con interlocutores invisibles. El hablar consigo mismo era en él más que hábito, una función en perenne ejercicio; su vida un monólogo sin fin.

El vestido no llamaba la atención aquí donde hay un museo de ridiculeces en perpetua exhibición por esas calles. Si fue su levita objeto de curiosidad, a causa de la exorbitante altura de la solapa, charolada por la grasa y el roce de quince años, no hallamos en ninguno de los cronistas que han tratado de este hombre extraordinario, datos que induzcan a creer que el público se fijara en la holgura de su chaleco, donde cabían cuatro doctores, ni en la nunca vista forma de su corbata, que a veces, por una particularidad frecuente en muchos sabios y en todos los que hablan solos, se le rodaba, poniéndose el lazo en el cogote.

Era en sus costumbres de una sencillez y una pureza ejemplares: comía poco, bebía menos, y dormía, en las pocas horas que le dejaba libres la fantasía, con bastante desasosiego, y sonando siempre tanto como cuando estaba despierto. La mayor parte del tiempo la dedicaba al estudio, del cual, al decir de muchos, no sacó jamás ningún provecho, sino que por el contrario, se lo enredara más la madeja de desatinos que en la cabeza tenía.

Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde, y de los cuartejos que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna. Parecía, en resumen, uno de esos eremitas de la ciencia, que se aniquilan víctimas de su celo, y se espiritualizan, perdiendo poco a poco hasta la vulgar corteza de hombres corrientes, y haciéndose unos majaderos que sirven para pocas cosas útiles, y entre ellas para hacer reír a los desocupados. Su hábito, su temperamento, su personalidad era la narración. Cuando contaba algo, era él, era el doctor Anselmo en su genuina forma y exacta expresión. Sus narraciones eran por lo general parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la caballería andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la vida actual, que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía. Al contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía en juego los más caprichosos recursos de la retórica y un copioso caudal de retazos eruditos que desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su estilo no carecía de arte, siendo por lo general difuso, vivo y pintoresco.

Esto hará creer al lector que tenemos que habérnoslas con algún literato desahuciado de la crítica, desheredado de los favores populares, uno de esos que entregan a la miseria y al hastío una vida incapaz de emplearse en el ejercicio del arte y en el pleno goce de la gloria. No: el doctor Anselmo no era literato, ni sabemos que de su pluma saliera nunca otra cosa que unas cuentas mal pergeñadas de las pérdidas de su casa, y algún memorial para hacer valer sus derechos a la pensión: era un hombre que tenía metida en la cabeza una idea insana. Tal vez conociendo algunos detalles de su vida, y prestando atención al incidente que él mismo nos va a referir, sepamos cómo llegó aquel entendimiento a tal grado de desbarajuste, y cómo se aposentaron en su cerebro tantas y tan locas imágenes, mezcladas de discretos juicios, tanta necedad unida a grandes concepciones, que parecen fruto del más sano y cultivado entendimiento.

Tuvo el tal una juventud muy borrascosa, y desde su primera edad se notó en él gran violencia de sentimientos, desbarajuste en la imaginación, mucha veleidad en su conducta, y alternativas de marasmo y actividad que le dieron fama de hombre destartalado y de poco seso. Cuentan que se pasaba semanas enteras retirado de las gentes, triste, aburrido como un santo, perdido en vanos éxtasis, de que no salía ni aun solicitado por sus amigos: otras veces era tal su animación y alegría, que rayaba en delirio, siendo difícil sustraerse a sus travesuras. Pero esto duraba poco, y a lo mejor le veían otra vez solitario y abstraído, hecho un santo de palo, de esos que miran al cielo y estiran un dedo como en expectación de alguna voz de arriba. De esta manera le encontró la muerte de su padre, el cual le dejó considerable fortuna y entre otras cosas una casa magnífica, donde el viejo, gran coleccionador de obras de arte, había reunido infinidad de primores del Renacimiento. Su familia era de las más nobles de Andalucía: llevaba el apellido de Afán de Ribera, siendo por la línea materna de la casta de los Silíceos, por lo cual se enorgullecía de ser pariente del arzobispo de este nombre.

Al describir el palacio que le dejó su padre, el doctor empleaba los más brillantes colores; daba a su relato tales visos de cosa fantástica, que no era posible creerlo, ni dejar de pensar que la imaginación del narrador era el principal arquitecto de tan hermosa vivienda.

Casose mi hombre con una joven, de cuya hermosura hablaba siempre pomposamente. Lo que pasó en este matrimonio, nadie lo sabe; y si es verdad lo quo de boca del mismo doctor vamos a oír, fuerza es confesar que el caso es raro y merece ser puesto entre las más curiosas aventuras que han ocurrido en el mundo. Cuentan personas autorizadas, que en los meses que estuvo casado, la enajenación, la extravagancia de nuestro personaje llegaron a su último extremo: se le veía entonces apartado de todo trato humano, buscando sitios solitarios, a veces dominado por cólera inextinguible, a veces sumergido en profunda melancolía, especie de somnolencia que le daba todo el aspecto de un hombre sin sentido. Pocas veces le vieron con su mujer, para quien no tenía ni aun las más ligeras amabilidades que el más adusto marido tiene con la suya. Renegaba de sus suegros, hacia mil tonterías, hasta el punto de que la maledicencia, afanosa por saber lo que allí pasaba, entró en su casa y no dejó a nadie con honra.

