Acto Segundo
Salen Doña BLANCA y ANTONIA
BLANCA: Largo día.
ANTONIA: Temerario.
BLANCA: Nunca le he visto mayor.
ANTONIA: Es, en secretos de amor,
la luz el mayor contrario.
BLANCA: ¡Ay, noche, que siempre en ti
libra amor sus esperanzas,
corre, que si no le alcanzas
no queda remedio en mí!
Apresura el negro coche
donde las mías están,
ya que fuiste de San Juan,
que es la más pública noche.
De Europa, en el mar te baña
sobre el amoroso toro,
y ven con máscara de oro
desde las Indias a España.
Si, coronada de rosas,
esperan otros amantes
la aurora, yo los diamantes
de tus alas perezosas.
Despierta, noche, que estoy
sin vida por ti. ¿Qué aguardas?
Pero tanto más te tardas
cuanto más voces te doy.
ANTONIA: Haste aliñado tan presto,
que has hecho mayor el día.
BLANCA: Previene amor la osadía,
y él me ha vestido y compuesto;
que ya mi hermano ha sabido
que quiero salir al Prado,
porque con esto, engañado,
no repare en el vestido.
¿Has avisado al cochero?
ANTONIA: ¿A las cuatro de la tarde
le he de avisar?
BLANCA: ¡Qué cobarde
me entretiene el bien que espero!
Todo pienso que ha de ser
estorbo a mi pretensión.
ANTONIA: La misma imaginación
no te deja entretener.
Suspende sólo un momento
al pensamiento el cuidado.
BLANCA: Ya pienso, y lo que he pensado
es el mismo pensamiento.
¿Aguardaré desta suerte
a don Pedro?
ANTONIA: Tal estás,
que, con ser mujer, me das
mis ansias de hablarte y verte.
BLANCA: ¿Tendrá mi propio cuidado
don Pedro?
ANTONIA: En la calle está.
BLANCA: ¿Podrá verme?
ANTONIA: Bien podrá;
pero no será acertado.
BLANCA: ¿Si vio hacer las escrituras?
ANTONIA: Todo pienso que lo vio.
BLANCA: ¿Y quieres que tenga yo
mis esperanzas seguras?
Yo muero, y la noche duerme,
¡ay de mí!
ANTONIA: Sosiega un poco.
BLANCA: Mejor podrá mi amor loco
matarme que entretenerme.
ANTONIA: Toma un libro que hay aquí
de comedias.
BLANCA: ¿Para qué?
Pues si es de amores, yo sé
que él puede buscarla en mí.
¿No has visto aquellos afectos
tan vivos de dos amantes?
Pues di a los representantes
que vengan a hurtarme afectos.
ANTONIA: A lo menos tú pudieras
imitar sus relaciones
con que tus locas pasiones,
amorosa, entretuvieras.
BLANCA: Bien dices, y tú serás
la criada de la dama.
ANTONIA: Di, que ya el vulgo te aclama,
si acción a los versos das.
porque en muchas ocasiones
que prevenirle pretende,
celebra lo que no entiende
no más de por las acciones.
BLANCA: Una mañana de abril,
cuando nueva sangre cobra
cuanto en tierra, en aire, en agua
o corre, o vuela, o se moja;
cuando por los secos ramos
nuevo humor pimpollos brota,
en cuyas pequeñas cunas
están los frutos sin forma;
cuando filomenas dulces
cantan, y piensan que lloran,
haciendo músicos libros
de los álamos las copas
con achaques del color
(invención de gente moza,
que contra el recogimiento
tal vez por remedio toma)
bajé a la Casa del Campo,
cuando la celeste concha,
abierto el dorado nácar
flores bañaba en aljófar.
Llevaba por compañía
esas dos esclavas solas,
que por el color pudieran
servir para el sol de sombra.
Tuve licencia de entrar,
y entre los cuadros que a Flora
viste de tomillo el arte
lazos de sus verdes orlas,
anduve mirando fuentes
que despeñadas se arrojan
de la altura en que se crían
a lo llano, en que se postran.
Las nuevas rosas cogía
de las ramas espinosas
tan doncellas, que aun guardaban
la clausura de las hojas.
Las que mostraban color
abríalas con la boca,
trocando aliento con ellas
por quedarme con la copia.
Miraba otra vez atenta
aquella estatua famosa
del nieto de Carlos Quinto,
que ya los cielos coronan;
padre de nuestro divino
monarca y señor, que adoran
dos mundos, por quien España
tantas esperanzas logra,
y aquel valiente caballo,
que renueva la memoria
del que llevaron los griegos
fatal engaño de Troya,
tan vivo, que imaginaba
que escuchara temerosa
los relinchos por Atlante
de tanta grandeza heroica.
Un obelisco de mármol
no lejos, por unas diosas
y sátiros vierte plata
sobre las inquietas ondas.
Hay unos olmos enfrente,
que de yedras trepadoras
han hecho eternos vestidos,
galas de su verde pompa.
Allí me senté cansada,
cuando por la senda propia
vino don Pedro a matarme,
que yo no pienso otra cosa.
