Parte Quinta: Mi aventura en el mar

Capítulo 22 - Así empezó mi aventura en la mar

Los amotinados ya no volvieron a atacar; ni siquiera dispararon un solo tiro desde el bosque. Habían recibido «suficiente ración para aquel día», como dijo el capitán, y pudimos dedicarnos sin otros temores a reparar el fortín, atender a los heridos y preparar una buena comida. El squire y yo nos ocupamos de esto último, e hicimos fuego en la explanada; estábamos al descubierto, pero ni nos dábamos cuenta, horrorizados por los gemidos que escuchábamos de los heridos que estaban siendo curados por el doctor.

De los ocho que habían caído en el combate, sólo tres respiraban todavía: el pirata que recibió él tiro en la aspillera, Hunter y el capitán Smollet; pero los dos primeros podíamos ya darlos por muertos. El bucanero murió mientras le operaba el doctor, y Hunter, aunque hicimos todo cuanto estaba en nuestras manos, no volvió a recobrar el conocimiento; todavía alentó, respirando estertóreamente, como el viejo capitán en nuestra hostería cuando le dio el ataque, hasta la tarde, pero tenía aplastadas las costillas y se había fracturado el cráneo en su caída, y aquella noche, sin que nos diésemos cuenta, se fue con su Hacedor.

Las heridas del capitán eran considerables, aunque no fatales. Ningún órgano había sufrido daño irreparable. El disparo de Anderson -porque fue Jo b el primero que le disparó- había roto su paletilla y tocado el pulmón, pero no de gravedad; la segunda bala había desgarrado algún músculo de su pantorrilla. Su curación era segura, dijo el doctor, pero entretanto, y en algunas semanas, no debería levantarse ni mover el brazo y, de ser posible, ni siquiera hablar.

El corte que yo me había hecho en los nudillos no tenía más importancia que una picadura. El doctor Livesey me puso un emplasto y, de propina, me dio un sopapo cariñoso.

Después de comer, el squire y el doctor se sentaron un rato junto al capitán para celebrar consejo, y después de un rato de conversación, y cuando ya era más del mediodía, el doctor tomó su sombrero y dos pistolas, se ajustó un machete al cinturón y con un mosquete al hombro salió del fortín, cruzó la empalizada por el norte y lo vimos desaparecer apresuradamente por el bosque.

Gray y yo estábamos sentados en una esquina del fortín, lo suficientemente alejados para no escuchar, por discreción, las deliberaciones de nuestros jefes. Al ver al doctor alejarse, Gray, que estaba fumando, dejó caer su pipa asombrado:

-¡Por Davy Jo nes! ¿Qué sucede? -exclamó-. ¡Se ha vuelto loco el doctor Livesey!

-No lo creo -dije-. En toda esta tripulación no hay hombre de mejor juicio.

-Pues si es así, compañero -dijo Gray-, si él no está loco, entonces el que debe estarlo soy yo.

-Debe tener algún plan -le dije-, no te quepa duda. Y si no me equivoco, creo que va en busca de Ben Gunn.

Y los acontecimientos me darían la razón.

Pero mientras tanto, como en el fortín hacía un calor sofocante y la pequeña explanada arenosa, dentro de la empalizada, ardía bajo el sol del mediodía, y quizá estimulado al imaginar con envidia que el doctor estaría caminando por la fresca umbría de aquellos bosques, con los pájaros revoloteando alrededor suyo y respirando el suave olor de los pinos, mientras yo me achicharraba allí sentado, con las ropas pegadas a la resina derretida y no viendo más que sangre y cadáveres en torno mío, lo que me producía una repulsión más intensa que el miedo que pudiera sentir, un pensamiento, no tan razonable como la misión que yo adjudicaba al doctor, empezó a urgar en mi cabeza.

Después, mientras baldeaba el fortín y fregaba los cacharros de la cocina, aquella repugnancia y aquel pensamiento fueron creciendo en mi corazón, hasta que, sin pensarlo más, y aprovechando que nadie me veía, cogí de un saco que tenía a mi lado toda la galleta que pude y llené los bolsillos de mi casaca. Era el primer paso de mi aventura.

Pensaréis que me comportaba como un insensato, y con razón, y que mi correría tenía mucho de temeridad; pero estaba decidido a intentar un plan que se perfilaba en mi cabeza, y tampoco dejé de tomar las necesarias precauciones. Mi alimentación estaba asegurada por la galleta que me había procurado... Y también me apoderé de un par de pistolas, y como ya llevaba municiones y un cuerno de pólvora, me juzgué bien pertrechado.

Mi proyecto no era demasiado aventurado. Pensé bajar hasta la restinga que separaba por el este el fondeadero de la mar abierta, buscar la roca blanca que me había parecido localizar la noche anterior y averiguar si verdaderamente allí se encontraba el bote de Ben Gunn, y, en todo caso, la importancia que pudiera tener ese hallazgo justificaba el riesgo. Pero como estaba seguro de que no me habrían permitido abandonar la empalizada, no me quedó otro recurso que despedirme a la francesa y deslizarme fuera escapando a la vigilancia.

Los acontecimientos propiciaron mi ocasión. El squire y Gray estaban ayudando al capitán a arreglar sus vendajes; nadie atendía la vigilancia, y de una carrera gané la empalizada y me escondí en la espesura; antes de que pudieran notar mi ausencia, ya estaba lejos del alcance de mis compañeros.

Esta segunda correría fue una locura mayor que mi primera escapada, pues sólo dejaba a dos hombres útiles para guardar el fortín; pero, como la anterior, condujo a la salvación de todos.

Marché directamente hacia la costa oriental de la isla, porque había resuelto descender a la restinga por el lado del mar, con lo que evitaba todo riesgo de ser descubierto desde el fondeadero. La tarde había caído, aunque aún lucía el sol y el calor era penetrante. Y a medida que seguía mi camino por entre los árboles, podía oír en la lejanía, frente a mí, no sólo el sonido del mar en las rompientes, sino el balanceo de las copas de los árboles que me indicaba que la brisa marina se levantaba con más fuerza que de ordinario. Pronto me llegaron las primeras bocanadas de aire fresco, y en unos pasos salí del bosque y pude contemplar el mar, azulísimo y resplandeciente de sol hasta el horizonte, y el oleaje que batía las playas y las cubría de espuma.

Nunca pude ver aquella mar en calma en torno a la Isla del Tesoro. Aún cuando el sol incendiara los aires sobre nuestras cabezas, aunque el cielo estuviera como suspenso, o aunque la mar fuera una limpia y tersa seda azul, grandes olas seguían batiendo noche y día a lo largo de la costa con formidable estruendo, y no creo que hubiera ni un solo lugar en la isla donde ese ruido no penetrara.

Seguí adelante, bordeando la playa, y lleno de alegría. Cuando consideré que ya había avanzado bastante hacia el sur, me deslicé con cuidado escondiéndome entre unos espesos matorrales, hasta que alcancé el lomo de una gran duna, ya en la franja arenosa.