La verdad no se sabe: murió Elena, que así se llamaba su esposa, a los pocos meses de casada, y entonces empezó Anselmo a ser el absurdo personaje que ahora conocemos. No volvió a tener reposado y claro el juicio, siendo desde entonces el hombre de las cosas estrafalarias o inconexas, cada vez más incomprensible, enfrascado en sus diálogos internos, y agitado siempre por la idea insana, que llegó poco a poco a formar parte de su naturaleza moral.

Perdió su fortuna, no sólo por abandono, sino porque suscitado un pleito insignificante por un pariente suyo, supo la curia aprovecharse tan bien, que en poco tiempo quedaron todos los litigantes en la miseria. Hubo quien dijo: «Es un gran filósofo; ved con qué resignación resiste los golpes de la suerte». Otros decían: «Es un loco; mirad con qué indiferencia olvida sus asuntos». Su estoicismo era objeto de burlas. Alguien quiso favorecerle, compadecido de su desgracia; pero parece que le encontraron orgulloso y poco dispuesto a admitir limosnas. También hubo jóvenes de candidez tan extremada, que le creyeron iniciador de un nuevo sistema filosófico que había de pasmar al orbe. Esto provenía de que después de su pobreza se había remontado a las alturas del bohardillón, donde encendió una lámpara y se puso a devorar libros noche tras noche sin darse reposo. Pero viendo todos la ninguna substancia de aquel trabajo incesante, encontrábanle cada vez más loco. Huyeron de él los que antes le tenían afecto o lástima, y sólo había un reducido número de personas que iban a oírle contar peregrinas aventuras, soñadas por él sin duda, pues no existía un ser cuyo papel en la sociedad hubiera sido más pasivo.

El calificativo de doctor no provenía de ningún grado académico, como en la mayor parte de los sabios; fue más bien un apodo con que los amigos gustaban de satirizar sus hábitos de erudito. Los que iban a oírle contar sus historias no carecían de gusto, porque estas eran un tejido asombroso de hechos inverosímiles, pero de gran interés; hechos amenizados por pintorescas digresiones, y que tratados y escritos por pluma un poco diestra, tal vez serían leídos con placer. Referíanse por lo general a apariciones de alguna sombra que venía a pasearse por este mundo con el mayor desparpajo, y él la presentaba como representación simbólica de alguna idea; tenía afición por toda clase de símbolos, y en sus cuentos había siempre multitud de seres sobrenaturales que formaban como una mitología moderna.

En todo esto entraba por mucho la erudición adquirida en sus asiduas lecturas, que era en él como los archivos en que todo está revuelto, sin concierto ni orden. ¡Quién sabe, gran Dios! Tal vez si en aquella cabeza hubiera habido un catálogo, el doctor Anselmo sería uno de los más extraordinarios talentos conocidos.

El doctor continuaba mirando aquel diabólico aparato con ese abandono o negligencia que se pintan en el semblante cuando el pensamiento está muy lejos del sitio en que se fija la vista.

Creeríase que le importaba poco el resultado de tal experimento, y que no le había de dar placer ni disgusto la verdad cíentifico, que con el líquido circulaba por el tubo.

-Pero ¿cómo se ha dedicado usted a la química? -le dije, seguro de que el sabio no daría contestación categórica.

-Para atar la loca -contestó-, para contenerla y obligarla a que no me martirice más. Yo necesito estar siempre ocupado en algo: la lectura me distrajo un poco; pero al fin llegué a cansarme de leer. Hace poco vi en ciertos libros cosas que me llamaron la atención y no comprendí. «Voy a ver lo que es eso, dije, yo necesito meterme en experimentos». Compré estos trebejos, y me puse a soplar y a observar. Una nomenclatura y un manual me han bastado para distraerme unos días. Pero aquí no hay nada más que un pasatiempo: cultivo la curiosidad aunque sin fruto positivo. Que nadie espere de esto ningún adelanto científico. La verdad es que caliento mi máquina y descompongo esos aguachirles, no pienso en otras cosas, y así me va tal cual.

-¡La loca, siempre la loca! -le contesté.

-La verdad es que la imaginación, a quien con mucha propiedad llama usted, de ese modo, si usted la sujetase un poco, lejos de atormentarle podría ser fuente fecundísima de creaciones, cuya importancia usted más que nadie puede conocer. ¿Por qué no se ha dedicado a las artes?

