J.M. Barrie - Peter Pan

Capítulo 3: ¡Vámonos, Vámonos!

Durante un rato después de que el señor y la señora Darling se fueran de la casa, las lamparillas que esta ban junto a las camas de los tres niños siguieron ardiendo alegremente. Eran unas lamparillas encantadoras y habría sido de desear que pudieran haberse mantenido despiertas para ver a Peter, pero la lamparilla de Wendy parpadeó y soltó un bostezo tal que las otras dos también bostezaron y antes de cerrar la boca las tres se habían apagado.

Ahora había otra luz en la habitación, mil veces más brillante que las lamparillas y en el tiempo que he mos tardado en decirlo, ya ha estado en todos los cajones del cuarto de los niños, buscando la sombra de Peter, ha revuelto el armario y ha sacado todos los bolsillos. En realidad no era una luz: creaba esta lumino sidad porque volaba de un lado a otro a gran velocidad, pero cuando se detenía un segundo se veía que era un hada, de apenas un palmo de altura, pero todavía en etapa de crecimiento. Era una muchacha llamada Campanilla, primorosamente vestida con una hoja, de corte bajo y cuadrado, a través de la cual se podía ver muy bien su figura. Tenía una ligera tendencia a engordar.

Un momento después de la entrada del hada la ventana se abrió de golpe por el soplido de las estrellitas y Peter se dejó caer dentro. Había llevado a Campanilla parte del camino y todavía tenía la mano manchada de polvillo de hada.

-Campanilla -llamó en voz baja, tras asegurarse de que los niños estaban dormidos-. Campanilla, ¿dónde estás? En ese momento estaba en un jarro, disfrutando de lo lindo: no había estado en un jarro en su vida.

-Vamos, sal de ese jarro y dime, ¿sabes dónde han puesto mi sombra?

Un tintineo maravilloso como de campanas doradas le contestó. Ese es el lenguaje de las hadas. Los ni ños normales no lo oís nunca, pero si lo pudierais oír os daríais cuenta de que ya lo habíais oído en otra ocasión.

Campanilla dijo que la sombra estaba en la caja grande. Quería decir la cómoda y Peter se lanzó sobre los cajones, tirando lo que contenían al suelo con las dos manos, del mismo modo en que los reyes lanzan monedas a la muchedumbre. Al poco ya había recuperado su sombra y con el entusiasmo se olvidó de que había dejado a Campanilla encerrada en el cajón.

Lo único que pensaba, aunque no creo que pensara jamás, era que su sombra y él, cuando se juntaran, se unirían como dos gotas de agua y cuando no fue así se quedó horrorizado. Intentó pegársela con jabón del cuarto de baño, pero eso también falló. Un escalofrío recorrió a Peter, que se sentó en el suelo y se echó a llorar.

Sus sollozos despertaron a Wendy, que se sentó en la cama. No se alarmó al ver a un desconocido lloran do en el suelo del cuarto, sólo sentía un agradable interés.

-Niño -dijo con cortesía-, ¿por qué lloras?

Peter también podía ser enormemente cortés, pues había aprendido los buenos modales en las ceremonias de las hadas y se levantó y se inclinó ante ella con gran finura. Ella se sintió muy complacida y lo saludó con elegancia desde la cama.

-¿Cómo te llamas? -preguntó él.

-Wendy Moira Angela Darling -replicó ella con cierta satisfacción-. Y tú, ¿cómo te llamas?

-Peter Pan.

Ella ya estaba segura de que tenía que ser Peter, pero le parecía un nombre bastante corto.

-¿Eso es todo?

-Sí -dijo él con aspereza. Por primera vez le parecía que era un nombre algo corto.

-Cómo lo siento -dijo Wendy Moira Angela.

-No es nada -masculló Peter.

Ella le preguntó dónde vivía.

-Segunda a la derecha -dijo Peter-, y luego todo recto hasta la mañana.

-¡Qué dirección más rara!

Peter se sintió desalentado. Por primera vez le parecía que quizás sí que era una dirección rara.

-No, no lo es.

-Quiero decir -dijo Wendy, recordando que era la anfitriona-, ¿es eso lo que ponen en las cartas?

Él deseó que no hubiera hablado de cartas.

-Yo no recibo cartas -dijo con desprecio.

-Pero tu madre recibirá cartas, ¿no?

