La Celestina: vigésimo acto

Argumento del vigésimo acto
Lucrecia llama a la puerta de la cámara de Pleberio. Pregúntale Pleberio lo que quiere. Lucrecia le da prisa que vaya a ver a su hija Melibea. Levantado Pleberio, va a la cámara de Melibea. Consuélala, preguntándole qué mal tiene. Finge Melibea dolor de corazón. Envía Melibea a su padre por algunos instrumentos músicos. Sube ella y Lucrecia en una torre. Envía de sí a Lucrecia. Cierra tras ella la puerta. Llégase su padre al pie de la torre. Descúbrele Melibea todo el negocio que había pasado. En fin déjase caer de la torre abajo.
PLEBERIO, LUCRECIA, MELIBEA.
PLEBERIO.- ¿Qué quieres, Lucrecia? ¿Qué quieres tan presurosa? ¿Qué pides con tanta importunidad y poco sosiego? ¿Qué es lo que mi hija ha sentido? ¿Qué mal tan arrebatado puede ser que no haya yo tiempo de me vestir ni me des aun espacio a me levantar?
LUCRECIA.- Señor, apresúrate mucho si la quieres ver viva, que ni su mal conozco, de fuerte, ni a ella ya, de desfigurada.
PLEBERIO.- ¡Vamos presto! ¡Anda allá! Entra adelante, alza esa antepuerta y abre bien esa ventana, por que le pueda ver el gesto con claridad. ¿Qué es esto, hija mía? ¿Qué dolor y sentimiento es el tuyo? ¿Qué novedad es ésta? ¿Qué poco esfuerzo es éste? Mírame, que soy tu padre. Háblame, por Dios; dime la razón de tu dolor, por que presto sea remediado. No quieras enviarme con triste postrimería al sepulcro. Ya sabes que no tengo otro bien sino a ti. Abre esos alegres ojos y mírame.
MELIBEA.- ¡Ay dolor!
PLEBERIO.- ¿Qué dolor puede ser que iguale con ver yo el tuyo? Tu madre está sin seso en oír tu mal. No pudo venir a verte de turbada. Esfuerza tu fuerza, aviva tu corazón, arréciate de manera que puedas tú conmigo ir a visitar a ella. ¡Dime, ánima mía, la causa de tu sentimiento!
MELIBEA.- ¡Pereció mi remedio!
PLEBERIO.- Hija, mi bienamada y querida del viejo padre, por Dios, no te ponga desesperación el cruel tormento de esta tu enfermedad y pasión, que a los flacos corazones el dolor los arguye. Si tú me cuentas tu mal, luego será remediado, que ni faltarán medicinas ni médicos ni sirvientes para buscar tu salud, ahora consista en hierbas o en piedras o palabras, o esté secreta en cuerpos de animales. Pues no me fatigues más, no me atormentes, no me hagas salir de mi seso y dime qué sientes.
MELIBEA.- Una mortal llaga en medio del corazón que no me consiente hablar. No es igual a los otros males, menester es sacarle para ser curada, que está en lo más secreto de él.
PLEBERIO.- Temprano cobraste los sentimientos de la vejez. La mocedad toda suele ser placer y alegría, y enemiga de enojo. Levántate de ahí, vamos a ver los frescos aires de la ribera. Alegrarte has con tu madre, descansará tu pena. Cata, si huyes de placer, no hay cosa más contraria a tu mal.
MELIBEA.- Vamos donde mandares. Subamos, señor, al azotea alta, por que desde allí goce de la deleitosa vista de los navíos. Por ventura aflojará algo mi congoja.
PLEBERIO.- Subamos, y Lucrecia con nosotros.
MELIBEA.- Mas, si a ti placerá, padre mío, mandar traer algún instrumento de cuerdas con que se sufra mi dolor o tañendo o cantando, de manera que, aunque aqueje por una parte la fuerza de su accidente, mitigarlo han, por otra, los dulces sones y alegre armonía.
PLEBERIO.- Eso, hija mía, luego es hecho. Yo lo voy a mandar aparejar.
MELIBEA.- Lucrecia, amiga mía, muy alto es esto. Ya me pesa por dejar la compañía de mi padre. Baja a él y dile que se pare al pie de esta torre, que le quiero decir una palabra que se me olvidó que hablase a mi madre.
LUCRECIA.- Ya voy, señora.
MELIBEA.- De todos soy dejada, bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido amado Calisto. Quiero cerrar la puerta por que ninguno suba a me estorbar mi muerte. No me impidan la partida, no me atajen el camino por el cual, en breve tiempo, podré visitar en este día al que me visitó la pasada noche. Todo se ha hecho a mi voluntad. Buen tiempo tendré para contar a Pleberio mi señor la causa de mi ya acordado fin. Gran sinrazón hago a sus canas, gran ofensa a su vejez, gran fatiga le acarreo con mi falta, en gran soledad le dejo. Y caso que por mi morir a mis queridos padres sus días se disminuyesen, ¿quién duda que no haya habido otros más crueles contra sus padres? Bursia, rey de Bitinia, sin ninguna razón, no aquejándole pena como a mí, mató su propio padre. Tolomeo, rey de Egipto, a su padre y madre y hermanos y mujer, por gozar de una manceba. Orestes a su madre Clitemnestra. El cruel emperador Nerón a su madre Agripina, por solo su placer, hizo matar. Éstos son dignos de culpa, éstos son verdaderos parricidas, que no yo que, con mi pena, con mi muerte, purgo la culpa que de su dolor se me puede poner. Otros muchos crueles hubo que mataron hijos y hermanos, debajo de cuyos yerros el mío no parecerá grande. Filipo, rey de Macedonia; Herodes, rey de Judea; Constantino, emperador de Roma; Laodice, reina de Capadocia; y Medea, la nigromantesa. Todos éstos mataron hijos queridos y amados sin ninguna razón, quedando sus personas a salvo. Finalmente me ocurre aquella gran crueldad de Frates, rey de los partos, que, por que no quedase sucesor después de él, mató a Orode, su viejo padre, y a su único hijo y treinta hermanos suyos. Éstos fueron delitos dignos de culpable culpa, que, guardando sus personas de peligro, mataban sus mayores y descendientes y hermanos. Verdad es que, aunque todo esto así sea, no había de remedarlos en lo que mal hicieron. Pero no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves cuán cautiva tengo mi libertad, cuán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto caballero, que priva al que tengo con los vivos padres.
PLEBERIO.- Hija mía Melibea, ¿qué haces sola? ¿Qué es tu voluntad decirme? ¿Quieres que suba allá?