Mira tú si son estrellas
las que las almas provocan;
pues se me turbó la mía
con unas nuevas congojas.
Aquí puedes tú pensar
qué palabras, qué lisonjas
me diría, cuando a un hombre
la soledad ocasiona.
Allí entró por las esclavas,
esto del sol y la sombra,
y que tras la noche negra
venía la blanca aurora.
Que era yo la primavera,
y que presidiendo a todas
las flores, las repartía
colores blancas y rojas.
Oíle, y vi ser verdad,
que no importa que la honra
sea diamante, cuando hay cera
por donde ternezas oiga.
Como si le hubiera visto
y concertado las horas
que había de estar allí,
hace que a los pies me pongan
una toalla, dos cajas,
ésta azahar, aquélla alcorzas.
Y muy hallado conmigo,
suena la música ronca
en un cubo que traía
su poco de cantimplora
(y de plata, por lo menos).
Y quitándole a una bota,
de aquello que a un hombre afrenta
una torneada gorra,
enjuaga un criado aprisa
una cristalina copa
y me brinda el tal galán,
como si fuera su novia.
Para este brindis había
una colorada lonja,
por quien Garrobillas hace
que gasten tantas arrobas.
Yo atónita del suceso
y del hombre estaba absorta,
y comiendo por los ojos,
aun no acertaba a la boca.
Acabóse aquesta fiesta
y comenzamos por otra,
que fue pedirme una mano.
(Tengo por cosa notoria
que compañeros de mesa
luego apelan a las bodas.)
Allí le dije quién era,
y él, la cara vergonzosa,
retira la mano al pecho
y el pensamiento reporta.
Pidióme perdón, humilde,
y perdonéle, amorosa;
que quien ofensas desea,
a pocos ruegos perdona.
Y en tanto que los criados
(hallados ya con las moras,
que, al ejemplo de los dueños,
fácilmente se conforman)
de segunda mesa estaban
atentos a lo que sobra,
presumiendo que tenían
para su señor señora.
Con notable cortesía,
me contó de su persona
y casa, bien cuerdamente,
una bien trazada historia.
Allí supe de sus pleitos,
que no era jornada ociosa
supe su nombre, y su patria
que era, en Navarra, Pamplona.
Con esto se iba encendiendo
del sol la dorada antorcha;
con que me volví a la villa,
y él de mi casa se informa,
donde papeles, deseos
y terceras amorosas
de mi voluntad le dieron
la merecida victoria.
Tú sabes ya lo demás.
Este fué el principio, Antonia,
deste suceso, a quien ya
sólo para ser su esposa
me falta que aquesta noche
sus estrellas me socorran.
Y no más, porque mi hermano
de ver su cuñado torna.
Amor, si eres dios, ¿qué esperas?
Así olorosos aromas
te sacrifiquen amantes
que favorezcas ahora
mi pretensión, pues es justa,
para que yo reconozca
que remuneras las penas
con las merecidas glorias.
Sale don BERNARDO
BERNARDO: En el hábito en que estás
y en la corta bizarría
echo de ver, Blanca mía,
que esta noche al campo vas.
¿Quieres hacerme un placer,
pues que yo te dejo ir?
BLANCA: ¿En qué te puedo servir?
BERNARDO: Merced me puedes hacer.
Vete en cas de mi Leonor,
pues que ya somos hermanos,
y besarásle las manos;
paga, que es justo su amor;
y las dos os podréis ir
juntas esta noche al Prado.
BLANCA: Tú verás con el cuidado
que yo la voy a servir.
BERNARDO: Yo te daré que la lleves,
como que es tuya, una joya.
BLANCA: ¡Bravo amor!
BERNARDO: ¡Ardese Troya!
muestra el amor que me debes.
BLANCA: ¿Dónde está la joya?
BERNARDO: Ven
y escoge de las que traigo.
BLANCA: ¿Tú liberal? Mas ya caigo,
Bernardo, en que quieres bien.
(Los cielos me dan favor Aparte
contra el mayor enemigo.
BERNARDO: ¡Qué murmuras, Blanca?
BLANCA: Digo
que es muy hermosa Leonor.
BERNARDO: Dila mil cosas de mí,
que quiero que la enamores.
BLANCA: Toda esta noche es de amores.
¡Oh, si amaneciese ansí!
Vanse. Salen Doña LEONOR e
INÉS
LEONOR: No trates de consolarme,
que es consolarme ofenderme.
INÉS: ¿Adónde vas?
LEONOR: A perderme.
INÉS: ¿Qué piensas hacer?
LEONOR: Matarme;
que no puede remediarme
sino la muerte en tan fuerte
desdicha.
INÉS: Señora, advierte. . .
LEONOR: No tienes que me advertir,
que el más penoso morir
es dilatando la muerte.
¡Ausentarse nos bastaba
don Juan, que es luz de mis ojos,
sin añadir los enojos
de una violencia tan brava!
Si mi hermano se casaba,
¿por qué me casaba a mí?
Pero si a don Juan perdí,
saldrá don Luis con matarme,
mas no saldrá con casarme,
puesto que haya dado el sí.
