Biblioteca Virtual

La tía fingida (Novela ejemplar)

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Cervantes atesora una gran experiencia, rica en conocimientos sobre gentes, lugares y situaciones, su vida y su obra reflejan el proceso de maduración profunda, en todos los sentidos, de un hombre entregado a sus ideales, primero militares y luego literarios, con ahínco admirables. La vida le ofreció la cara adversa; pero este mismo hecho posibilitó la más grande obra de nuestra literatura.
|
|
|

Pasando por cierta calle de Salamanca dos estudiantes mancebos y manchegos, más amigos del baldeo y rodancho que Bártulo y Baldo, vieron en una ventana de una casa y tienda de came una celosía, y pareciéndoles novedad, porque la gente de la tal casa, si no se descu­bila y apregonaba, no se vendía, y queriéndose informar del caso, de­paróles su diligencia un oficial vecino, pared en medio, el cual les dijo:

-Señores, habrá ocho días, que vive en esta casa una señora fo­rastera, medio beata y de mucha autoridad. Tiene consigo una doncella de estremado parecer y brío, que dicen ser su sobrina. Sale con un escudero y dos dueñas, y según he juzgado es gente honrada y de gran recogimiento: hasta ahora no he visto entrar persona alguna de esta ciudad, ni de otra a visitallas, ni sabré decir de cuál vinieron a Sala­manca. Mas lo que sé es que la moza es hermosa y honesta, y que el fausto y autoridad de la tía no es de gente pobre.

La relación que dio el vecino oficial a los estudiantes, le puso co­dicia de dar cima a aquella aventura; porque siendo pláticos en la ciu­dad, y deshollinadores de cuantas ventanas tenían albahacas con tocas, en toda ella no sabían que tal tía y sobrina hubiesen cursantes en su Universidad, principalmente que viniesen a vivir a semejante casa, en la cual, por ser de buen peaje, siempre se había vendido tinta, aunque no de la fina: que hay casas, así en Salamanca como en otras ciudades, que llevan de suelo vivir siempre en ellas mugeres cortesanas, y por otro nombre trabajadoras o enamoradas.

Eran ya cuasi las doce del día, y la dicha casa estaba cerrada por fuera, de lo cual coligieron, o que no comían en ella sus moradoras, o que vendrían con brevedad; y no les salió yana su presunción, porque a poco rato vieron venir una reverenda matrona, con unas tocas blancas como la nieve, más largas que una sobrepelliz de un canónigo portu­gués, plegadas sobre la frente, con su ventosa y con un gran rosario al cuello de cuentas sonadoras, tan gordas como las de Santenuflo, que a la cintura la llegaba: manto de seda y lana, guantes blancos y nuevos sin vuelta, y un báculo o junco de las Indias con su remate de plata en la mano derecha, y de la izquierda la traía un escudero de los del tiem­Po del Conde Fernán González, con su sayo de velludo, ya sin vello, su martingala de escarlata, sus borceguíes bejaranos, capa de fajas, gorra de Milán, con su bonete de ahuja, porque era enfermo de vaguidos, y sus guantes peludos, con su tahalí y espada navarrisca. Delante venía su sobrina, moza, al parecer, de diez y ocho años, de rostro mesurado y grave, más aguileño que redondo: los ojos negros rasgados, y al des­cuido adormecidos, cejas tiradas y bien compuestas, pestañas negras, y encamada la color del rostro: los cabellos plateados y crespos por arti­ficio, según se descubrían por las sienes: saya de buriel fino, ropa justa de contray o frisado, los chapines de terciopelo negro con sus claveles y rapacejos de plata bruñida, guantes olorosos, y no de polvillo sino de ámbar. El ademán era grave, el mirar honesto, el paso ayroso y de garza. Mirada en partes parecía mui bien, y en el todo mucho mejor; y aunque la condición e inclinación de los dos manchegos era la misma, que es la de los cuerbos nuevos, que a cualquier carne se abaten, vista la de la nueva garza, se abatieron a ella con todos sus cinco sentidos, quedando suspensos y enamorados de tal donaire y belleza: que esta prerrogativa tiene la hermosura, aunque sea cubierta de sayal. Venían detrás dos dueñas de honor, vestidas a la traza del escudero.

Con todo este estruendo llegó esta buena señora a su casa, y abriendo el buen escudero la puerta, se entraron en ella; bien es verdad que al entrar, los dos estudiantes derribaron sus bonetes con un ex­traordinario modo de crianza y respeto, mezclado con afición, plegan­do sus rodillas e inclinando sus ojos, como si fueran los más benditos y corteses hombres del mundo. Atrancáronse las señoras, quedáronse los señores en la calle, pensatibos y medio enamorados, dando y tomando brevemente en qué hacer debían, creyendo sin duda, que pues aquella gente era forastera, no habrían venido a Salamanca a aprender leyes, sino para quebrantarlas. Acordaron, pues, de darle una música la noche siguiente; que este es el primer servicio que a sus damas hacen los estudiantes pobres.