Detrás de mí estaba el mar, y, enfrente, el fondeadero. La brisa, como si su violencia de aquella noche la hubiera agotado antes, había cesado; y suaves vientecillos se levantaban variables del sur y del sureste, arrastrando grandes bancos de niebla. El fondeadero, al socaire de la Isla del Esqueleto, era una balsa de aceite, como cuando por primera vez fondeamos en él. La Hispaniola se reflejaba nítidamente en la luna de aquel espejo, desde la cofa a la línea de flotación, y la bandera negra ondeaba en la pena de la cangreja.

A un costado amarraba uno de los botes, con Silver en popa -qué fácil me era siempre reconocerlo-, y en la goleta vi dos hombres reclinados sobre la amurada de popa; uno de ellos lucía un gorro rojo, lo que me indicaba que se trataba del mismo forajido que algunas horas antes había yo visto tratando de saltar la empalizada. Al parecer estaban en animada conversación, y reían, aunque a tal distancia -más de una milla- no podía yo entender ni una palabra. De improviso escuché la más espeluznante vocinglería, y, aunque al principio me sobresaltó, pronto reconocí los chillidos del Capitán Flint y hasta me pareció distinguir su brillante plumaje encaramado en el puño de su amo.

Poco después soltó cabos el bote y navegó hacia la costa, y el hombre del gorro rojo y su compañero desaparecieron por la cubierta.

El sol ya se había ocultado detrás del Catalejo, y la niebla empezaba a cubrir rápidamente los contornos, lo que me dio una impresión de súbito anochecer. Vi que no tenía tiempo que perder, si quería encontrar el bote aquella misma noche.

La roca blanca, que se distinguía perfectamente por encima de la maleza, estaba cerca de una milla más abajo, en el arenal, y tardé un buen rato en llegar hasta ella, porque tuve que ir avanzando con todo cuidado, algunas veces a gatas y apartando la vegetación. Ya era casi noche cerrada cuando logré alcanzarla y toqué su áspera superficie. A un lado había una hondonada poco profunda cubierta de matas y oculta por algunas dunas y arbustos de los que por allí abundaban, y en el fondo descubrí una pequeña tienda hecha con piel de cabra, como las que los gitanos llevan en sus viajes por Inglaterra. Descendí a la hondonada y levanté la falda de la tienda, y allí estaba el bote de Ben Gunn... o algo que era un bote, porque en mi vida he visto cosa más rudimentaria: un burdo armazón de palos, cubierto de pieles de cabra con el pelo hacia dentro. Era excesivamente pequeño hasta para mí, y no concibo cómo hubiera podido mantenerse a flote con un hombre hecho y derecho. Tenía una especie de bancada muy tosca, un codaste y un remo de doble pala.

Por aquella época yo aún no había visto jamás un coraclo de los que hicieron famosos los antiguos bretones; pero después he visto alguno y es lo que mejor puede dar una idea sobre el bote de Ben Gunn: parecía el primer y peor coraclo construido nunca por las manos de un hombre. Pero, al menos, poseía la mayor ventaja del coraclo: era sumamente liviano y fácil de transportar.

Cabe pensar que, ya que había encontrado el bote, debía darme por satisfecho de mi aventura; pero una nueva idea me rondaba por la cabeza, y la acariciaba con tanta insistencia, que creo que hubiera sido capaz de realizarla aun ante las propias barbas del capitán Smollett. Se trataba de deslizarme, protegido por la oscuridad de la noche, hasta la Hispaniola, cortar sus amarras y dejarla a la deriva para que encallase donde la mar la llevara. Yo estaba persuadido de que los amotinados, después de su derrota de aquella mañana, no estarían sino deseando levar anclas y hacerse a la mar, y juzgué que impedírselo podía servir a nuestros intereses. Visto que los vigilantes de la goleta no tenían ningún bote, pensé que llevar a cabo mi plan no entrañaba gran riesgo.

Me senté a esperar y aproveché para darme un atracón de galleta. La noche era tan oscura, que de mil no hubiera encontrado otra tan a propósito. La niebla cubría el territorio. Cuando los últimos fulgores de la tarde se apagaron, una total oscuridad cayó sobre la Isla del Tesoro. Y cuando por fin salí de mi escondite con el coraclo a hombros, en aquella negrura sólo se distinguían como dos ojos brillantes que venían del fondeadero.

Uno era la gran hoguera en tierra en torno a la cual los piratas bebían para olvidar su derrota; el otro, más tenue, indicaba la posición del anclaje de la goleta. La Hispaniola había ido girando con la marea -ahora su proa apuntaba hacia donde yo estaba- y las luces de a bordo que yo veía eran tan sólo un reflejo en la niebla de la intensa claridad que alumbraba la portañuela de popa. Había comenzado el reflujo y tuve que atravesar una franja de arena húmeda donde me hundí varias veces hasta las rodillas, hasta que logré alcanzar la orilla; vadeé unos metros y, cuando ya entendí que había suficiente profundidad, puse el coraclo en posición de navegar.

Capítulo 23 - A la deriva

El coraclo -y bien lo comprobé antes de acabar mis andanzas- era un bote muy seguro (si conseguía uno caber en él), y también muy marinero, pero al mismo tiempo se trataba del artefacto más indócil para su manejo. No conseguía fijar el rumbo, se desequilibraba, viraba por completo ante cualquier ola, y lo más apropiado quizá sea decir que parecía una peonza. Hasta el propio Ben Gunn me confesó tiempo después que era «un tanto misterioso hasta que uno descubría sus cualidades».

Ciertamente yo no conocía esas cualidades. No sabía gobernarlo; se atravesaba constantemente, y estoy convencido de que jamás hubiera alcanzado la goleta a no ser por el propio reflujo. Por fortuna, remase yo como quisiera, la marea me llevaba mar adentro y en ese camino la Hispaniola era un blanco difícil de no alcanzar. Al principio vi su silueta como una mancha más oscura aún sobre la oscuridad; después empecé a ver el limpio dibujo de sus mástiles y su casco, y antes de darme cuenta (pues cuanto más mar abierta alcanzaba, más rápida era la corriente), me encontré junto a su amarra y me así a ella.

La amarra estaba tan tirante como la cuerda de un arco, porque también el barco era forzado por la corriente que batía contra su casco en la oscuridad con el rumor de un riachuelo en las montañas. Un solo tajo con mi navaja y la Hispaniola sería arrastrada por la marea.

Recordé entonces que una amarra tirante, si es cortada de pronto, puede resultar tan peligrosa como la coz de un caballo. Si hubiera llegado a cometer la torpeza de cortarla, lo más probable hubiera sido que el latigazo nos enviara al coraclo y a mí por los aires.

Tratar de resolver este imprevisto, me detuvo; y al punto comprendí que no tenía solución. Pero la suerte volvió a serme propicia. Los suaves vientos que habían empezado a soplar del sur y del sureste cambiaron después de anochecer, y empecé a sentir la brisa del suroeste. En estas cavilaciones estaba, cuando un golpe . de aire empujó la Hispaniola contra la corriente, y con indecible gozo vi que la amarra se aflojaba, y la mano con que la tenía asida se hundió en el mar.

