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La pastora y el deshollinador

Hans Christian Andersen (1805 - 1875)

Hans Christian Andersen (1805 - 1875), nació en Odense (Dinamarca) el 2 de abril de 1805. Es uno de los más conocidos autores y poetas daneses, famoso por sus cuentos. Entre sus obras destacan además sus libros de viaje y alguna que otra Narrativa. [+ Biografía]
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¿Has visto alguna vez un armario viejo de verdad, ennegrecido por el paso del tiempo y cargado profusamente de todo tipo de ornamentos? Pues... en una sala había uno exactamente así. Fue heredado de la bisabuela y estaba adornado con rosas y tulipanes, tallados en la madera con dudoso acierto. Tenía las más extrañas espirales y entre ellas asomaban cabecitas de ciervos con exagerada cornamenta. En medio del armario sobresalía un personaje de cuerpo entero, muy ridículo y con una expresión burlona en su rostro. Tenía patas de cabra, cuernos en la frente y una larga barba. Los niños de la casa le llamaban Super-subgeneral-comandante-sargentochusquero Patas de Cabra. Era un nombre muy difícil de pronunciar, no habiendo muchos en la milicia que hayan alcanzado un grado tan alto; el mérito del personaje queda demostrado, sin duda, por el hecho de haberlo tallado con tanta minuciosidad.

En fin, el caso es que allí estaba y miraba sin cesar a la mesa que había debajo del espejo, porque en ella se encontraba una encantadora pastorcita de porcelana. La pastorcita llevaba unos zapatos dorados y el vestido sujeto graciosamente con una rosa roja; tenía un sombrero dorado y un cayado en su mano diestra. Era un verdadero encanto.

Junto a ella había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque también de porcelana. Era tan limpio y curioso como cualquier otro, porque sólo era -y no pretendía otra cosa- un deshollinador de adorno. El artista lo mismo pudo haber hecho de él un príncipe.

Allí estaba, tan gracioso, con su escalera y un rostro tan blanco y sonrosado como una muchacha -lo cual era un error, pues no le habría venido mal haber estado un poquito tiznado-. Estaba muy cerca de la pastora, por lo que, al haber sido colocados allí juntos, con el tiempo se enamoraron. Hacían una buena pareja; eran jóvenes, procedentes de la misma porcelana e igual de frágiles.

Junto a ellos había una figura tres veces mayor: un viejo chino que movía la cabeza. Era también de porcelana y decía ser abuelo de la pastorcita, aunque nunca pudo demostrarlo. Pretendía tener autoridad sobre ella, por lo que había cabeceado afirmativamente al Super-subgeneral-comandante-sargentochusquero Patas de Cabra cuando éste le pidió la mano de la pastorcita.

-Este es el marido que te conviene -le dijo el viejo chino-, un marido que, casi estoy seguro, es de caoba, y que te hará Super-subgenerala-comandanta-sargentachusquera. Tiene todo el armario lleno de cubiertos de plata, además de lo que tendrá en otros cajones secretos.

-¡No quiero ir a ese armario oscuro! -dijo la pastorcita-. He oído decir que guarda en él a otras once esposas de porcelana.

-¡Entonces tú serás la número doce! -dijo el chino-. ¡Esta noche, en cuanto empiece a crujir el viejo armario, tendremos boda, tan cierto como que soy chino! -y movió la cabeza arriba y abajo, y se durmió.

Pero la pastorcita lloró y miró a su novio, el deshollinador de porcelana.

-Te pido, por favor, -dijo ella- que huyas conmigo al ancho mundo, porque aquí no podemos continuar.

-Haré lo que tú quieras -dijo el pequeño deshollinador-. Vámonos ahora mismo. Estoy seguro de que podré mantenerte con mi trabajo.

-Quisiera haber bajado ya de la mesa -dijo ella-. No estaré tranquila hasta encontrarme en el ancho mundo.

Y él la consoló y le enseñó cómo podía poner sus piececitos en los bordes tallados de la mesa y en las doradas molduras a lo largo de las patas. También les fue muy útil su escalera, y así, por fin se encontraron en el suelo. Pero cuando miraron al viejo armario vieron que se había organizado una gran algarabía: los ciervos esculpidos estiraban sus cabezas, levantaban las cornamentas y retorcían sus cuellos, el Super-subgeneral-comandante-sargentochusquero Patas de Cabra daba saltos y gritaba al viejo chino:

-¡Que se escapan, que se escapan!

Entonces les entró miedo y saltaron rápidamente al cajón que había debajo de la ventana.

Allí encontraron tres o cuatro barajas incompletas y un pequeño teatro de muñecas, que había sido armado lo mejor posible. Se estaba representando una comedia y todas las damas, tanto de diamantes y corazones como de tréboles y picas, estaban sentadas en primera fila y se abanicaban con sus tulipanes, y detrás de ellas estaban de pie todos los reyes, mostrando bien a las claras que tenían cabeza tanto arriba como abajo, como sucede en los naipes. La comedia trataba de una pareja que no podían casarse, lo que hizo derramar lágrimas a la pastora, porque le recordaba su propia historia.

-No puedo soportarlo más -dijo-; tengo que salir de este cajón.

Pero, cuando estuvo en el suelo y miró a la mesa, observó que el viejo chino se había despertado y sacudía todo el cuerpo, porque, naturalmente, la parte inferior era de una sola pieza.