Fuéronse luego a dar fin y quito a su pobreza, que era una tenue porción, y comidos que fueron y no de penos convocaron a sus ami­gos, juntaron guitarras e instrumentos, previnieron músicos, y fuéronse a un poeta de los que sobran en aquella ciudad, al cual rogaron que sobre el nombre de Esperanza -que así se llamaba la de sus vidas, pues ya por tal la tenían- fuese servido de componerles alguna letra para cantar aquella noche; mas que en todo caso incluyese la composición el nombre de Esperanza. Encargóse de este cuidado el poeta, y en poco rato, mordiéndose los labios y las uñas, y rascándose las sienes y fren­te, forjó un soneto, como lo pudiera hacer un cardador o peraile. Diósele a los amantes, contentóles, y acordaron que el mismo autor se lo fuese diciendo a los músicos, porque no había lugar de tomallo de memoria.

Llegóse en esto la noche, y en la hora acomodada para la solemne fiesta, juntáronse nueve matantes de la Mancha, que sacaron cualquiera de una taza malagan por sorda que fuese, y cuatro músicos de voz y guitarra, un salterio, una arpa, una bandurria, dos cencerros, y una gaita zamorana, treinta broqueles y otras tantas cotas, todo repartido entre una grande tropa de paniaguados, o por mejor decir, pan y vinagres. Con toda esta procesión y estruendo llegaron a la calle y casa de la señora, y en entrando por ella sonaron los crueles cencerros con tal ruido, que puesto que la noche había ya pasado el filo, y aun el corte de la quietud, y todos sus vecinos y moradores de ella estaban de dos dormidas, como gusanos de seda, no fue posible dormir más sueño, ni quedó persona en toda la vecindad, que no dispertase y a las ventanas se pusiese. Sonó luego la gaita las gambetas, y acabó con el esturdión, ya debajo de la ventana de la dama. Luego al son de la harpa, dictán­dolo el poeta su artífice, cantó el soneto un músico de los que no se hacen de rogar, en voz acordada y suave, el cual decía de esta manera:

Esperanza de vida y de tesoro,

pues no la tiene aquel que no la alcanza.

Si yo la alcanzo, tal será mii andanza,

que no emthidie al francés, al indio, al moro;

por tanto, tu fabor gallardo imploro,

Cupido, Dios de toda dulce holganza.

Que aunque es esta Esperanza tan pequeña,

que apenas tiene años diez y nueve,

será quien la alcanzare un gran gigante.

Crezca el incendio, añádase la leña,

¡o Esperanza gentil! ¿y quién se atreve

a no ser en serviros vigilante?

Apenas se había acabado de cantar este descomulgado soneto, cuando un vellacón de los circunstantes, graduado in utroque jure, dijo a otro que al lado tenía, con voz lebantada y sonora:

-¡Voto a tal, que no he oído mejor estrambote, en todos los días de mi vida! ¿Ha visto Vmd. aquel concordar de versos, y aquella invo­cación de Cupido, y aquel jugar del vocablo con el nombre de la dama, y aquel imploro tan bien encajado, y los años de la niña tan engeridos, con aquella comparación, tan bien contrapuesta y traída, de pequeña a gigante? Pues ya, la maldición o imprecación me digan, con aquel admirable y sonoro vocablo de incendio.., juro a tal, que si conociera al poeta que tal soneto compuso, que le había de inviar mañana media docena de chorizos que me trajo esta semana el recuero de mi tierra.

Por sola la palabra chorizos, se persuadieron los oyentes ser el que las alabanzas decía estremeño sin duda, y no se engañaron, porque se supo después que era de un lugar de Estremadura, que está junto a Xaraicejo; y de allí adelante quedó en opinión de todos por hombre docto y versado en la arte poética, sólo por haberle oído desmenuzar tan en particular el cantado y encantado soneto.

A todo lo cual se estaban las ventanas de la casa cerradas, como su madre las parió, de lo que no poco se deseperaban los dos desespe­rados, y esperantes manchegos; pero, con todo eso, al son de las guita­rras segundaron a tres voces con el siguiente romance, así mismo hecho a posta y por la posta para el propósito:

Salid Esperanza mía,

A faborecer el alma,

que sin vos agonizando,

casi el cuerpo desampara.

Las nubes del temor frío

no cubran vuestra luz clara;

que es mengua de vuestros soles

no rendir quien los contrasta.

En el mar de mis enojos

tened tranquilas las aguas,

si no quereis que el deseo

dé al través con la Esperanza.

