El año de ser diputado y madrileño adoptivo, Arqueta ya era bastante célebre para que todo el mundo conociera un epigrama que se había dignado dedicarle nada menos que el jefe de la minoría más importante del Congreso.
«Ese Arqueta, había dicho, no sólo no tiene palabra fácil, sino que no tiene palabra.»
Eso ya lo sabía Arqueta; nunca había pretendido ir para Demóstenes, ni ése era el camino; pero el tener palabra difícil no le estorbaba, y el no ser hombre de palabra le servía de muchísimo. Claro que este último defecto le acarreaba enemistades, pues las víctimas de aquella carencia le aborrecían e injuriaban; pero ya tenía él buen cuidado de que siempre fueran los caídos los que pudieran comprobar toda la exactitud del epigrama... de la minoría. ¿A que nunca había faltado a la palabra dada al presidente del Consejo de Ministros o a cualquier otro presidente de alguna cosa importante? ¡Ah!, pues ahí estaba el toque. Lo que era, que muchas veces había que navegar de bolina; algunas bordadas había que darlas en dirección que parecía alejarle de su objeto, del puerto que buscaba, pero aquel zig-zag le iba acercando, acercando, y a cada cambiazo, ¡claro!, algún tonto se tenía que quedar con la boca abierta.
Orador, ¡no! La mayor parte de los paisanos suyos que habían sido expertos pilotos del cabotaje parlamentario habían sido premiosos de palabras... y listos de manos. ¡La corrección! ¡Fíate de la corrección y no corras! En el salón de conferencias, en los pasillos, en el seno de la Comisión, en los despachos ministeriales, Arqueta era un águila. ¡Cómo le respetaban los porteros! Olían en él a un futuro personaje.
Además, aunque el diputado Arqueta no esperaba su medro del poder legislativo, se iba al bulto, o sea al poder ejecutivo. Se agarró a las faldas... de la señora del ministro de Hacienda, y la declaró buena presa; los Arqueta y Conchita Manzano, la ministra, se habían conocido en un balneario del Norte.
Conchita era una jamona que procuraba prolongar el otoño de su vida hasta bien entrado el invierno. Mejor. Ya sabía Arqueta que no se le iba a dar miel sobre hojuelas; se contentaba con la miel, con el turrón. En el balneario, aunque el trato fue de mucha confianza, Arqueta no pudo conocer, de seguro, si la ministra era una de las catorce señoras malas del Padre Coloma.
En Madrid creció la confianza, por la cuenta que les tenía a los diputados por Polanueva, y el ministro participó de la intimidad de los amigos de su mujer. Juana llegó a ser confidente de Concha, que algo tendría que contarla, y el ministro, Mediánez, hizo su favorito de Arqueta, que era el encargado por su excelencia de no tener palabra, siempre que convenía dársela a alguno y recogerla sin que él la devolviese.
La clase de servicios que Arqueta prestaba a Mediánez eran todos del género que a Mariano le gustaba, entre bastidores; se referían a lo que no puede decirse (¡la delicia de Arqueta!), y aquellos lazos eran de los que sólo abate la muerte; y puede que tampoco, porque lo probable será encontrarse en el infierno.
Arqueta, cuando convino, fue director general, subsecretario y otra porción de cosas, algunas sin nombre oficial, ni sueldo explícito.
A pesar de la pureza que el de Polanueva atribuía a la clase de relaciones que le unían al hombre público, ponía su principal confianza en las delicias del hogar doméstico... del hombre público. Cuando Arqueta pudo afirmar, para su coleto, que Conchita Manzano era de las catorce, fue cuando respiró tranquilo.
Subieron y bajaron varias veces los suyos, y Arqueta llegó a verse con méritos suficientes para entrar en una combinación, para ser ministro, siquiera fuese temporero..., que ya sabría él aprovechar la temporada y aunque fuese el temporal. Un inconveniente de jerarquía encontraba: que siendo ministro era tanto como su padrino, y no estaba bien. Pero fue el caso que las circunstancias hicieron que Mediánez estuviera indicadísimo para presidir un ministerio de transición, de perro chico, sin ministros de altura, pero que podían ser todo lo largos que quisieran. Y allí estaba él. Presidente, Mediánez, y él, Arqueta, en Fomento o donde Dios fuera servido..., ¿por qué no? Así las categorías seguían respetándose, pues el presidente seguía sien do el jefe, el amo...