-¡Oh! Para el cultivo de las artes -dijo, volviendo la espalda al aparato-, se necesita una imaginación cuyo ardor y abundancia se contengan en los límites naturales; una imaginación que sea una facultad con sus atributos de tal, y no enfermedad como en mí, aberración, vicio orgánico. Esa preciosa facultad, aunque exuberante en algunos, no llega a dominar al individuo hasta el punto de imponerle una segunda vida; no es, como en mí, la mitad completa de la naturaleza. Yo no sé por qué vine al mundo con esta monstruosidad; yo no soy un hombre, o más bien dicho, soy como esos hombres repugnantes y deformes que andan por ahí mostrando miembros inverosímiles que escarnecen al Criador. Mi imaginación no es la potencia que crea, que da vida a seres intelectuales organizados y completos; es una potencia frenética en continuo ejercicio, que está produciendo sin cesar visiones y más visiones. Su trabajo semeja al del tornillo sin fin. Lo que de ella sale es como el hilo que sale del vellón y se tuerce en girar infinito sin concluir nunca. Este hilo no se acaba, y mientras yo tenga vida, llevaré esa devanadera en la cabeza, máquina de dolor que da vueltas sin cesar.

-Es verdad -dijo maquinalmente, admirado de que en su locura hubiera podido expresar tan bien y de un modo tan pintoresco el deplorable estado de su cabeza.

-Yo soy esclavo de esto -continuó-. Desde niño vengo padeciendo los estragos de mi imaginación. Ella en cincuenta años me ha hecho vivir trescientos. Sí; las falsas sensaciones que yo, aunque apartado del mundo, he experimentado en mi vida, suman las vidas de seis hombres; he vivido demasiado, porque la fantasía ha puesto en mi tiempo millones de días.

-Vamos -dije para mí, mientras hacía con la cabeza una respetuosa señal de asentimiento-; ya te engolfaste en tus manías, y eres hombre perdido por esta noche.

-Soy muy desgraciado, el más desgraciado de los hombres -prosiguió el doctor-. Mis desdichas no tienen igual en el mundo, ni se parecen a nada de lo que leemos. Otros hombres son mortificados dentro de su naturaleza, mientras yo me salgo en esto de la común ley de los dolores humanos; porque soy un ser doble: yo tengo otro dentro de mí, otro que me acompaña a todas partes y me esta siempre contando mil cosas que me tienen estremecido y en estado de perenne fiebre moral. Y lo peor es que esta fiebre no me consume como las fiebres del cuerpo. Al contrario: esto me vivifica; yo siento que esta llama interior parece como que regenera mi naturaleza, poniéndola en disposición de ser mortificada cada día.

-Es particular -dije, no comprendiendo nada de aquello de llama interior, y el ser doble, y el tornillo sin fin.

-No encuentro mi semejante en ninguna parte -prosiguió-. Únicamente puedo llamar prójimos a los místicos españoles, que han vivido una vida ideal completa, paralela a su vida efectiva. Estos tenían una obsesión, un otro yo metido en la cabeza. A veces he pensado en la existencia de un entozoario que ocupa la región de nuestro cerebro, que vivo aquí dentro, alimentándose con nuestra savia y pensando con nuestro pensamiento.

-¡Oh! explique usted eso un poco más -dije, satisfecho de ver entrar a D. Anselmo por el camino de una extravagancia que parecía ser muy divertida.

-No es más que una idea vaga... Si yo pudiera exteriorizarme, expresar todo esto que hay en mí, de seguro se pasmarían muchos que hoy se ríen de mis cosas.

-¡Oh! Si usted escribiera sus memorias, D. Anselmo -dijo afectando mucha seriedad para que no desconfiase-, no habría en antiguos ni modernos quien le igualara.

-Es verdad -contestó D. Anselmo, cuyos ojos se animaron con repentino fulgor. -Nadie me igualaría. Mi vida ha sido universal compendio de toda la vida humana: ¿no es verdad?

-¡Ah! sin duda. ¿Quién puede dudar eso?

-Usted, que me ha oído contar algunos sucesos, lo comprenderá. ¿No es verdad que no hay nada más maravilloso que mi matrimonio? ¿Usted no recuerda aquel original suceso que le he contado, cuando me encontré en presencia del más extraño fenómeno que se ha ofrecido a la observación humana?

-No recuerdo de qué habla usted.

-Mi matrimonio, sí: yo se lo he contado a usted. Lo que entonces se habló fue un embuste. Nadie supo la verdad de tan singular acontecimiento.

-A mí no me ha contado usted maldita de Dios la cosa -le dije, recordando que, a pesar de su franqueza y locuacidad, no había hablado nunca, sino muy obscuramente, de aquel misterioso asunto.

-¿Que no se lo he contado? Juraría que se lo referí punto por punto la otra noche.

-Aseguro a usted que no sé una palabra.

-¿No le conté a usted aquello de mi mujer, de aquel hombre... de aquel demonio...?

-Nada de eso sé.

-¿Yo no he hablado con usted de mi palacio?

-Del palacio sí, aunque ligeramente -dije recordando la fantástica pintura que de su casa hacía con frecuencia el doctor.

-¡Oh, estupendo, maravilloso! Mi padre tenía un grande amor a las artes. ¡Qué preciosidades, qué joyas!

-Sí, debía de ser magnifico -repetí para incitarlo a hablar y recrearme en el desborde siempre majestuoso de su verbosidad fecunda.

-Aún me parece que estoy allí -dijo con una especie de éxtasis-, y veo a mi mujer, andando lentamente y con majestad, como ella andaba; entrar allí, cerrar la puerta; me figuro que siento el ruido de sus vestidos al caer, el sonido de su grueso collar de ámbar al ser puesto en el platillo del guarda joyas.