Me decidí en un instante; saqué mi navaja, la abrí con los dientes y corté el trenzado hasta que el barco quedó sujeto sólo con dos hilos. Me detuve, esperando para dar el último tajo a que de nuevo soplara el viento.

Durante toda esta faena yo había estado escuchando voces que venían del camarote; no les había prestado mucha atención, porque mi pensamiento estaba ocupado por completo en mi tarea.

Pero en aquel momento, en el silencio, aguardando, no pude dejar de prestar atención.

Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que en tiempos fuera artillero de Flint. La otra era, por supuesto, la de mi ya conocido bandido del gorro rojo. Deduje que ambos habían bebido en exceso y que aún seguían emborrachándose; pues mientras yo atendía a sus palabras, uno de ellos, lanzando un grito propio de borracho, abrió la portañuela de popa y arrojó al agua lo que supuse una botella vacía. Pero no sólo estaban embriagados, sino que era evidente que se mostraban furiosos. Escuché una sarta de maldiciones y hasta en algún momento tales expresiones de cólera, que pensé que acabarían riñendo. El altercado pareció aplacarse y las voces empezaron a suavizarse; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron a apaciguar sus ánimos.

Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandor de la gran hoguera que iluminaba por entre los árboles. Alguno cantaba una vieja, apagada y monótona canción marinera, con un quiebro al final de cada verso, y que al parecer era interminable, o al menos dependía tan sólo de la paciencia del cantor. Yo ya la había escuchado muchas veces durante la travesía, y recordaba aquellas palabras:

«... y sólo uno quedó
de setenta y cinco que zarparon.»

Pensé que esa canción tan triste era la más apropiada para unos facinerosos que habían sufrido tan crueles pérdidas en el combate de la mañana. Pero el tono tampoco reflejaba otra emoción que la dureza de aquellos bucaneros, tan insensibles como el océano por el que navegaban.

Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia la oscuridad; noté que se aflojaba la amarra, y, con un golpe de navaja, corté los últimos hilos.

Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar lentamente sobre sí misma, impulsada por la corriente. Me afané como llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento podía irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco del barco, y traté de llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que daba el último empujón mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la toldilla. Inconscientemente me agarré a él.

No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que tuve bien cogido aquel cabo, y comprobé que estaba firme, la curiosidad, como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y trepé para echar una mirada por la portañuela de popa.

Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente cerca, y con bastante peligro me balanceé hasta que pude ver el techo y 'parte del interior del camarote.

En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya velozmente por la mar, hasta el punto de que casi habíamos alcanzado la altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los marinos, y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma; tan fuerte, que fue preciso que yo mirara a través de la portañuela para explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Pero un vistazo fue más que suficiente, aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera podido dar más: Hands y su compinche estaban empeñados en una lucha a muerte, cuerpo contra cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con sus manos el cuello del otro.

Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había podido ver más que a aquellos dos furiosos contendientes con el rostro de ira, luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para que se acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.

La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella mermada pandilla, alrededor del fuego, entonaba ahora aquella otra que tantas veces yo había oído:

«Quince hombres en el cofre del muerto, 
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto. 
¡Ja! Ja! ¡Ja! ; Y una botella de ron!»

Cavilaba yo en qué atareados debían andar el ron y Satanás en aquel momento en el camarote de la Hispaniola, cuando me sorprendió un repentino bandear del coraclo. También la goleta escoraba y viró rápidamente, cambiando de rumbo. La velocidad aumentaba de una forma inexplicable.

Abrí los ojos. Por todas partes a mi alrededor rompían olas muy bajas y como fosforescentes, que se abrían con un ruido seco y una crujiente espuma. La misma Hispaniola , cuya estela me arrastraba, parecía vacilar y vi su arboladura meciéndose sobre la oscuridad de la noche; me fijé mejor, comprobé que la goleta derivaba con rumbo sur.

Eché una mirada hacia atrás, y el corazón saltó en mi pecho. Allí estaba el resplandor de la hoguera. La corriente nos había hecho virar casi en ángulo recto, arrastrándonos, goleta y coraclo, cada vez más rápidamente, con un ruido más intenso, cortando aquella proa las olas cada vez con un chasquido más fuerte, y haciendo remolinos, a través del estrecho hasta la mar abierta.

De improviso la goleta viró con violencia desviándose quizá veinte grados y en ese momento se escucharon gritos a bordo; oí ruidos de carreras hacia cubierta y adiviné que los dos borrachos habían sido interrumpidos en su pelea y se habían dado cuenta de lo sucedido.

Me agazapé en el fondo del maltrecho coraclo y encomendé devotamente mi alma a su Creador. Estaba seguro de que, en cuanto navegásemos más allá del canal, no tardaríamos en estrellarnos contra alguna de aquellas furiosas rompientes, lo que daría fin a todas mis desventuras, y, aunque quizá hubiera podido aceptar la muerte con cierta serenidad, no podía sino mirar con espanto aquel final que me aguardaba.

Supongo que permanecí horas y horas arrojado sin cesar de aquí para allá por el oleaje, calado hasta los huesos y aguardando la muerte en cada zambullida. Poco a poco el cansancio me fue rindiendo; el entumecimiento y un pasajero sopor me invadieron, pese a mi certeza de que iba a morir, y el sueño se apoderó de mí; así que, zarandeado por el mar en aquel coraclo, me dormí y soñé con mi lejana patria y con la vieja «Almirante Benbow».

Capítulo 24 - La travesía en el coraclo

Ya era pleno día cuando desperté y me encontré a la deriva en el extremo suroeste de la Isla del Tesoro. El sol estaba alto, aunque aún se ocultaba tras la masa del Catalejo, que en aquella parte de la isla bajaba casi hasta el mar como cortado a pico y dando lugar a un asombroso acantilado.

El cabo de la Bolina y el monte Mesana formaban como un recodo; desértico y sombrío el monte; el cabo, cortado por acantilados de cuarenta o cincuenta pies de altura y flanqueado por enormes peñascos caídos. Yo me encontraba a un cuarto de milla mar adentro y mi primera idea fue ir a tierra y desembarcar. Pero no tardé en abandonar este proyecto. Porque las olas rompían con estruendo contra las rocas derrumbadas, levantando grandes penachos de espuma y agua, y en ese fragor incesante me veía a mí mismo, de aventurarme a desafiarlo, destrozado contra las rocas o agotando mis fuerzas para escalar aquellos brutales peñascos.

Y no era eso todo, sino que vi agrupados en las zonas más lisas de las rocas unos monstruos viscosos -como repugnantes babosas de increíble tamaño-, que en grupos de cuatro o cinco docenas aullaban espantosamente o se dejaban caer al mar con atronadoras zambullidas.

Después he sabido que se trataba de leones marinos, es decir, criaturas inofensivas. Pero su aspecto, unido a lo dramático de aquella costa y al ímpetu del oleaje, fue más que suficiente para borrar de mi cabeza toda idea de desembarcar allí. Mejor morir de hambre en la mar, que afrontar tales peligros.