-No tengo madre -dijo él. No sólo no tenía madre, sino que no sentía el menor deseo de tener una. Le parecía que eran unas personas a las que se les había dado una importancia exagerada. Sin embargo, Wendy sintió inmediatamente que se hallaba en presencia de una tragedia.

-Oh, Peter, no me extraña que estuvieras llorando -dijo y se levantó de la cama y corrió hasta él.

-No estaba llorando por cosa de madres -dijo él bastante indignado-. Estaba llorando porque no consigo que mi sombra se me quede pegada. Además, no estaba llorando.

-¿Se te ha despegado?

-Sí.

Entonces Wendy vio la sombra en el suelo, toda arrugada y se apenó muchísimo por Peter.

-¡Qué horror! -dijo, pero no pudo evitar sonreír cuando vio que había estado tratando de pegársela con jabón. ¡Qué típico de un chico!

Por fortuna ella supo al instante lo que había que hacer.

-Hay que coserla -dijo, con un ligero tono protector.

-¿Qué es coser? -preguntó él.

-Eres un ignorante.

-No, no lo soy.

Pero ella estaba encantada ante su ignorancia.

-Yo te la coseré, muchachito -dijo, aunque él era tan alto como ella y sacó su costurero y cosió la sombra al pie de Peter.

-Creo que te va a doler un poco -le advirtió.

-Oh, no lloraré -dijo Peter, que ya se creía que no había llorado en su vida. Y apretó los dientes y no lloró y al poco rato su sombra se portaba como es debido, aunque seguía un poco arrugada.

-Quizás debería haberla planchado -dijo Wendy pensativa, pero a Peter, chico al fin y al cabo, le daban igual las apariencias y estaba dando saltos loco de alegría. Por desgracia, ya se había olvidado de que debía su felicidad a Wendy. Creía que él mismo se había pegado la sombra.

-Pero qué hábil soy -se jactaba con entusiasmo-, ¡pero qué habilidad la mía!

Es humillante tener que confesar que este engreimiento de Peter era una de sus características más fasci nantes. Para decirlo con toda franqueza, nunca hubo un chico más descarado.

Pero por el momento Wendy estaba escandalizada.

-Peter, qué engreído -exclamó con tremendo sarcasmo-. ¡Y yo no he hecho nada, claro!

-Has hecho un poco -dijo Peter descuidadamente y siguió bailando.

-¡Un poco! -replicó ella con altivez-. Si no sirvo para nada al menos puedo retirarme.

Y se metió de un salto en la cama con toda dignidad y se tapó la cara con las mantas.

Para inducirla a mirar él fingió que se iba y al fallar esto se sentó en el extremo de la cama y le dio gol-pecitos con el pie.

-Wendy-dijo-, no te retires. No puedo evitar jactarme cuando estoy contento conmigo mismo, Wendy.

Pero ella seguía sin mirar, aunque estaba escuchando atentamente.

-Wendy -siguió él con una voz a la que ninguna mujer ha podido todavía resistirse-, Wendy, una chica vale más que veinte chicos.

Wendy era una mujer por los cuatro costados, aunque no fueran costados muy grandes y atisbó fuera de las mantas.

-¿De verdad crees eso, Peter?

-Sí, de verdad.

-Pues me parece que es encantador por tu parte -afirmó ella-, y me voy a volver a levantar.

Y se sentó con él en el borde de la cama. También le dijo que le daría un beso si él quería, pero Peter no
sabía a qué se refería y alargó la mano expectante.

-¿Pero no sabes lo que es un beso? -preguntó ella, horrorizada.

-Lo sabré cuando me lo des -replicó él muy estirado y para no herir sus sentimientos ella le dio un dedal.

-Y ahora -dijo él-, ¿te doy un beso yo?

Y ella replicó con cierto remilgo:
-Si lo deseas.

Perdió bastante dignidad al inclinar la cara hacia él, pero él se limitó a ponerle la caperuza de una bellota en la mano, de modo que ella movió la cara hasta su posición anterior y dijo amablemente que se colgaría el beso de la cadena que llevaba al cuello. Fue una suerte que lo pusiera en esa cadena, ya que más adelante le salvaría la vida.

Cuando las personas de nuestro entorno son presentadas, es costumbre que se pregunten la edad y por ello Wendy, a la que siempre le gustaba hacer las cosas correctamente, le preguntó a Peter cuántos años tenía. La verdad es que no era una pregunta que le sentara muy bien: era como un examen en el que se pregunta sobre gramática, cuando lo que uno quiere es que le pregunten los reyes de Inglaterra.