¿Por qué no entraba él en las candidaturas que preparaba Mediánez por si le llamaban?
Siempre había atribuido a las faldas de Conchita la fuerza decisiva cuando había que influir en el ánimo de Mediánez y hacerle servir en caso grave los intereses de Arqueta. Ahora había que apretar por este lado.
«¡Lo que puede el amor!», pensaba Arqueta. Todo el mundo dice, y es verdad, que Mediánez sabe llevar con dignidad los pantalones; que no es de los políticos que dejan que gobierne su mujer. En efecto: yo noto que Conchita no suele imponerse a su marido; más bien le teme que le manda..., y, sin embargo, en todo lo referente a mis cosas, ¡como una seda! Pido una gollería, Mediánez se enfada, Conchita vacila...; aprieto yo, se sacrifica ella; pido, ruego, insisto, mando, y... ¡conseguido!
«Ahora el empeño es grave. Pero hay que echar el resto. Mediánez ve en mí poco ministro; tiene mil compromisos... ¡No importa venceré!... Apretemos.»
-¿No te parece a ti que debo apretar? -le decía a su mujer.
Y Juana, sin vacilar, contestaba:
-¡Pues claro! ¡Aprieta!
Ella también seguía cultivando la amistad de la de Mediánez y la del ministro mismo; pero, es claro, que, pasando lo que pasaba, y que su esposa, naturalmente, no sabía, Arqueta no creía decoroso que Juana apretase también, aparte de que lo que él no lograra menos lo conseguiría su pobre mujercita.
La ministra juraba y perjuraba que ella tenía en perpetuo asedio a su marido para que diera un ministerio, si formaba Gabinete, al pobre Mariano, que era el hombre de mayor confianza que tenían.
-Pero, desengáñate; digas tú lo que quieras, yo no mando en Mediánez tanto como tú crees. Me hace caso cuando cree que tengo razón.
Así hablaba, en sus intimidades, la ministra a su amante; pero éste no se daba a partido; insistía, insistía; aprieta que apretarás.
Era el caso que, por una de esas combinaciones tan comunes en la política de bastidores (la que gustaba a Mariano), Mediánez estaba haciendo el juego de aquel jefe del partido contrario que decía epigramas contra Arqueta. El jefe de Mediánez no quería Ministerios de transición; el enemigo sí, porque no estaba propuesto para entrar en el Gobierno; necesitaba dividir al adversario, desacreditar a un Gabinete intermedio y llegar él a tiempo y como hombre prevenido. Mediánez y Arqueta bien veían el juego; pero como la coyuntura era única para que Mediánez fuera presidente del Consejo, estaban decididos a comprar aquellos rábanos, que pasaban, y caiga el que caiga.
Lo que no sabía Arqueta era que el jefe del partido contrario, que ayudaba a subir a la Presidencia a Mediánez, ponía sus condiciones al personal del Gabinete futuro, y había declarado que Arqueta no era persona grata.
Mediánez ocultaba a su amigo las batallas que reñía con aquel señorón para obligarle a transigir con el diputado por Polanueva, a quien él quería a todo trance llevar consigo al Gabinete que iba a presidir.
En fin, para abreviar, vino la crisis, que fue laboriosa; hubo soluciones a porrillo; ministerios de altura y ministerios de perro chico..., y, por fin, ¡oh alegría!, vino un ministerio que «nacía muerto» según las oposiciones, pero nacía, que era lo principal: el Ministerio Mediánez.
¡Y Arqueta entraba en Fomento!
¡Qué escena, la de Arqueta con la ministra, cuando supo que estaba él en la lista de ministros!
Concha estaba muy contenta, claro; pero mucho más preocupada. No salía de su asombro. Estaba segura de no haberle arrancado a su marido palabra redonda de hacer ministro al buen Arqueta. Pero, en fin, ya era un hecho.
Con su mujer estuvo Mariano menos expansivo, porque tenía ciertos resquemores de conciencia, aunque muy leves... Al fin, era por una infidelidad conyugal por lo que llegaba a la anhelada poltrona... ¡Pobre Juana! Pero, ¡qué diantre!, como ella no estaba en el secreto y se veía ministra, también debía alegrarse muchísimo.