Pero, como mi confianza me decía, aún quedaban otras posibilidades de mejor suerte. Al norte del cabo de la Bolina la costa seguía por un largo trecho en línea recta, y con la marea baja dejaba al descubierto una ancha faja de amarillas arenas. Y aún más al norte, otro cabo -que las cartas señalaban como cabo Boscoso, avanzaba cubierto de altísimos y verdes pinos que llegaban hasta el borde del mar.

Recordé lo que me había indicado Silver acerca de la corriente que bordeaba la Isla del Tesoro, en dirección norte, a lo largo de la costa occidental. Y como comprobé, por mi posición, que me encontraba en aquellos momentos bajo su influencia, preferí dejar atrás el cabo de la Bolina y guardar todas mis fuerzas para intentar desembarcar en el, al parecer, más propicio cabo Boscoso.

El mar estaba suavemente ondulado. El viento soplaba constantemente y sin violencia desde el sur; y como seguía la misma dirección que la corriente, las olas no llegaban a romper.

De no ser así yo me hubiera ido a pique; pero tal como estaba la mar, mi coraclo navegaba con toda seguridad y velozmente, como si cabalgase sobre las olas. Yo iba echado en el fondo y no asomaba más que lo preciso para mirar. Veía grandes olas azules, que parecían venir sobre mí, pero el coraclo las remontaba elásticamente y caía por el otro lado como un vuelo de pájaro.

Comencé a tomar confianza, y hasta llegué a sentarme para tratar de remar. Pero la más mínima alteración en el equilibrio de peso causaba graves perturbaciones en el rumbo del coraclo. Y en uno de estos movimientos míos, insignificante, por otra parte, el bote perdió su estabilidad, se precipitó en la caída de una ola, y de forma tan brusca, que se hundió vertiginosamente contra el flanco de otra ola que seguía a la anterior.

Quedé empapado y preso del miedo, pero rápidamente aseguré mi anterior posición, y el coraclo pareció estabilizarse y volvió a navegar tranquilamente por entre aquellas grandes olas. No dudé que lo mejor era dejarlo navegar a su natural; lo que, por desgracia, me alejaba de tierra.

Tuve miedo, pero no por ello perdí la cabeza. Traté , primero, de achicar el agua que había inundado el coraclo sirviéndome de mi sombrero; después, asomando con cuidado por la borda, empecé a estudiar las características del bote para deslizarse con tanta suavidad sobre las olas.

Observé que cada ola, en lugar de ser esa gran montaña tersa y pulida que se ve desde tierra o desde la cubierta de un navío, era mucho más parecida a una cordillera con sus picos y sus montes y valles. El coraclo, abandonado a la deriva, serpenteaba por entre las olas acomodándose a las zonas más bajas y esquivando las más abruptas y vacilantes cimas.

«Bien», me dije a mí mismo, «está claro que debes continuar tumbado como estás; pero también puedes aprovechar, cuando el bote esquive las olas y navegue entre dos, para dar con el remo una paletada y tratar de enderezar el rumbo hacia tierra». Y así lo hice. Continué tendido en la más incómoda postura, y de cuando en cuando asomaba para dar un ligero golpe de remo que pretendía guiar el coraclo.

Fue un trabajo penosísimo y lento, pero observé que empezaba a ganar distancia, y cuando me acercaba al cabo Boscoso, aunque sabía que no había forma de pasar cerca de él, había ganado unos centenares de yardas hacia levante, y no estaba ya muy lejos. Podía ver las verdes copas de los pinos meciéndose con la brisa, y eso me dio ánimos para tratar de alcanzar, y sabía que lo conseguiría, el siguiente promontorio.

Me urgía, además, lograrlo, porque empezaba a sentir la falta de agua. El sol era abrasador y el resplandor de sus infinitos reflejos en las olas me consumía hasta el punto que mis labios estaban cubiertos por una costra de sal, mi cabeza ardía de dolor y mi garganta era como una quemadura. La visión de aquellos árboles tan próximos aguzaba mi sed y sentí vértigo; pero la corriente me arrastraba lejos del cabo y, cuando pasé a su altura, de nuevo no tuve ante mí sino una vasta extensión de mar. Pero algo allí hizo cambiar por completo el curso de mis pensamientos.

Frente a mí, a menos de media milla, estaba la Hispaniola, navegando con las velas desplegadas. Inmediatamente pensé que iba a caer en manos de aquellos piratas, pero me sentía tan desfallecido, sobre todo por la falta de agua, que ya no sabía si aquello debía alegrarme o no; tampoco pensé más en ello, porque la sorpresa se apoderó hasta tal punto de mí, que no pude hacer más que mirar y maravillarme.

La Hispaniola navegaba con la vela mayor y dos foques al viento, y la bella lona blanca resplandecía al sol como la nieve o la plata. Cuando apareció ante mis ojos, todas sus velas iban tensas por el viento y llevaba rumbo noreste; me figuré que los que habían quedado a bordo se proponían dar la vuelta a la isla para regresar al fondeadero. Pero después empezó a virar más y más hacia el oeste, y no dudé que me habían descubierto y se proponían abordarme. Y de pronto se detuvo en el ojo del viento, con todas sus velas estremeciéndose.

«;Inútiles!», me dije; «deben estar borrachos como cubas». Y me imaginé con qué severidad les hubiera reprendido el capitán Smollett.

La goleta empezó a virar, volvió a cobrar viento y siguió navegando; durante un minuto cortó las aguas con velocidad, pero después volvió a quedarse inmóvil, otra vez en el ojo del viento. Una y otra vez sucedió lo mismo. Hacia cualquier lado, norte o sur, este y oeste, la Hispaniola repitió sus inexplicables bandazos y a cada escapada volvía a quedar con el velamen distendido. Pensé que el barco navegaba sin gobierno. Pero ¿dónde estaban entonces los dos marineros? Estarían borrachos o habrían desertado. Y planeé subir a bordo y hacerme con el timón con el fin de entregársela al capitán.

La corriente empujaba ahora la goleta y el coraclo hacia el sur velozmente. La Hispaniola navegaba de manera tan vacilante y tan irregular, y en cada detención permanecía tanto tiempo inmóvil, que pensé que, si me decidía a remar, podía ganar ventajosamente la distancia que nos separaba e incluso alcanzarla. El proyecto tenía un sabor peligroso que me seducía, y sobre todo pensar en el tanque de agua a bordo, junto a la escala de proa, duplicaba mi renacido valor.

Me senté al remo, y en ese instante una ola me cubrió. Pero me mantuve firme y empecé a remar con todas mis fuerzas y con precaución, tratando de abordar la Hispanióla. Embarqué un golpe de mar tan violento, que hube de parar y achicar el bote. Pero mi corazón revoloteaba en mi pecho como un pájaro. Poco a poco fui guiando el coraclo entre las olas y ya no tuve más contratiempos que algún golpe de agua por la proa y los naturales remojones. Iba aproximándome rápidamente a la goleta; ya percibía el brillo del latón de su rueda de timón, que giraba loca, pero no veía ni un alma sobre cubierta. Era extraño, pero supuse que la habían abandonado. O que los marineros debían estar borrachos en el camarote, y en ese caso quizá lograra reducirlos y gobernar el barco a mi antojo.