En realidad no tenía ni idea; sólo tenía sospechas, pero dijo a la ventura:

-Wendy, me escapé el día en que nací.

Wendy se quedó muy sorprendida, pero interesada y le indicó con los elegantes modales de salón, tocando ligeramente el camisón, que podía sentarse más cerca de ella.

-Fue porque oí a papá y mamá -explicó él en voz baja-, hablar sobre lo que iba a ser yo cuando fuera ma yor.

Se puso nerviosísimo.

-No quiero ser mayor jamás -dijo con vehemencia-. Quiero ser siempre un niño y divertirme. Así que me escapé a los jardines de Kensington y viví mucho, mucho tiempo entre las hadas.

Ella le echó una mirada de intensa admiración y él pensó que era porque se había escapado, pero en rea lidad era porque conocía a las hadas. Wendy había llevado una vida tan recluida que conocer hadas le pare cía una maravilla. Hizo un torrente de preguntas sobre ellas, con sorpresa por parte de él, ya que le resultaban bastante molestas, porque lo estorbaban y cosas así y de hecho a veces tenía que darles algún cachete. Sin embargo, en general le gustaban y le contó el origen de las hadas.

-Mira, Wendy, cuando el primer bebé se rió por primera vez, su risa se rompió en mil pedazos y éstos se esparcieron y ése fue el origen de las hadas.

Era una conversación aburrida, pero a ella, que no conocía mucho mundo, le gustaba.

-Y así -siguió él afablemente-, debería haber un hada por cada niño y niña.

-¿Debería? ¿Es que no hay?

-No. Mira, los niños de hoy en día saben tantas cosas que dejan pronto de creer en las hadas y cada vez que un niño dice: «No creo en las hadas», algún hada cae muerta.

La verdad es que le parecía que ya habían hablado suficiente sobre las hadas y se dio cuenta de que Campanilla estaba muy silenciosa.

-No sé dónde se puede haber metido -dijo, levantándose y se puso a llamar a Campanilla. El corazón de Wendy se aceleró de la emoción.

-Peter -exclamó, aferrándolo-, ¡no me digas que hay un hada en esta habitación!

-Estaba aquí hace un momento -dijo él algo impaciente-. Tú no la oyes, ¿no?

Los dos aguzaron el oído.

-Lo único que oigo -dijo Wendy-, es como un tintineo de campanas.

-Pues ésa es Campanilla, ése es el lenguaje de las hadas. Me parece que yo también la oigo.

El sonido procedía de la cómoda y Peter puso cara de diversión. Nadie tenía un aire tan divertido como Peter y su risa era el más encantador de los gorjeos. Conservaba aún su primera risa.

-Wendy-susurró-, ¡creo que la he dejado encerrada en el cajón!

Dejó salir del cajón a la pobre Campanilla y ésta revoloteó por el cuarto chillando furiosa.

-No deberías decir esas cosas -contestó Peter-. Claro que lo siento mucho, ¿pero cómo iba a saber que estabas en el cajón?

Wendy no lo estaba escuchando.

-¡Oh, Peter! -exclamó-. ¡Ojalá se quedara quieta y me dejara verla!

-Casi nunca se quedan quietas -dijo él, pero durante un instante Wendy vio la romántica figurita posada en el reloj de cuco.

-¡Oh, qué bonita! -exclamó, aunque la cara de Campanilla estaba distorsionada por la rabia.

-Campanilla -dijo Peter amablemente-, esta dama dice que desearía que fueras su hada.

Campanilla contestó con insolencia.

-¿Qué dice, Peter?

No le quedó más remedio que traducir.

-No es muy cortés. Dice que eres una niña grande y fea y que ella es mi hada.

Trató de discutir con Campanilla.

- Tú sabes que no puedes ser mi hada, Campanilla, porque yo soy un caballero y tú eres una dama.

A esto Campanilla replicó de la siguiente manera.

-Cretino.

Y desapareció en el cuarto de baño.

-Es un hada bastante vulgar -explicó Peter disculpándose-, se llama Campanilla porque arregla las cacerolas y las teteras. Ahora estaban juntos en el sillón y Wendy siguió importunándolo con preguntas.

-Si ahora ya no vives en los jardines de Kensington...