-¡Oh! siga usted, siga.

-La media noche es fecunda en imaginaciones. Ella pasaba por delante de mí, dejando como un rastro de luz. Yo no dormía, porque estaba alerta, siempre con el oído atento a aquella voz abominable.

-¿A la voz de Elena?

-No, no -dijo con furor-; a la voz de... La sangre corrió de su herida...

-La señora estaba herida sin duda.

-No, él; lo cual no impedía que me mostrara su infame sonrisa y su mirada de demonio.

-Veo que ese es asunto complicado. ¿Anda en él alguna persona de quien yo no tenga noticia?

-Sí, usted le conoce, todos le conocen, anda por ahí. Yo le veo todos los días: hace pocas noches estuvo aquí.

-¿Quién?

-Ese... Pero voy a contárselo a usted formalmente -dijo como quien se decide, después de dudar mucho tiempo, a hacer una importante revelación-. Usted oiría hablar entonces de mi esposa, de mí; oiría mil necedades que distan mucho de la verdad. La verdad pura es lo que voy a contar ahora.

El doctor Anselmo empezó a hablar refiriendo su extraño suceso con prolijidad encantadora: no perdonaba recurso alguno de elocuencia; describía los sitos del modo más minucioso y tan al vivo, que seducía su lenguaje. Había, sin embargo, cierta vaguedad y confusión en el relato; y era preciso acostumbrarse a su peculiar estilo para encontrar el método misterioso que sin duda tenía. Al principio, como su fantasía estaba más suelta, divagaba de aquí para allí, entremezclaba la relación con sentencias de su cosecha, con apreciaciones que tenían a veces pasmosa originalidad y a veces una candidez cercana a la estulticia. Inútil es decir que había mucho de novelesco en todo aquello, y que en las descripciones, sobre todo, dejaba correr muy descuidadamente la lengua. Risa causaba oírle describir su palacio, que a ser como él decía, no tendría igual en los más florecientes tiempos de las artes. Dejaba afluir la vena de su erudición en llegando a este punto, y ni la razón le contenía, ni el temor de parecer mentiroso le refrenaba. No sabemos si las mentiras que contó y que vamos a transcribir, pueden tener, arregladas y metodizadas, algún interés y visos de sentido común. Tal vez resulten menos locas de lo que a primera vista parece; tal vez aparezca un rayo de lógica en ellas, si se las considera como creación metafísica; tal vez, sin saberlo el mismo doctor, había hecho un regular apólogo sacado del más amargo trance de su vida; y él, sin sospecharlo siquiera, al agregar a su cuento mil mentiras y exageraciones, había producido una pequeña obra de arte, propia para distraer y aun enseñar.

Poco antes de haber empezado, entró doña Mónica, a quien atraía el calor del hornillo, único rescoldo que había en la casa en las noches de invierno. Franqueza digna de los tiempos patriarcales reinaba entre los dos: ella tenía costumbre de arrimarse al aparato químico; y allí, si no hacia media, se quedaba dormida con una beatitud que el sabio no podía ver sin admiración. El escuálido gato, que parecía alimentado con cloruros y bromuros, dio algunos pasos por la habitación, como quien busca alguna cosa, probó varios sitios, se instaló primero en un libro, y después entre dos pilas de Volta, y al fin, no gustándole ninguna de estas cosas, vino a tenderse perezosamente entre los pies de la dueña.

El doctor Anselmo habló de esta manera:

«Lo primero que voy a hacer es darle a usted una idea de cómo era mi palacio, aquel palacio que heredó de mi padre, el más entusiasta coleccionador de obras de arte que ha existido. Comprenderá usted, al conocer por mi relato aquella vivienda, que bien podía esperar la felicidad quien tales medios tuvo de satisfacerla: y al mismo tiempo le causará asombro que yo, joven, rico, dotado, aunque me esté mal el decirlo, de cualidades apreciables, fuera el más desgraciado ser de la tierra. Yo me casé muy a mi gusto, me casé satisfecho, lleno de entusiasmo, enamorado como un mozalbete: mi mujer habitó conmigo aquella casa hasta que murió. Verá usted cuántas cosas pasaron en tan pocos meses. ¡Qué inquisición, qué tormentos, qué horrible tortura moral!

»Mi casa estaba construida muy misteriosamente; al exterior no aparentaba nada de notable, pues no era más que un caserón de estos que han quedado en Madrid del siglo pasado. Interiormente estaban todas sus maravillas: como los alcázares de los árabes, fue construida por un gran egoísmo o una extremada reserva. Mi padre realizó allí un sueño, expresó todo lo que sabía o todo lo que había soñado. No sé qué medios empleó para ello, ni qué artífices trabajaron en la obra: parecía más bien cosa forjada por fuerzas superiores, obra salida de las entrañas de la tierra al empuje de una voluntad diabólica. Examinada detenidamente, se veía allí como la historia y el proceso del arte en todos tiempos.