Durante un rato la goleta permaneció detenida, lo que no era ventajoso para mí. Aproaba hacia el sur, pero daba constantes bandazos y, cada vez que cambiaba de rumbo, las velas cobraban viento y la fijaban en una nueva derrota. He dicho que esto era lo menos ventajoso para mí, porque, si bien parecía inmóvil, veía las velas que restallaban como cañones y los motones rodaban por cubierta, y la goleta seguía alejándose de mí tanto por la fuerza de la corriente como por el viento que la impulsaba.

Pero por fin se presentó mi oportunidad. La brisa amainó durante unos segundos, y sólo impulsada por la corriente la Hispaniola empezó a virar lentamente sobre sí misma y acabó por presentarme la popa con la portañuela del camarote todavía abierta de par en par y la lámpara que aún iluminaba desde la mesa, aunque ya era pleno día. La vela mayor pendía como una bandera. La goleta no tenía otro impulso que la corriente.

Aunque en los últimos momentos yo había perdido terreno, comencé denodadamente a remar tratando de alcanzarla.

No distaba ya más de cien yardas cuando el viento volvió de improviso. Soplaba de babor y las velas lo recogieron hinchándose y la goleta empezó a navegar de nuevo ciñendo y cortando las olas como una golondrina.

Mi primer impulso fue de desesperación, pero inmediatamente sentí un profundo gozo. La goleta viró y avanzó de costado hacia mí, cubriendo velozmente la distancia que nos separaba. Yo contemplaba fascinado la blancura del agua cortada por su roda, y me pareció inmensa desde mi pequeño coraclo.

En ese instante me di cuenta del peligro. No tuve tiempo de pensar; apenas pude saltar, y así salvarme. Porque justamente, cuando me hallaba en la cresta de una ola, me abordó la goleta que avanzaba escorada y como el viento. Vi pasar su bauprés sobre mi cabeza. Salté del coraclo y vi a éste hundirse en las aguas. Me agarré al botalón del foque y afirmé un pie entre el estay y la braza. En ese instante, mientras trataba con todas mis fuerzas de asegurarme, un golpe sordo me advirtió que la goleta acababa de abordar, destrozándolo, al coraclo, y que por lo tanto yo ya no tenía otra salvación que la propia Hispaniola.

Capítulo 25 - Cómo arrié la bandera negra

Apenas había conseguido encaramarme sobre el bauprés, cuando el petifoque dio una sacudida y se tensó con el viento, batiendo con un violento sonido. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquel tremendo impulso, pero un instante después, aunque las otras velas aún recogían viento, dio otra sacudida, como un aletazo, y quedó de nuevo caído.

Casi a punto estuve de caer a la mar; así que me apresuré a gatear por el bauprés hasta dar de cabeza en la cubierta.

Vine a caer a sotavento del alcázar, y la vela mayor, que continuaba tensa por el viento, sirvió para ocultarme. No descubrí a los piratas. En la tablazón, que nadie había baldeado desde el motín, podían contarse las huellas de muchos pies; y una botella, vacía y rota por su cuello, rodaba de un lado a otro por cubierta como una cosa viva entre los imbornales.

De repente la Hispaniola orzó y los foques restallaron; el timón dio un giro y toda la goleta se inclinó con una violentísima sacudida. La botavara cobró hacia la otra borda, chirriando su escotaen los motones, y toda la banda de barlovento quedó ante mi vista. Allí estaban los dos piratas: el del gorro rojo, caído de espaldas, tieso, con los brazos abiertos en cruz y mostrando sus dientes por la boca entreabierta. Israel Hands estaba sentado y caído contra la amurada, con su barbilla hundida en el pecho, las manos abiertas apoyadas en la cubierta y el rostro, pese a su piel curtida, tan blanco como la cera de una vela.

Durante cierto tiempo, el barco continuó su rumbo a grandes bandazos como un caballo resabiado, a toda vela y sintiéndose crujir su arboladura. Su proa cortaba las aguas embravecidas, y las olas rompían y caían como lluvia de espuma sobre cubierta; cuánto más violentos resultaban estos bandazos en aquel hermoso barco, que en mi pequeño y rudimentario coraclo que ya estaba en el fondo del mar.

A cada bandazo de la goleta el pirata del gorro rojo resbalaba hacia un lado u otro, pero a pesar de tan tremendo zarandeo -lo que producía una macabra impresión- no se modificaba su aspecto ni aquella siniestra mueca que le hacía enseñar los dientes. También Hands a cada oscilación parecía hundirse más y más en sí mismo, escurriéndose sobre cubierta; su cuerpo empezó a inclinarse hacia popa y pronto lo único visible de su rostro fue una oreja y el rizo medio pelado de una patilla.

En torno a ellos observé grandes manchas oscuras en la tablazón, y vi que era sangre, lo que me hizo pensar que ambos habían muerto uno a manos de otro en el extravío de la borrachera.

Estaba yo mirándolos y pensando en todas estas cosas, cuando, en un momento en que el barco se mantenía bastante quieto, Israel Hands se volvió un poco hacia un lado, con un quejido sordo, y se movió lentamente volviendo a colocarse en su anterior postura. El quejido, propio de un terrible dolor o una mortal debilidad, y más que otra cosa aquel gesto de abatimiento con su cabeza hundida en el pecho casi me ablandaron el corazón. Pero me bastó recordar la conversación que había escuchado desde la barrica de manzanas para que toda piedad desapareciera de mí.

Fui a popa hasta acercarme a él, que estaba junto al palo mayor.

-He subido a bordo, señor Hands -dije irónicamente. Entonces él volvió sus ojos hacia mí casi sin fuerzas; estaba tan desfallecido como para mostrar sorpresa y sólo pudo articular una palabra:

-Brandy.

Pensé que estaba muriéndose, y pasando bajo la botavara, que de nuevo barría la cubierta, bajé a los camarotes de popa.

Ante mis ojos se ofreció el mayor de los desastres. Todos los armarios y cajones habían sido forzados, supongo que en busca del mapa. El piso estaba enfangado, porque seguramente aquellos malvados se habían revolcado allí en sus borracheras y deliberaciones tras regresar de la marisma cercana a nuestro fortín. Los mamparos, que recordaba pintados de blanco con cenefas doradas, estaban ahora manchados con señales de manos. Docenas de botellas vacías chocaban unas contra otras por todos los rincones del camarote. Uno de los libros de medicina del doctor estaba abierto sobre la mesa y la mitad de sus páginas habían sido arrancadas, imagino que para encender sus pipas. Y en medio de aquella visión, una lámpara, todavía encendida, iluminaba con una luz humosa, débil y sombría.

Fui a la bodega: los barriles de vino habían desaparecido y un sorprendente número de botellas había sido ya consumido y luego arrojado fuera.