-Todavía vivo allí a veces.

-¿Pero dónde vives más ahora?

-Con los niños perdidos.

-¿Quiénes son ésos?

-Son los niños que se caen de sus cochecitos cuando la niñera no está mirando. Si al cabo de siete días nadie los reclama se los envía al País de Nunca Jamás para sufragar gastos. Yo soy su capitán.

-¡Qué divertido debe de ser!

-Sí -dijo el astuto Peter-, pero nos sentimos bastantes solos. Es que no tenemos compañía femenina.

-¿Es que no hay niñas?

-Oh, no, ya sabes, las niñas son demasiado listas para caerse de sus cochecitos.

Esto halagó a Wendy enormemente.

-Creo -dijo-, que tienes una forma encantadora de hablar de las niñas; John nos desprecia.

Como respuesta Peter se levantó y de una patada, de una sola patada, tiró a John de la cama, con mantas y todo. Esto le pareció a Wendy bastante atrevido para un primer encuentro y le dijo con firmeza que en su casa él no era capitán. Sin embargo, John continuaba durmiendo tan plácidamente en el suelo que dejó que se quedara allí.

-Ya sé que querías ser amable -dijo, ablandándose-, así que me puedes dar un beso.

Se había olvidado momentáneamente de que él no sabía lo que eran los besos.

-Ya me parecía que querrías que te lo devolviera -dijo él con cierta amargura e hizo ademán de devol verle el dedal.

-Ay, vaya -dijo la amable Wendy-, no quiero decir un beso, me refiero a un dedal.

-¿Qué es eso?

-Es como esto. Le dio un beso.

-¡Qué curioso! -dijo Peter con curiosidad-. ¿Te puedo dar un dedal yo ahora?

-Si lo deseas -dijo Wendy, esta vez sin inclinar la cabeza. Peter le dio un dedal y casi inmediatamente ella soltó un chillido.

-¿Qué pasa, Wendy?

-Es como si alguien me hubiera tirado del pelo.

-Debe de haber sido Campanilla. Nunca la había visto tan antipática.

Y, efectivamente, Campanilla estaba revoloteando por ahí otra vez, empleando un lenguaje ofensivo.

-Wendy, dice que te lo volverá a hacer cada vez que yo te dé un dedal.

-¿Pero por qué?

-¿Por qué, Campanilla?

Campanilla volvió a replicar:

-Cretino.

Peter no entendía por qué, pero Wendy sí y se quedó un poquito desilusionada cuando él admitió que había venido a la ventana del cuarto de los niños no para verla a ella, sino para escuchar cuentos.

-Es que yo no sé ningún cuento. Ninguno de los niños perdidos sabe ningún cuento.

-Qué pena-dijo Wendy.

-¿Sabes -preguntó Peter-, por qué las golondrinas anidan en los aleros de las casas? Es para escuchar cuentos. Ay, Wendy, tu madre os estaba contando una historia preciosa.

-¿Qué historia era?

-La del príncipe que no podía encontrar a la dama que llevaba el zapatito de cristal.

-Peter -dijo Wendy emocionada-, ésa era Cenicienta y él la encontró y vivieron felices para siempre.

Peter se puso tan contento que se levantó del suelo, donde habían estado sentados y corrió a la ventana.

-¿Dónde vas? -exclamó ella alarmada.

-A decírselo a los demás chicos.

-No te vayas, Peter -le rogó ella-, me sé muchos cuentos. Ésas fueron sus palabras exactas, así que no hay forma de negar que fue ella la que tentó a él primero.

Él regresó, con un brillo codicioso en los ojos que debería haberla puesto en guardia, pero no fue así.

-¡Qué historias podría contarles a los chicos! -exclamó y entonces Peter la agarró y comenzó a arrastrarla hacia la ventana.

-Wendy, ven conmigo y cuéntaselo a los demás chicos. Como es natural se sintió muy halagada de que se lo pidiera, pero dijo:

-Ay, no puedo. ¡Piensa en mamá! Además, no sé volar.

-Yo te enseñaré.

-Oh, qué maravilla poder volar.

-Te enseñaré a subirte a la ventana y luego, allá vamos.

-¡Oooh! -exclamó ella entusiasmada.

-Wendy. Wendy, cuando estás durmiendo en esa estúpida cama podrías estar volando conmigo diciéndoles cosas graciosas a las estrellas.