»Mi padre era grande admirador de la antigüedad, y había querido representarla allí: más que delirio de un poderoso, era su casa la realización de un sueño de artista, delirio simbolizado en la opulencia, verdadera estética del millón. El jaspe, las estatuas, los relieves, las líneas entrantes y salientes, las molduras y reflejos, la tersa superficie del mármol del piso, que proyectaba a la inversa la construcción toda, la concavidad mitad sombría mitad luminosa de las bóvedas, la comunicación de las arquerías, el corte geométrico de las luces, la amplitud, la extensión, la altura, deslumbraban a todo el que por primera vez entraba en aquel recinto. A medida que se avanzaba, era más grandioso el espectáculo y se ofrecían a la contemplación espacios mayores y más bellos. Cada arquería abría paso a otro recinto, se entrecortaban las cornisas, engendrando en sus choques curvas más atrevidas; los arcos se transmitían sucesivamente la luz; y esa luz, corriendo de nave en nave para iluminar espacios cada vez mayores, parecía reproducir en escala creciente un sencillo plantel, como si obrara allí la potencia refractiva de enormes, y disimulados espejos.

-Bueno debía de ser eso -dije en un instante en que el doctor se detuvo para tomar aliento.

-No he hablado todavía más que del vestíbulo -afirmó-, lo demás...

-Pues si esto no es más que el vestíbulo, lo demás será cosa tan bella, que excederá a todo encarecimiento -observé sin poder contener mi asombro, al ver que las mentiras e hipérboles de mi amigo no tenían límite, y superaban a todo lo que en las cabezas más extraviadas y llenas de necedad estamos acostumbrados a ver.

-Internándose -continuó-, se veía que la arquitectura antigua dominaba allí, variando sus más hermosos estilos. El decorado era cada vez más bello, sin que la profusión perjudicara la pureza y armonía. Primero es reflejaba allí toda la graciosa sencillez de los antiguos templos de Atenas; las mismas formas adquirían después esbeltez y gallardía modificadas por la mano del arte jónico. Más adelante, la monótona tersura del mármol desaparecía entre los colores del jaspe, el dorado brillaba en los acantos del capitel corintio, en las dentículas y en las grecas. La figura humana principiaba a manifestarse en las claves del arco, en los relieves triangulares de las pechinas, en los monstruos híbridos que galopaban sobre el friso, en las cabezas de sátiro, en las máscaras grotescas, cuyas bocas, contraídas por la hilaridad anacreóntica, vomitaban flores y festones. Más allá, las hijas de la Caria soportaban el arquitrabe adornado con severidad; y ya la figura humana aparecía completa en el muro: los centauros a un lado, las amazonas a otro, sostenían sus luchas encarnizadas. Las ninfas agrupadas en el frontón coronaban de rosas la cabeza de la víctima propiciatoria; los atlantes sostenían encorvados el techo, mientras en los relieves se desarrollaban, magníficamente esculpidas, las fábulas todas de los grandes desfacedores de agravios de la Grecia, Hércules y Tosco. Las figuras eran mayores aquí, y las actitudes y formas tocaban el límite de perfección del ideal antiguo. Todas las figuras eran divinas, desde Prometeo a Dejanira; todos los monstruos eran hombres, desde Polifemo hasta Briareo... El cuadrúpedo mismo, modelado por tan hábil cincel, tenía una especie de humana expresión. Allí Pegaso, era un rey que trota y vuela, Cervero un esclavo, que ladra por tres bocas.

-Pero diga usted, para que hubiera tantas cosas era preciso un espacio inmenso -le dije, picado ya de las enormes bolas que me quería hacer tragar el bueno de D. Anselmo, y deseoso de hacerle comprender, por si quería burlarse de mí, que no era tan crédulo para embucharme aquella máquina de desatinos.

La verdad era que ya estaba mareado con la pomposa descripción de columnas, jaspes, cariátides y otras mil baratijas engendradas en la mente de mi amigo. Yo sabía, por lo que oí referir a algunos viejos, que el tal palacio no tenía de particular más que algunos cuadrejos, algunos vasos y dos o tres estanterías vetustas que el padre de D. Anselmo había comprado en una almoneda. No podía menos de extrañar que a la riqueza artística del palacio diera tales proporciones el alucinado narrador. Hícele algunos argumentos, extrañando que aquí, en Madrid, existiese tan copioso caudal de obras de arte; pero él no se dio por entendido y siguió en sus trece.

-En lo que parecía ser centro del edificio -añadió con cierta gravedad que no se podía ver sin ser tentado a risa-, y bajo elevadísima bóveda, veíanse innumerables obras de estatuaria. Había grupos representando los hechos más famosos de la fábula helénica, y figuras típicas de incomparable hermosura, significadas con los nombres de las divinidades que tienen atributos y representación más generales. Con los desastres de Áyax Oileo, y los horrores de Tántalo y Prometeo, formaba juego una serie de esculturas que expresaban las aventuras igualmente célebres del D. Juan del Olimpo. Las pobres víctimas de su intemperancia eran gallardísimas figuras, en quienes se podían ver los efectos de una misma pasión con rasgos distintos, según el distinto aspecto con que se les presentaba el burlador inmortal. Todas eran igualmente bellas, sin que Europa se pareciese en nada a Latona, ni Leda tuviera semejanza alguna con Sémele. Júpiter era siempre el mismo Dios de concupiscencia y descaro, ya cuando aparecía en toda su majestad olímpica, ya convertido en toro, o disfrazado con las plumas del palmípedo.