No cabía duda de que desde que el motín comenzara ni uno solo de aquellos piratas había estado sobrio ni por un instante. Buscando por aquel desorden encontré una botella en la que aún quedaba un poco de brandy para Hands; y también descubrí galleta, frutas en conserva, un gran racimo de pasas y un trozo de queso, lo que aproveché. Volví a cubierta, puse mis provisiones detrás del timón y, evitando las posibles miradas del contramaestre, me dirigí hacia el tanque de agua y bebí un largo y maravilloso trago. Después me acerqué a Hands y le di el brandy.

Se bebió más de medio cuartillo antes de quitarle la botella de los labios.

-¡Ay! -exclamó-, ¡qué demonios! ¡Lo necesitaba!

Yo estaba en mi rincón y empecé a comer.

-¿Se encuentra muy mal? -le pregunté. Dio un gruñido o, para decirlo mejor, aulló.

-Si aquel medicucho estuviera a bordo -dijo-, me pondría en pie de dos pases, pero no tengo suerte, ya ves, y eso es lo peor que me sucede. En cuanto a ese espantapájaros -añadió señalando al del gorro rojo-, está muerto y bien muerto. No era un marinero, ni siquiera un hombre. Y ahora dime, ¿de dónde sales tú? -Bien -dije-, estoy a bordo para tomar posesión de este barco, señor Hands; y tendrá la amabilidad de considerarme su capitán hasta nuevas órdenes.

Me miró perplejo, pero no dijo nada. El color empezaba a volver a sus mejillas, aunque continuaba bastante pálido y a cada bandazo de la goleta seguía escurriéndose por la cubierta.

-Y a propósito -continué-, no puedo aceptar esa bandera, señor Hands; así que con su permiso la voy a arriar. Mejor no ondear ninguna que ver izada ésa.

Y sorteando de nuevo la botavara, fui hasta donde estaba amarrada la driza y arrié aquella maldita bandera negra y la arrojé a las aguas.

-¡Dios salve al Rey! -grité, haciendo un alarde con mi sombrero-. ¡Este es el final del capitán Silver!

El me miraba ya con aire de astucia, aunque seguía sin variar su postura.

-Calculo -dijo finalmente-, calculo yo, capitán Hawkins, que bien le gustaría ahora poder tocar puerto. Podríamos charlar de ello.

-Sí -dije-, con todo mi corazón, señor Hands. Diga qué se le pasa por la cabeza -y continué comiendo con un excelente apetito.

-Ese tipejo -empezó, señalando, tembloroso por la debilidad, el cadáver-... O'Brien se llamaba... un apestoso irlandés. Bien, ese hombre y yo largamos velas para volver al fondeadero. El está ya muerto y más tieso que un pantoque, y no sé quién va a poder gobernar este barco. Si yo no le digo lo que tiene usted que hacer, usted no es hombre que sepa de esto, por lo que a mí se me alcanza. Así que podemos hacer un trato: usted me da de comer y de beber y algún trapo para vendarme la herida, y yo le diré cómo debe gobernar el barco. Así cuadran las cuentas, y cada cual toma lo suyo.

-Voy a decirle una cosa -le contesté-: No voy a regresar al fondeadero del capitán Kidd. Mi idea es llevar la goleta a la Cala del Norte y vararla allí tranquilamente.

-Así tendrá que ser -exclamó-. No soy ningún estúpido marino de agua dulce, después de todo. Tengo ojos en la cara, ¿no? He jugado y perdido, y es usted quien ahora manda. ¿A la Cala del Norte? ¡No me da donde elegir! Pero estoy dispuesto a ayudarlo, aunque me conduzca al Muelle de las Ejecuciones, ¡rayos!, así lo haré.

No me pareció que sus palabras careciesen de cierto buen sentido. Y cerré aquel trato. En tres minutos la Hispaniola ya navegaba apaciblemente con buen viento a lo largo de la costa de la Isla del Tesoro, y esperábamos doblar el cabo septentrional antes del mediodía y alcanzar la Cala del Norte antes de la pleamar, porque ése era el momento en que podríamos embarrancarla sin que sufriera daños, y desde allí, con el reflujo, desembarcar.

Fijé con un cabo la rueda del timón y bajé a buscar mi cofre, del que saqué un pañuelo de seda de mi madre, de gran suavidad. Ayudé a Hands a vendarse la cuchillada, pues aún sangraba, en el muslo, y tras haber comido un poco y con otro par de tragos de brandy, noté que empezaba a revivir, y hasta enderezó su postura y hablaba con más vigor. Era ya otro hombre.

La brisa nos impulsaba favoreciendo nuestros deseos. La goleta cortaba el mar navegando ligera como un pájaro; la costa de la isla pasaba rápidamente ante nosotros y el paisaje cambiaba a cada minuto. Pronto dejamos de ver las tierras altas y empezamos a navegar a la altura de un territorio bajo y arenoso poblado de pinos enanos; y pronto también aquel paisaje quedó atrás, hasta que doblamos el promontorio de la colina rocosa con que la isla termina por el norte.

Yo me sentía eufórico con mi flamante mando y fascinado por la belleza de la luz del sol y los variados matices, y la conciencia, que antes me había amonestado por esta aventura, callaba ahora ante la gran victoria que había representado. Creo que mi alegría hubiera sido completa de no tener presentes los ojos del contramaestre, que me seguían donde me encontrase y con la extraña sonrisa que no se borraba dé su cara. Era una sonrisa en la que se mezclaban dolor y desfallecimiento -parecía la macilenta sonrisa de un anciano-, pero con un tinte sombrío de felonía, y ese rictus seguía todos mis movimientos, espiándome, aguardando.

Capítulo 26 - Israel Hands

El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar con más facilidad desde el extremo noreste de la isla hasta la entrada de la Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y yo no me atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo tiempo no tuvimos nada que hacer a bordo. El contramaestre me indicó cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré hacerlo y los dos nos sentamos silenciosos a comer.

-Capitán -me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa-, ¿qué hacemos con mi viejo camarada O'Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele haberlo liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta... Feo ornamento, ¿no cree usted?

-Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea -le contesté-. Por mí, ahí se queda.

-Este es un barco sin suerte, Jim -siguió, haciéndome un guiño de complicidad-. Un puñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola, pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O'Brien... y ahora está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre de letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la pluma; y para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para siempre o que vuelve otra vez?

-Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía saberlo -repliqué-. O'Brien está en el otro mundo, y hasta puede que nos esté mirando.

-¡Oh! -exclamó-. Pues es de lamentar, porque así es como si matar a uno no fuera más que matar el tiempo. De todos modos, los espíritus no cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta tener que vérmelas con ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería mucho que bajases al camarote y me trajeras un... bueno, un... ¡cómo crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú traeme una botella de vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.

Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto. Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver de O'Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña. Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me resultaba difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:

-¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?

-Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero -replicó-; con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?

-De acuerdo -le contesté-. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero me va a costar trabajo dar con la botella.

Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el mayor ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero de todas formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis sospechas quedaron confirmadas.

Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso -pues le oí quejarse-, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto, pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en la amurada.

Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si tenía las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después, atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde estaban sus compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no lo podía imaginar.

Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en . una cosa podía fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner a salvo la golera. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser puesta a flote de nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.

Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de nuevo hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.

Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistirla luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago que solemnizó con un brindis.

-¡Suerte!

Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de tabaco, me pidió que le cortase un trozo.

-Córtame un cacho -me dijo-, porque no tengo navaja ni fuerzas. Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis fuerzas! Córtame un cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.

-Bien -le dije-, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar y me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.

-¿Por qué? -me contestó-. Dime por qué.

-¿Por qué? -exclamé-. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú has traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué! ¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!

Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos no tenía yo dudas, a terminar conmigo. El, por su parte, bebió un largo trago de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:

-Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver. Pero te voy a decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que llamáis virtud. Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es mi opinión, amén. Y ahora escucha esto -añadió, cambiando bruscamente su tono-: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos pasar. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco y acabemos de una vez.

Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer.

En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen abrigo.

-Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese viejo barco.

-Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote?

-Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. Y ahora, muchacho, pon atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor! ... ¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!

Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto, gritó:

-¡Ahora, muchacho... orza!

Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa hacia la costa baja y frondosa.

La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un ruido, o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.

Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron; pero, si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa. Al precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida, porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó parado en seco.

Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola; él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con serenidad y apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido. ¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su carga? En aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a su carnicero.

Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía, y parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera inservible. Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado apunto de conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar de este lado de la eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.

Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra, entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además herido en una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba ninguna esperanza sobre su resultado.

Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó, escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.

Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver. La inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta; era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque mi enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el pensamiento, salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.

Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca abierta.

Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas, y, cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.

Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuanta de que con aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con aquella pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces, mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:

-¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no muerden, ¿no es eso lo que dijo? -añadí, riendo entre dientes. Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel momento, solté una carcajada. El tragó saliva varias veces, y trató de hablar, aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.

Jim -me dijo-, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que no tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte, sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para un buen marinero, siendo tú un grumete, Jim.

Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo pensé; el dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se soltó del obenque y cayó de cabeza al mar.

Capítulo 27 - ¡Doblones!

Como el barco estaba tan escorado, los mástiles sobresalían sobre las aguas, y a la altura que yo estaba, en la cruceta, veía bajo mis pies la superficie de la bahía. Hands , que no había alcanzado esa altura, cayó cerca del casco, casi junto a la borda. Vi su cuerpo emerger entre remolinos de espuma sanguinolenta y volver a hundirse para siempre. Cuando la mar estuvo en calma, pude verlo hecho un ovillo en el fondo de limpia y luminosa arena, en la sombra que proyectaba el casco de la goleta. A veces el temblor de una ola provocaba la ilusión de un movimiento, como si intentara levantarse. Pero estaba bien muerto, con dos disparos y, además, ahogado, y ya no era más que comida para los peces, como yo lo hubiera sido.

Empecé a sentirme mareado, desfallecido y sobrecogido por el miedo. Noté cómo la sangre caliente me corría por la espalda y el pecho. El cuchillo que me sujetaba por el hombro al mástil era como un hierro al rojo; sin embargo no me pesaba tanto ese dolor, que me creía capaz de soportar sin una queja, como el terror a caer desde la cruceta en aquellas aguas serenas y verdosas junto al cuerpo del timonel.

Me agarré con todas mis fuerzas a la cruceta, hasta que me dolieron las uñas, y cerré los ojos para no ver aquella escena. Poco a poco fui recobrando el valor, el pulso volvió a latir con un ritmo más tranquilo y comencé a sentirme dueño de mí mismo.

Mi primer pensamiento fue el de arrancarme el cuchillo; pero estaba clavado con tanta fuerza, y los nervios me fallaron, que tuve que desistir con un violento escalofrío. Y como siempre sucede con las cosas más insignificantes, fue ese tiritón el que resolvió mi problema. Porque el cuchillo, que había estado a punto de herirme en algún lado más grave o mortal, lo único que atravesaba era la parte superior del hombro, casi solamente la piel, y aquel escalofrío terminó por desgarrarla. La sangre manó copiosamente, pero me sentía libre y podía moverme y sólo mi casaca y mi camisa me unían al palo, lo que no tardé en resolver dando un fuerte tirón.

Sin perder tiempo me deslicé por el obenque de babor hasta cubierta; ni por todo el oro del mundo lo hubiera hecho por el de estribor, que caía a plomo sobre las aguas donde reposaba Israel Hands.

Bajé al camarote y curé mi herida como pude. El dolor era muy intenso y sangraba abundantemente, pero no era profunda y no la juzgué grave, ni tampoco me impedía demasiado mover el brazo. Después inspeccioné el barco, y, pues ahora estaba bajo mi mando, decidí desembarazarme de su último pasajero, el cadáver de O'Brien.

Yacía arrojado como un fardo contra la amurada, una especie de desfondado espantapájaros de rostro como la cera. Estaba en una postura que facilitaba mis intenciones; y como ya empezaba a estar habituado a estas macabras experiencias, mi antiguo temor ante los muertos había casi desaparecido. Lo agarré por la cintura, como un saco de salvado, y de un buen empujón lo arrojé por la borda. Se hundió con un ruidoso chapuzón, su gorro rojo quedó flotando en las aguas, y, cuando me dejó la espuma producida por su caía, lo vi tendido junto a Israel, moviéndose ambos con la ondulación del mar. O'Brien, aunque joven, era bastante calvo, y allí se destacaba su cráneo mondo apoyado en las rodillas de su asesino, y sobre los dos cuerpos, los peces que empezaban a congregarse.

Ahora estaba yo solo en la goleta. La marea empezaba a cambiar. El sol llegó a su ocaso y ya las sombras de los pinos se alargaban a través del fondeadero y pintaban sobre la cubierta grandes manchas de luz y sombra vacilantes. La brisa del atardecer se levantaba, y aún protegido por la colina de los dos picos, que se levantaba hacia el este, el aparejo empezaba a vibrar con un sordo silbido y las velas a agitarse de un lado para otro.

Entonces caí en la cuenta de que existía peligro para el barco. Pude arriar los foques con cierta facilidad, y los abandoné caídos en cubierta; pero la vela mayor era una tarea mucho más difícil. Cuando la goleta escoró al embarrancar, la botavara había caído del mismo lado, saliendo sobre la borda, y las jimelgasasí como parte de la lona cayeron al mar. Pensé que aquello aumentaba el peligro, pero en mi turbación no veía forma de solucionar el problema. Determiné cortar la driza, y así lo hice con mi navaja. El pico de la cangreja quebró de inmediato y una gran panza de lona distendida flotó sobre el mar. Eso fue todo lo que pude hacer, porque no conseguí mover la cargadera, y dejé la Hispaniola a su suerte como yo quedaba a la mía.

Cuando terminé estos trabajos, la oscuridad cubría el fondeadero y recuerdo que las últimas luces del sol entraban a través de un claro de los bosques y brillaban como una joya en las algas y flores que cubrían aquel navío hundido a la entrada de la bahía. Empecé asentir frío; la bajamar asentaba la goleta más y más sobre su casco y aumentaba su escora.