-¡Oooh!

-Y, oye, Wendy, hay sirenas. -¡Sirenas! ¿Con cola? -Unas colas larguísimas.

-¡Oh! -exclamó Wendy-. ¡Qué maravilla ver una sirena! Él hablaba con enorme astucia.

-Wendy-dijo-, cuánto te respetaríamos todos.

Ella agitaba el cuerpo angustiada. Era como si intentara seguir sobre el suelo del cuarto.

Pero él no se apiadaba de ella.

-Wendy -dijo, el muy taimado-, nos podrías arropar por la noche.

-¡Oooh!

-A ninguno de nosotros nos han arropado jamás por la noche.

-¡Oooh! -yle tendió los brazos.

-Y podrías remendarnos la ropa y hacernos bolsillos. Ninguno de nosotros tiene bolsillos.

¿Cómo podía resistirse?

-¡Ya lo creo que sería absolutamente fascinante! -exclamó-. Peter, ¿enseñarías a volar a John y a Michael también?

-Si quieres -dijo él con indiferencia y ella corrió hasta John y Michael y los sacudió.

-Despertad -gritó-, ha venido Peter Pan y nos va a enseñar a volar.

John se frotó los ojos.

-Entonces me levantaré -dijo. Claro que estaba en el suelo-. Caramba -indicó-. ¡Si ya estoy levantado!

Michael también se había levantado ya, completamente despabilado, pero de pronto Peter hizo señas de que guardaran silencio. Sus caras adquirieron la tremenda astucia de los niños cuando escuchan por si oyen ruidos del mundo de los mayores. No se oía una mosca. Así pues, todo iba bien. ¡No, quietos! Todo iba mal. Nana, que había estado ladrando con inquietud toda la noche, estaba ahora callada. Era su silencio lo que habían oído. «¡Apagad la luz! ¡Escondeos! ¡Deprisa!», exclamó John, tomando el mando por única vez en el curso de toda la aventura. Y así, cuando entró Liza, sujetando a Nana, el cuarto de los niños parecía el mismo de siempre, muy oscuro y se podría haber jurado que se oía a sus tres traviesos ocupantes respirando angelicalmente mientras dormían. En realidad lo estaban haciendo engañosamente desde detrás de las cor tinas.

Liza estaba de mal humor, porque estaba haciendo la masa del pudding de Navidad en la cocina y se ha bía visto obligada a abandonarlo, con una pasa todavía en la mejilla, por culpa de las absurdas sospechas de Nana. Pensó que la mejor forma de conseguir un poco de paz era llevar a Nana un momento al cuarto de los niños, pero bajo custodia, por supuesto.

-Ahí tienes, animal desconfiado -dijo, sin lamentar que Nana quedara desacreditada-, están perfectamente a salvo, ¿no? Cada angelito dormido en su cama. Escucha con qué suavidad respiran.

Entonces, Michael, envalentonado por su éxito, respiró tan fuerte que casi los descubren. Nana conocía ese tipo de respiración y trató de soltarse de las garras de Liza.

Pero Liza era dura de mollera.

-Basta ya, Nana -dijo con severidad, arrastrándola fuera de la habitación-. Te advierto que si vuelves a ladrar iré a buscar a los señores y los traeré a casa sacándolos de la fiesta y entonces, menuda paliza te va a dar el señor, ya verás.

Volvió a atar a la desdichada perra, ¿pero creéis que Nana dejó de ladrar? ¡Traer de la fiesta a los seño res! Pero si eso era lo que quería exactamente. ¿Creéis que le importaba que le pegaran mientras sus tutela dos estuvieran a salvo? Por desgracia Liza volvió a su «pudding» y Nana, viendo que no podía esperar nin guna ayuda de ella, tiró y tiró de la cuerda hasta que por fin la rompió. A los pocos instantes entraba co rriendo en el comedor del número 27 y levantaba las patas, la forma más expresiva que tenía de dar un mensaje. El señor y la señora Darling supieron de inmediato que algo horrible sucedía en el cuarto de sus niños y sin despedirse de su anfitriona salieron a la calle.

Pero habían pasado diez minutos desde que los tres pillastres habían estado respirando detrás de las cortinas y Peter Pan puede hacer muchas cosas en diez minutos.

Volvamos ahora al cuarto de los niños.