-¡Qué diablo de Júpiter! Ese señor no perdonó casada ni doncella -observé yo, a ver si por las burlas le obligaba a cortar el vuelo de su disparatada fantasía.

Ni por esas. D. Anselmo continuó:

-Esto que he descrito no es en realidad más que un museo, la parte visible de la casa. La parte interior, lo habitable, era más curioso aún.

-¡Más curioso aún! -dije para mi capote-; ¡más curioso aún! ¡Medrados estamos! ¿A dónde vamos a parar? Pues sí todavía falta palacio, este hombre me va a marear esta noche.

-¡Lo que he descrito no es más que galerías!

-¡Nada más que galerías! ¡Qué horror! ¡Qué habrá en las salas y en las alcobas!- exclamé alarmado.

-La gran sala no se parecía en nada a aquellas magníficas construcciones donde imperaba la arquitectura. En sus paredes no había estilo: dominaba el detalle, y eran tan diversas las preciosidades allí acumuladas, que en vano intentaría describirlas y enumerarlas el más cachazudo clasificador.

-Buena me espera -pensé.

-Era un museo de artes de ornamentación, y aquí cada objeto era una maravilla, y la excelencia de cada uno disimulaba la abigarrada pero sorprendente perspectiva del conjunto. Muebles soberbios del Renacimiento, fecundo en prodigios de ebanistería; cornucopias venecianas; relojes del tiempo de Luis XV, adornados con figuras mitológicas, relieves de finísimo estuco, representando cacerías y bailes campestres; candelabros, bustos, trípodes y medallones se hallaban aglomerados en la pared y junto a ella, dejando entrever apenas la rica tapicería flamenca, cuyos colores, siempre frescos, revelaban el cartón de Teniers o de Brueghel. No faltaban esas caprichosas papeleras, cuyos diminutos repartimientos ostentan pequeñas figuras de consumado gusto, mosaicos e incrustaciones con palos de diferentes colores, y al lado de estas piezas, veladores con planchas de porcelana, en las cuales un delicado pincel había representado infinidad de célebres cortesanas. No lejos de estas bellezas terribles, había vasos antiguos y modernos, ánforas doradas con la filigrana del cincel arábigo, y jarros de la India y Oceanía, donde se enroscaban lagartos verdosos y alimañas de imaginación, toscamente labradas. Ídolos malabares de vientre hinchado, ombligo profundo y orejas descomunales se reían en un rincón con hilaridad de beodo o de simple; y más alla vistosos pájaros de América disecados, alternaban con conchas africanas, ramos de coral, un tríptico de la Edad Media, una cruz bizantina y relicarios egipcios, que...

-Basta, basta -grité levantándome-, basta; que ya se me trastorna la cabeza. Esa diabólica confusión de cosas que usted tenía no es para contada.

Sin duda todos los calderos y cachivaches de su casa se le antojaban al doctor vasos egipcios y cruces bizantinas. Él no se dio por ofendido con mi brusca interrupción, y muy entusiasmado prosiguió:

-Buscar la simetría en este museo hubiera sido destruir su principal encanto, que era la heterogeneidad y el desorden. Después de los primores geométricos de las galerías; después de la simetría cruel del dórico y de la regularidad deslumbradora del corintio, aquella mezcolanza de objetos diversos...

-No es tan grande como la que tú tienes en la cabeza -dije para mí, envidiando la suerte del gato, que dormía tranquilamente sin verse obligado a admira las maravillas del Renacimiento.

-Aquella mezcolanza de objetos, en algunos de los cuales se observaban órdenes multiplicados, la aglomeración de piezas, muebles, vasos, adornos, con el sello de países distintos y artes diferentes, la amalgama de cosas bellas, curiosas o raras halagaba el entendimiento oprimido hasta entonces por la simetría, y daba libertad a la vista, antes subyugada por la línea. Aquí los objetos reunidos con acertado desorden, las infinitas soluciones de continuidad, la ausencia completa de proporciones, producían inmenso agrado, y borrando todo punto de partida, evitaban al espectador la fatiga que produce el involuntario medir a que se entrega la vista en presencia de la arquitectura. Los interiores, cuando son bellos, son como los abismos: fascinan la vista, y el espectador no puede prescindir de arrojar mentalmente una plomada y trazar en el espacio multiplicadas líneas con que su imaginación trata de sondear el diámetro del arco, la altura de la fuste, y el radio de bóveda. En este involuntario trabajo mental, producido por la armonía, la simetría, la proporción y la esbeltez, se fatiga la mente y flaquea entre el cansancio y el asombro. Cuando no hay estilo y sí detalles; cuando no hay punto de vista, ni clave, la mirada no se fatiga, se espacia, se balancea, se pierde; pero permanece serena, porque no trata de medir, ni de comparar; se entrega a la confusión del espectáculo, y extraviándose se salva.