Cánsese en locos intentos,
más que el mar deshace espumas,
que dagas no son las plumas
que firman los casamientos;
antes son los fundamentos,
cuando no los junta amor,
para apartarlos mejor;
y esto de daga de hermano
es tempestad de verano:
poco rayo y gran temor.
INÉS: ¿De qué te espantas que huya
de verte casar don Juan,
puesto que tan cerca están
de que todo se concluya?
LEONOR: A ser firmeza la suya,
él viera que no podía
vencer la muerte a la mía;
mas como no la hay en él,
por no matarme cruel,
inconstante se desvía.
Sale TELLO, de camino
INÉS: ¿Quién viene aquí?
TELLO: ¿No lo ves?
INÉS: ¿Es Tello?
TELLO: Linda razón,
Echame la bendición
y dame, Leonor, los pies.
LEONOR: ¿Qué es esto?
TELLO: Partir, Señora.
LEONOR: ¿Partir? ¿Con tal brevedad?
No tiene de sí piedad,
Tello, quien se aparte agora,
pues víspera de San Juan.
TELLO: Somos de Mantua marqueses,
que por los ríos franceses
la caza buscando van.
Los tiempos son calurosos;
pienso que Sierra Morena
nos ha de dar mala cena,
aunque hay conejos famosos;
si bien no tienen igual
con el Parque de Madrid.
LEONOR: Partid, ingratos, partid,
para qué dejéis mortal
una mujer que engañastes.
TELLO: ¿Yo, señora?
LEONOR: Sí, los dos;
que habéis de dar cuenta a Dios
del daño que me causastes.
TELLO: De Inés vaya, mas ¿de ti?
LEONOR: Tú, traidor, fuiste el primero
pintándome caballero
a un ladrón.
TELLO: ¿Ladrón?
LEONOR: Sí.
TELLO: ¿Sí?
Antes hasta el nombre tiene
hurtado.
LEONOR: Eso digo yo;
que quien hasta el nombre hurtó
este nombre le conviene.
TELLO: Pues yo tengo imaginado
que fuera, Leonor discreta,
mejor para ser poeta,
porque fuera todo hurtado.
Mas sé, que si visto hubieras
lo que este pobre ha pasado,
que restituyó lo hurtado,
y aun lo por hurtar, dijeras.
Ha hecho cosas crueles
consigo, y tanto lloró,
que pienso que jabonó
con lágrimas tus papeles.
No ha comido ni he podido
hacer que tome un bizcocho;
que hoy, Leonor, desde las ocho
ayuna al partir Cupido.
Allá, con razones tibias,
dice que muere en tu fe,
por más que le prediqué
en un púlpito de Esquivias.
Cuando vió traer las mulas,
campanillas de un ausente
(no sé cómo este accidente
sin lágrimas disimulas),
la manga desabotona
del jubón y rompe aprisa
la trenza de la camisa.
No de romana matrona,
sino de Scévola brazo,
toma un cuchillo; yo corro
al socorro, y el socorro
se me volvió puntillazo,
con que dando en un baúl
en esta pierna, al contrario,
un hábito trinitario
traigo entre rojo y azul.
Luego, por huir, topé
con la esquina de un bufete,
que es bufón que se entremete,
o golpe o estorbo fué,
y metióme en la barriga
la esquina de tal manera,
que dando pasos afuera
anduve de viga en viga,
hasta que di sobre un arca,
adonde sin ser yo mona,
haciéndome de corona
vine a quedar por monarca.
LEONOR: Y el cuchillo, ¿en qué paró?
TELLO: Que, sin mandarlo Avicena,
del corazón en la vena
con la punta se picó.
Mojó en la sangre una pluma,
y apercibiendo papel,
escribió con ella en él
de sus desdichas la suma.
Pelícano, en fin, Leonor,
si no cernícalo, ha sido,
que estoy, por mal prevenido,
baldado de cazador.
LEONOR: Muestra, aquí dice: "Estas son
hoy de mi fe las postreras
reliquias." Alma, ¿qué esperas?
Voy a echarme del balcón.
INÉS: ¿Señora?
TELLO: ¡Señora!
INÉS: Tente.
TELLO: Detente.
INÉS: ¿Estás loca?
LEONOR: Sí.
Mataréme desde aquí
luego que don Juan se ausente.
Por eso dile que venga
a verme, o que muerta soy.
TELLO: Espera, yo iré, ya voy.
LEONOR: Pues venga, y no se detenga,
que si en la mula le veo,
me arrojaré del balcón.
TELLO: Caerás en el pozo airón.
LEONOR: ¿Qué infierno como un deseo?
TELLO: ¡Oh, Hero, de gran valor!
¡Oh Leandro, que nadando
vas en una mula, cuando
navegas el mar de amor! (Vase.)
INÉS: Impertinente has estado
en este necio coloquio.
LEONOR: Pues escucha un soliloquio,
de mis desdichas traslado.
INÉS: No, por Dios, que son efetos
de menos satisfacción
y quitarás de invención
lo que gastes de concetos.
Poco más o menos, sé
cuanto me puedes decir.