Ya lo creo que se alegraba. Estaba radiante de alegría. Ella fue la que encargó a escape el uniforme, o lo sacó de la nada, de repente, según lo pronto que estuvo listo.
A las once de la mañana iba a jurar, y a las diez Juana ya había vestido, con sus propias manos, a su marido el vistoso uniforme, reluciente de oro, con que iba a entrar en la brega ministerial. La casa se había llenado de amigos y amigas. Y, ¡oh colmo del honor y de la amabilidad!, a las diez y media recibió el matrimonio un volante de Mediánez en que decía: «Espéreme usted; voy yo a buscarle en mi coche, y a dar la enhorabuena personalmente a Juana.»
A la cual se le cayeron las lágrimas al leer esto.
¡Qué triunfo!
Llegó el presidente nuevo. Mediánez, de uniforme también, aunque no tan flamante como el de Arqueta.
Aquella casa era una Babel.
Arqueta tuvo un momento de debilidad.
Todos le decían que estaba muy guapo con el uniforme; pero el caso era que él, por no parecer fatuo, no había podido mirarse a su gusto en un espejo vestido de uniforme, ¡Y era el sueño de su vida!
Tuvo que confesarse que su dicha no hubiera sido completa aquel día si no hubiese podido aprovechar dos minutos para contemplarse a solas, a su gusto, en el espejo, adorando su propia imagen ministerial. En su gabinete, ¡dónde mejor! Allí, donde tanto había soñado con el triunfo, quería verla reflejada en aquel armario de espejo que tantas veces le había invitado a confiar en la explotación del físico.
Nada más fácil, entre el barullo de la multitud que llenaba la casa, que eclipsarse un momento...
Sin que nadie le echara de menos, con las precauciones de un ratero, Arqueta se dirigió a su gabinete. Atravesó el despacho; la puerta estaba entreabierta..., enfrente estaba el armario en cuya clara luna se quería contemplar.
¡Demonio! Antes de que las leyes físicas permitieran que Arqueta pudiera verse reflejado en el espejo... vio en él, con toda claridad..., un uniforme de ministro. ¡Era el presidente!
Pero no estaba sólo; en el espejo también vio Arqueta la imagen de Juana la regordeta..., con cuyas mejillas de rosa hacía Mediánez, el presidente sin cartera, lo mismo que él, Arqueta, había hecho la noche anterior en las mejillas, menos frescas, de la esposa del presidente.
Arqueta dio un paso atrás. No entró en su gabinete... Entró en el otro, en el que presidía Mediánez, es decir, presidir también presidía el de Arqueta, por lo visto...; pero, en fin, se quiere decir que, rechazando el primer impulso de echarlo todo a rodar, se decidió a sacrificarse en aras de la patria. Pensó primero en desgarrar el uniforme, que le quemaba, o debía quemarle el cuerpo, como la túnica de... no recordaba quién; pero no desgarró nada..., y cinco minutos después llegaba en el coche de Mediánez a casa de éste, donde aguardaban otros ministros y muchos políticos importantes. Allí estaba el protector de la nueva situación, el del epigrama, que iba a gozar de su triunfo subrepticio.
Arqueta reparó que le miraba y le saludaba aquel prócer con sonrisa burlona, tal vez despreciativa. Hubo más. Notó que en un grupo que rodeaba al ilustre jefe de la minoría se celebraban con grandes carcajadas chistes que el señor del epigrama decía en voz baja... Y a él, a Mariano Arqueta, le miraban los del grupo con el rabillo del ojo.
Sólo pudo oír esto que dijo el protector del Ministerio en voz alta y solemne:
-Sic itur ad astra!
Carcajada general.
«Sí, pensó Arqueta, eso va conmigo; el que sube así a las estrellas... soy yo.»
Y se puso como un tomate.
-Arqueta -gritó en aquel instante el cáustico jefe de la minoría, dirigiéndose al nuevo ministro de Fomento-, la calumnia ya se ceba en usted.
-¡Cómo! ¿Qué dicen?
-Que no va usted a jurar..., sino a prometer por su honor. Absurdo, ¿verdad? ¡Calumnia!...
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