Al decir esto calló para tomar aliento. Tragueme la lección de perspectiva como Dios me dio a entender: la lección me parecía el colmo de lo confuso y embrollado; pero no puedo menos de confesar que el doctor me infundía respeto, y no me atreví a decir cosa alguna que pudiera ofenderle. Así es que, a pesar de mi aburrimiento, tuve que inclinar la cabeza. Después de descansar un momento, prosiguió.

«De este salón se pasaba a otros aposentos llenos de cuadros.

-Sí... ya comprendo: cuadros muy bonitos. Yo he visto muchos cuadros -indiqué para obligarle a apartar de mí la nueva tormenta que ya sentía venir encima.

-En una de estas habitaciones hallábase la clave del acontecimiento que voy a referir. Aún me parece que lo veo, y que está allí todavía, con su elocuente mirada, su sonrisa llena de perfidias y engaños.

-¿Quién estaba allí?

-Diré a usted; mi padre poseía una buena colección de cuadros un tanto licenciosos. Abundaban las desnudeces provocativas, casi deshonestas; había jardines de amor, bacanales, festines campestres y tocadores de Venus. El fundador de tal galería fue gran epicúreo, y gustaba de recrearse en aquellos mudos testigos y compañeros de sus orgías. Entre estas pinturas había una que sobresalía y cautivaba la atención más que las otras; representaba a Paris y Elena reposando en una fresca gruta de la isla de Cranaé. Hermoso era el rostro de la mujer de Menelao; pero el del joven troyano era más hermoso aún: habíale dado tal animación el pincel, que parecía que hablaba y que infundía a Elena sus pérfidos pensamientos. Siempre creí ver algo de viviente aquella figura, que a veces por una ilusión inexplicable parecía moverse y reír. A todos impresionaba, y especialmente a mí. Recuerde usted bien esto, para que no lo sea difícil comprender la narración que va a seguir. Voy a contar la espantosa historia.

-¿Con que en ese cuadrito de Paris comienza la historia? Debe de ser bonita.

-Ahora verá usted: yo me casé. Mi mujer vivía allí conmigo. ¡Cuánto la amaba! Al principio asaltábame el sentimiento de que mi vida sería corta, y apenas podría disfrutar de tanta felicidad; pero al poco tiempo de casado me entraron melancolías, di en cavilar... Yo soy un cavilador sempiterno. Adoraba a mi esposa, y tenía celos hasta del aire que respiraba.

-Ya se empieza a embrollar el asunto -dije entre mí-; el casamiento, el cuadro de Paris, el amor caviloso que tenía usted a su esposa... Esto es más confuso que el salón de antigüedades.

Y en verdad, ya me pesaba haber provocado la enfadosa relación del doctor, en la cual no encontraba interés alguno. Digresiones, extravagancias: a esto se reducía todo. Me resigné, sin embargo, a escuchar.

«Hubo en los primeros días de mi matrimonio -continuó-, momentos de inefable felicidad: me creí elevado, espiritualizado, loco; sentía como una inflamación cerebral, e impulsos de correr, gritar, hablar a todo el mundo. Mas de pronto caía en el abismo de mis cavilaciones, sumergiéndome en mi propia tristeza. Nadie me hacía decir palabra. Tenía clavada en el pensamiento mi idea, mi tormento. ¿No sabe usted lo que era?

-¿Qué he de saber, por mis pecados?

-¡Oh! -exclamó cerrando los puños, inflamado el rostro y con un vivísimo fulgor en sus ojos-, era que yo pensaba... Un día entré tarde en mi casa, entré y vi...

El doctor se paró un momento, absorto, ocultando la cabeza entre las manos, y permaneció un rato en silencio.

Este silencio me permitió un momento de descanso, y miré en derredor mío, donde todo era tranquilidad. Un gruñido sordo turbaba el silencio de la habitación: era doña Mónica, que roncaba, la cabeza como enterrada en el pecho, libre de cuidados, feliz, dando rienda suelta a su espíritu, que volaba libremente quién sabe por dónde. Sus labios, sombreados por un bigotillo, se extendían formando hocico, y por allí y por su aplastada y carnosa nariz, convertida por la violencia de la respiración en verdadero caño de órgano, salía la ruidosa sinfonía que turbaba el profundo silencio del laboratorio. El doctor, alzando de nuevo la cabeza, continuó:

«Mi boda fue repentina: no habían precedido más relaciones íntimas, furtivas, que enlazan las almas moralmente antes de ser atadas las personas por el nudo religioso y civil. Yo no había sido su novio; y aquello fue más bien cosa concertada por los padres, guiados por la conveniencia, que unión espontánea de dos amantes que se cansan de la vida platónica. Nos casamos no muchos días después de habernos conocido; y de aquí creo yo que provinieron todos mis males. Yo, no obstante, la amé mucho desde que resolví unirme a ella. Pero llegó el día, y no sé por qué, creí ver en su semblante más bien las señales de la resignación que las de la alegría, lo que me contristó sobremanera, y me hizo meditar; mas cuando vino a sospechar si habría hecho mal, ya estaba casado. Esto no impidió que tuviera momentos de felicidad como antes he dicho; pero pasaban rápidamente, dejándome después sumergido en mis meditaciones. ¿Sabe usted cual fue el tema de mi eterno cavilar? Pensaba de continuo en mi esposa, sospechando de su fidelidad para lo futuro; esta idea se clavó con tanta tenacidad en mi cerebro, que no me dejaba reposar. Me ocurrió que debía ser un tirano para ella, encerrarla, evitar todas las ocasiones de que pudiera engañarme: a veces fijaba mis ojos en los suyos, y quería leerle el pensamiento. El asombro con que ella ve a estas cosas mías, precisamente al poco tiempo de casados, no es para referido: por último empezó a tenerme miedo; y a la verdad, yo lo infundía a cualquiera con mi siniestra austeridad y reconcentración. Pugnaba por echar de mí aquella idea; llamaba a la razón; pero esta parecíame a veces más loca que la fantasía, y entre las dos me llevaban al último grado de tormento.

-¿Pero en qué se fundaba usted, hombre de Barrabás, para esa descabellada sospecha? -le pregunté, buscando un rayo de lógica en las cavilaciones del doctor Anselmo.

-En nada positivo por de pronto. Luego verá usted. Ella me tenía miedo: yo lo conocía. Pero esto es inexplicable, usted no puede comprenderlo.

Y en efecto, nada comprendía de semejante jerigonza, de aquellos hechos en que todo era confusión.

-Nada puede usted comprender por ahora, sino después, cuando le explique todo lo que me pasó. Un día estaba ella en esa habitación que he descrito últimamente; hallábase en pie junto al magnífico lienzo de Paris y Elena, de que hablé a usted. -«¡Qué hermosa figura!» -dijo señalando a Paris. -«Sí», repliqué yo mirándola también. Y los dos contemplamos un rato la belleza singular del incomparable mancebo. Después ella se marchó, y yo tras ella...

-Cada vez entiendo menos -dije para mis adentros.

-Esto que acabo de contar explicará un poco mi sorpresa, mi terror, cuando una noche entré en casa y vi...

-¿Pero qué? -pregunté, deseando saber lo que vio el doctor alucinado.

-Para que usted se haga cargo bien de esto, debo ponerle en antecedentes de muchas cosas que influyeron mucho en el nunca visto estado de mi espíritu. Aún recuerdo su alcoba, iluminada por misteriosa luz. Entro y veo allí sus ropas arrojadas en desorden, sus joyas... Presto atención y siento el ruido de su aliento: me acerco, tomo con trémula mano la cortina del lecho, la levanto, la veo... Me siento junto a la cama... sus labios se mueven, me parece que va a hablar... no dice nada, nada; pero a mí me parece que sus labios han articulado silenciosamente una palabra que no llega a mi oído... me acerco más... me parece que frunce las cejas y que después las dilata... fijo más la atención... me parece que se sonríe.

-Todo eso no explica nada -observó con cierto enojo al ver que de la boca del sabio no salían que embrollos.

-Todo eso, amigo mío, sirve para explicar a usted cuál sería mi estupor, mi espanto, cuando vi...

-¿Qué vio usted, hombre? Sepamos -dije con impaciencia.

-Vi, vi...

El doctor no pudo continuar, porque un ruido instantáneo, horroroso, una detonación tremenda, resonó en la habitación, y claridad vivísima, rojiza, infernal, nos iluminó a todos. Lanzamos un grito de terror. Era que una de las retortas que se calentaban en el hornillo reventó con estrépito: el doctor, con su narración, había olvidado el experimento, y el líquido, dilatándose considerablemente, y no encontrando salida, se abrió espacio, inflamándose al contacto del fuego. Hubo un instante en que aquello parecía un infierno y todos unos demonios. Doña Mónica despertó despavorida gritando: «¡Fuego, fuego!» y se desmayó en seguida, cayendo como un saco, y aplastando con su cabeza la guitarra que muy cerca de ella estaba. El gato, que recibió en su cuerpo una gran cantidad del líquido hirviente, saltó de donde estaba lanzando chillidos de desesperación: el pobre mayaba, corría con el polo inflamado, los ojos como llamas, quemados los bigotes; corría por toda la pieza con velocidad vertiginosa; subió, bajó, encaramose al Cristo, saltándolo de los pies a la cabeza, de un brazo a otro brazo, cayó sobre un caracol, resbaló por las botas de montar, enredose en las ramas de coral, brincó sobre el esqueleto, cuyos huesos sonaron rasguñados frenéticamente; cayó de nuevo al suelo, se abalanzó sobre un ave disecada, cuyas plumas volaron por primera vez después de un siglo de quietud; se estiró, se dobló, se retorció el infeliz, porque sus carnes rechinaban como si estuviera puesto en parrillas; corría, corría sin cesar, huyendo de sí mismo y de sus propios dolores, y por último fue a caer, hinchado, dolorido, convulso, sediento, erizado, rabioso, en medio de la sala, donde pateó, mayó, clavó las uñas, azotó el suelo con el rabo, y dio mil vueltas en su lenta y horrorosa agonía.

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