Traté de encaramarme hacia proa con gran dificultad y miré sobre la borda. No parecía haber mucha profundidad, y sujetándome con cuidado a la driza cortada me dejé caer lentamente al agua. Apenas me llegaba a la cintura, la arena era dura, y notaba las ondulaciones del fondo; feliz y con bastante ánimo vadeé hasta la orilla. La Hiipaniola quedó allí varada, con su vela mayor cubriendo la superficie de las aguas. En ese instante el sol se ocultó y la brisa empezó a soplar suavemente por entre los árboles en la oscuridad del crepúsculo.

Por lo menos yo estaba en tierra y no volvía del mar con las manos vacías. La goleta estaba libre de filibusteros y aguardando a nuestra gente para ser tripulada de nuevo y navegar. Yo no tenía otro pensamiento que regresar a la empalizada y gozar del relato de mi aventura. Era posible que me amonestasen por ella, pero el haber capturado la Hispaniola pensaba que podía callar todas las voces y estaba convencido de que hasta el propio capitán Smollett tendría que admitir que yo no había perdido el tiempo.

Con esos pensamientos, y alegre como el que más, tomé camino en dirección al fortín para encontrarme con mis compañeros. Traté de situarme partiendo de que el más oriental de los ríos, que desembocaban en el fondeadero del capitán Kidd, bajaba desde el monte de los dos picos que ahora tenía yo a mi izquierda; y empecé a rodearlo para cruzar cerca de su nacimiento, donde el caudal era escaso. El bosque no parecía demasiado impenetrable, y, siguiéndolo a lo largo de las estribaciones del monte, no tardé en recorrer su ladera y dar con el río, que atravesé con el agua a media pierna. Así llegué a un sitio que reconocí como aquel donde me había encontrado con Ben Gunn, el abandonado; seguí entonces mi camino con más cautela, vigilando hacia todas partes. La noche había caído y, cuando llegué cerca de la depresión entre los dos picachos, advertí como un fulgor vacilante, y pensé que el hombre de la isla estaría cocinando su cena en una hoguera. Me inquietaba imaginarlo tan despreocupado, porque ese mismo fuego que yo veía podía ser descubierto también por Silver desde su campamento en la ciénaga.

Fui acercándome poco a poco, aprovechando la oscuridad de la noche, y mucho me costó no perderme en mi camino; el monte de los dos picos quedaba a mis espaldas y el Catalejo a mi derecha, ambos muy desdibujados por la noche; pocas eran las estrellas y su brillo apagado, y el terreno por donde yo caminaba estaba plagado de matorrales que más de una vez me hicieron caer sobre la arena.

De pronto me encontré en el centro de una tenue claridad. Levanté los ojos; pálidos rayos de bellísima luz se abrían sobre la cima del Catalejo, y, casi inmediatamente, un inmenso disco de plata se levantó sobre las copas de los árboles: era la luna.

Bajo su luz anduve rápidamente los últimos tramos de mi camino; y unas veces corriendo, otras paso a paso, fui acercándome lleno de impaciencia a la empalizada. Cuando alcancé el bosque que la rodeaba, tuve buen cuidado en arrastrarme cautelosamente, porque hubiera sido un triste fin para mis aventuras recibir un tiro por equivocación de mis propios compañeros.

La luna iba levantándose con todo su esplendor; su luz iluminaba grandes zonas del bosque, y de pronto, ante mí, entre los árboles, vi un resplandor de muy distinto color. Un fulgor rojizo que por momentos se apagaba, como si fuera el rescoldo de una hoguera.

No podía ni imaginar de qué podía tratarse.

Me deslicé hasta la orilla del calvero. Hacia el oeste se veía iluminado por la luna; el resto, incluyendo el fortín, estaba aún cubierto por la oscuridad, unas tinieblas salpicadas aquí y allá por plateadas franjas de luz. Detrás del fortín brillaban las ascuas de lo que fue una hoguera, pero aún irradiaba un fuerte resplandor rojizo que contrastaba vivamente con la mórbida blancura de la luna. No se oía ruido alguno ni se sentía otra presencia que el suave sonido de la brisa.

Me detuve muy asombrado, y quizá con cierto temor. Yo sabía que mis compañeros no tenían la costumbre de encender grandes hogueras, antes bien, por orden del capitán, limitábamos las ocasiones de hacer fuego; y comencé a temer que algo malo les hubiera sucedido durante mi ausencia.

Me agazapé y con mil cuidados empecé a arrastrarme hacia el este, encubierto por las sombras, y busqué el lugar donde la empalizada estuviera más - protegida por la oscuridad, y allí la crucé.

Continué arrastrándome sin hacer el menor ruido hasta llegar a una de las esquinas del fortín. Conforme me aproximaba mi corazón iba tranquilizándose. Cuántas veces había aborrecido el sonido de los ronquidos de mis compañeros, pero cómo lo esperaba escuchar en aquellos momentos; y cómo se llenó mi corazón de alegría cuando hasta mí llegaron. Hasta aquel grito tan marinero de guardia: «¡Todo bien!», jamás habría sido tan tranquilizador.

Pero, de todas formas, empezó a inquietarme un sexto sentido: la vigilancia en torno a la empalizada era deplorable. Si hubiera sido Silver o alguno de los suyos, en lugar mío, ninguno de mis compañeros hubiera vuelto a ver la luz del día. Pensé que quizá las heridas del capitán le habían impedido organizar mejor los centinelas, y me culpé a mí mismo por haberlos abandonado en aquella situación.

Llegué a la puerta y me puse en pie. Dentro había una absoluta oscuridad y era imposible distinguir a nadie. Se escuchaba el ruido monótono de los ronquidos y me pareció oír un rumor de aletazos o el roce de un pico, que no podía -o no quería- explicarme. Empecé a andar hacia el interior tanteando con los brazos. «Mi lecho estará donde antes» (imaginé regocijado); «y cuando despierte mañana, cómo voy a reírme al ver su estupor».

Mi pie tropezó con algo blando: era una pierna; quien fuese gruñó y dio media vuelta sin llegar a despertarse.

En ese instante, de improviso, una voz estridente rompió a chillar en la oscuridad:

-¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!

Y continuó imparable como el repiqueteo de un pequeño telar. ¡Era el loro verde de Silver, el Capitán Flint! Eso era lo que yo había oído picotear; era él quien, mejor centinela que ningún humano, anunciaba mi llegada con su abrumador estribillo.

No tuve ni tiempo de recobrarme de la sorpresa. A los agudos y metálicos chillidos del loro se despertaron los durmientes y rápidamente se levantaron; y con un tremendo juramento la voz de Silver tronó:

-¿Quién va?

Intenté echar a correr, pero choqué con uno de los piratas y, al retroceder, me precipité en brazos de otro, que me sujetó con fuerza.

-¡Trae una antorcha, Dick! -dijo Silver, cuando se aseguró de mi captura.

Y uno de ellos salió del fortín y volvió rápidamente con una rama encendida.

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