-Todo en orden -anunció John, saliendo de su escondite-. Oye, Peter, ¿de verdad sabes volar?

En vez de molestarse en contestarle Peter voló por la habitación posándose al pasar en la repisa de la chimenea.

-¡Estupendo! -dijeron John y Michael.

-¡Encantador! -exclamó Wendy.

-¡Sí, soy encantador, pero qué encantador soy! -dijo Peter, olvidando los modales de nuevo.

Parecía maravillosamente fácil y lo intentaron primero desde el suelo y luego desde las camas, pero siempre iban hacia abajo en vez de hacia arriba.

-Oye, ¿cómo lo haces? -preguntó John, frotándose la rodilla. Era un chico muy práctico.

-Te imaginas cosas estupendas -explicó Peter-, y ellas te levantan por los aires.

Se lo volvió a demostrar.

-Lo haces muy rápido -dijo John-, ¿no podrías hacerlo una vez muy despacio?

Peter lo hizo despacio y deprisa.

-¡Ya lo tengo, Wendy! -exclamó John, pero pronto descubrió que no era así. Ninguno de ellos conseguía elevarse ni una pulgada, aunque incluso Michael dominaba ya las palabras de dos sílabas, mientras que Peter no sabía ni hacer la O con un canuto.

Claro que Peter les había estado tomando el pelo, pues nadie puede volar a menos que haya recibido el polvillo de las hadas. Por suerte, como ya hemos dicho, tenía una mano llena de él y se lo hechó soplando a cada uno de ellos, con un resultado magnífico.

-Ahora agitad los hombros así -dijo-, y lanzaos.

Estaban todos subidos a las camas y el valiente Michael se lanzó el primero.

No tenía realmente intención de lanzarse, pero lo hizo e inmediatamente cruzó flotando la habitación.

-¡He volado! -chilló cuando aún estaba en el aire.

John se lanzó y se topó con Wendy cerca del cuarto de baño.

-¡Maravilloso!

-¡Estupendo!

-¡Miradme!

-¡Miradme!

-¡Miradme!

No tenían ni la mitad de elegancia que Peter, no podían evitar agitar las piernas un poco, pero sus cabezas tocaban el techo y no existe casi nada tan maravilloso como eso. Peter le dio la mano a Wendy al principio, pero tuvo que desistir, porque Campanilla se puso furiosa.

Arriba y abajo, vueltas y más vueltas. Divino era el calificativo de Wendy.

-Oye -exclamó John-, ¡¿por qué no salimos fuera?!

Por supuesto, era a esto a lo que Peter los había estado empujando.

Michael estaba dispuesto: quería ver cuánto tardaba en hacer un billón de millas. Pero Wendy vacilaba.

-¡Sirenas! -repitió Peter.

-¡Oooh!

-Y hay piratas.

-¡Piratas! -exclamó John, cogiendo su sombrero de los domingos-. Vámonos ahora mismo.

Justo en ese momento el señor y la señora Darling salían corriendo con Nana del número 27. Corrieron hasta el centro de la calle para mirar hacia la ventana del cuarto de los niños y, sí, seguía cerrada, pero la habitación estaba inundada de luz y, lo que era aún más estremecedor, en la sombra de la cortina vieron tres pequeñas siluetas en ropa de cama que daban vueltas yvueltas, pero no en el suelo, sino por el aire.

¡Tres siluetas no, cuatro!

Temblando, abrieron la puerta de la calle. El señor Darling se habría lanzado escaleras arriba, pero la se ñora Darling le indicó que fuera con más calma. Incluso trató de conseguir que su corazón se calmara.

¿Llegarán a tiempo al cuarto de los niños? Si es así, qué alegría para ellos y todos soltaremos un suspiro de alivio, pero no habrá historia. Por otra parte, si no llegan a tiempo, prometo solemnemente que todo sal drá bien al final.

Habrían llegado al cuarto de los niños a tiempo de no haber estado vigilándolos las estrellitas. Una vez más las estrellas abrieron la ventana de un soplo y la estrella más pequeña de todas gritó:

-¡Ojo, Peter!

Entonces Peter supo que no había tiempo que perder.

-Vamos -gritó imperiosamente y se elevó al momento en la noche seguido de John, Michael y Wendy.

El señor y la señora Darling y Nana se precipitaron en el cuarto de los niños demasiado tarde. Los pájaros habían volado.

James Mathew Barrie - Peter Pan
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