-¡Que viene el viejo chino! -gritó la pastorcita, y le entró tanto pavor que cayó sobre sus rodillas de porcelana.

-¡Se me ocurre una idea! -dijo el deshollinador-. Vamos gateando y nos metemos en la gran jarra de flores que hay en el rincón. Allí podremos escondernos entre las rosas y la lavanda y echarle sal en los ojos cuando se acerque.

-¡Es inútil! -dijo la pastorcita-. Además sé que el viejo chino y la jarra de flores han sido novios, y siempre queda algo de cariño cuando dos personas se ha querido. No, no queda más remedio que salir al ancho mundo.

-De veras te atreves a salir conmigo al ancho mundo? -preguntó el deshollinador-. ¿Te das cuenta de lo grande que es y de que quizá no regresemos nunca?

-Sí, lo sé -dijo ella.

Entonces el deshollinador la miró muy serio y le dijo:

-Mi camino va a través de la chimenea. ¿Te atreves de verdad a subir conmigo por la estufa y trepar por el tubo hasta salir a la chimenea?; una vez allí sé bien cómo arreglármelas. Subiremos tan alto que nadie podrá alcanzarnos y hallaremos la abertura que da al ancho mundo.

Y la condujo hasta la puerta de la estufa.

-¡Qué oscuro está! -dijo ella, pero le siguió a través de la estufa y del tubo, que estaba oscuro como boca de lobo.

-Ahora ya estamos en la chimenea -dijo él-. ¡Mira, mira! ¡Allá arriba brilla la estrella más hermosa!

Sí, ciertamente era una estrella del cielo la que brillaba justo encima de ellos, como si quisiera señalarles el camino. Y ellos se arrastraron y subieron -era una subida horrible, alta, muy alta-. Pero él deshollinador la alzaba, la ayudaba y la sostenía, y le señalaba los mejores sitios donde podía poner sus piececitos de porcelana. Y así subieron hasta alcanzar el borde de la chimenea y se sentaron en él, porque estaban muy cansados, como ya se supondrá.

El cielo con todas sus estrellas se abría sobre ellos, y todos los tejados de la ciudad quedaban por abajo. Alrededor de ellos, y tan lejos como alcanzaba la vista se extendía el ancho mundo; la pobre pastora nunca lo había imaginado tan grande. Inclinó su cabecita en el hombro del deshollinador y lloró hasta que el oro de su cintura comenzó a desteñirse.

-¡Esto es demasiado! -dijo-. ¡No puedo resistirlo! El mundo es demasiado grande. Ojalá me encontrara otra vez en la mesita bajo el espejo. No volveré a ser feliz hasta que vuelva. Te he seguido hasta el ancho mundo; ahora debes acompañarme a casa de nuevo, si te importo algo!

Y el deshollinador le habló con todos los argumentos razonables de que fue capaz, le habló del viejo chino y del Super-subgeneral-comandante-sargentochusquero Patas de Cabra, pero ella sollozaba con tanta pena y le besaba de tal forma, que su pequeño deshollinador no tuvo más remedio que acceder, aunque para él fuese un disparate.

Y entonces se deslizaron de nuevo con grandes apuros a través de la chimenea y bajaron de nuevo por el tubo, lo que no era nada agradable, hasta que se encontraron en la oscura estufa. Se pusieron a mirar desde detrás de la puerta para saber lo que ocurría en la sala.

Todo estaba en silencio y salieron; pero, -¡horror, en medio de la estancia estaba el viejo chino!-. Se había caído de la mesa cuando trataba de perseguirles y yacía roto en tres pedazos. Toda la espalda se le había desprendido en bloque y la cabeza había rodado a un rincón. El Super-subgeneral-comandante-sargentochusquero Patas de Cabra estaba donde siempre había estado y meditaba.

-¡Qué horror! -dijo la pastorcita-. El abuelo se ha roto por culpa nuestra. ¡No me podré reponer de esto! -Y se retorcía sus delicadas manos.

-Todavía se puede recomponer -dijo el deshollinador-. ¡Se puede pegar muy bien! No te desesperes. Cuando le encolen la espalda y le planten un buen remache en el cuello, quedará como nuevo y nos podrá decir otra vez muchas cosas impertinentes.

-¿De verdad que lo crees así? -dijo ella. Y treparon a lo alto de la mesa, donde habían estado antes.

-Bueno, ya estamos aquí de nuevo -dijo el deshollinador-. ¡Nos podíamos haber ahorrado todas las molestias!

-¡Con tal que pudiéramos reparar al viejo abuelo! -dijo la pastorcita-. ¿Costará mucho?

Y muy bien reparado que quedó. La familia le hizo pegar la espalda; le pusieron un buen remache en el cuello y quedó como nuevo, pero no podía mover la cabeza.

-¡Qué orgulloso se ha vuelto desde que se hizo trizas! -dijo el Super-subgeneral-comandante-sargentochusquero Patas de Cabra-. ¡Pues no creo que sea como para enorgullecerse! ¿Me vas a dar permiso para casarme con ella o no?

Emocionaba ver las miradas suplicantes que dirigían al viejo chino el deshollinador y la pastorcita. ¡Qué miedo tenían de que dijera que sí con la cabeza! Pero le era imposible hacerlo, y no quería confesar a un extraño que llevaba una grapa en el cuello. Con lo que las figuras de porcelana permanecieron siempre unidas, agradecidas al remache del abuelo, y continuaron queriéndose hasta que, también ellos, se hicieron pedazos.

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