Por vos espero la vida,

quando la muerte me mata,

y la gloria en el infierno,

y en el desamor la gracia.

A este punto llegaban los músicos con el romance, cuando sintie­ron abrir la ventana, y ponerse a ella una de las dueñas, que aquel día habían visto, la cual les dijo, con una voz afilada y pulida:

-Señores, mi Señora Doña Claudia de Astudillo y Quiñones, su­plica a vuesas mercedes la reciba su merced tan señalada, que se vayan a otra parte a dar esa música, por escusar el escándalo y mal ejemplo que se da a la vecindad, respecto de tener en su casa una sobrina don­cella, que es mi Señora Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pa­checo, y no le está bien a su profesión y estado que semejantes cosas se hagan a su puerta; que de otra suerte, y por otro estilo, y con menos escándalo, la podrá recibir de vuesas mercedes.-

A lo cual respondió uno de los pretendientes:

-Hacedme regalo y merced, señora dueña, de decir a mi Señora Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco, que se ponga a esa ventana, que la quiero decir solas dos palabras, que son de su mani­fiesta utilidad y servicio.­

-Huy, huy-, dijo la dueña, -en eso por cierto está mi Señora Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco. Sepa, Señor mío, que no es de las que piensa, porque es mi Señora mui principal, mui honesta, mui recogida, mui discreta, mui graciosa, mui música, y mui leída y escribida, y no hará lo que Vmd. le suplica, aunque la cubriesen de perlas.-

Estando en este deporte y conversación con la repulgada dueña del huy y las perlas, venía por la calle gran tropel de gente, y creyendo los músicos y acompañados que era la Justicia de la ciudad, se hicieron todos una rueda, y recogieron en medio del escuadrón el bagage de los músicos; y como llegase la Justicia, comenzaron a repicar los broque­les y crugir las mallas, a cuyo son no quiso la Justicia danzar la danza de espadas de los hortelanos de la fiesta del Corpus de Sevilla, sino pasó adelante, por no parecer a sus ministros, corchetes y porquerones aquella feria de ganancia. Quedaron ufanos los brabos, y quisieron proseguir su comenzada música; mas uno de los dos dueños de la má­quina, no quiso se prosiguiera si la Señora Doña Esperanza no se aso­mara a la ventana, a la cual ni aun la dueña se asomó, por más que volvieron a llamar; de lo cual enfadados y corridos todos, quisieron apedrealle la casa, y quebralle la celosía, y darle una matraca o canta­leta: condición propia de mozos en casos semejantes. Mas aunque enojados, volvieron a hacer la refacción y deshecha de la música, con algunos villancicos. Volvió a sonar la gaita, y el enfadoso y brutal son de los cencerros, con el cual mido acabaron su música.

Cuasi al alba sería, cuando el escuadrón se deshizo; mas no se deshizo el enojo que los manchegos tenían viendo lo poco que había aprovechado su música, con el cual se fueron a casa de cierto caballero amigo suyo, de los que llaman generosos en Salamanca y se asientan en cabeza de banco: el cual era mozo, rico, gastador, músico, enamora­do, y sobre todo amigo de valientes; al cual le contaron mui por esten­so su suceso sobre la belleza, donaire, brío, gracia de la doncella: atendió el cual a la belleza y hermosura, al donaire, brío y gracia con que se la describieron, juntamente con la gravedad y fausto de la tía, y el poco o ningún remedio ni esperanza que tenían de gozar la doncella, pues el de la música, que era el primero y postrero servicio que ellos podían hacerla, no les había aprovechado ni servido de más de indig­narla con el disfame de su vecindad. El caballero, pues, que era de los del campo través, no tardó mucho en ofrecerles que él la conquistaría para ellos, costase lo que costase; y luego aquel mismo día embió un recaudo, tan largo como comedido, a la Señora Doña Claudia, ofre­ciendo a su servicio la persona, la vida, la hacienda y su fabor. Infor­móse del page la astuta Claudia de la calidad y condiciones de su Señor, de su renta, de su inclinación, y de sus entretenimientos y eger­cicios, como si le hubiera de tomar por verdadero yerno; y el page diciéndole verdad le retrató de suerte, que ella quedó medianamente satisfecha, y embió con él la dueña del huy u del hondo valle, que dice el libro de caballerías, con la respuesta no menos larga y comedida que había sido la embajada. Entró la dueña, recibióla el caballero cortés­mente; sentóla junto de sí en una silla, y quitóle el manto de la cabeza, y diole un lenzuelo de encajes con que se quitase el sudor, que venía algo fatigadilla del camino: y antes que le digese palabra del recaudo que traía, hizo que le sacasen una caja de mermelada, y él por su mano le cortó dos bueñas postas de ella, haciéndole enjugar los dientes con dos docenas de tragos de vino del Santo, con lo cual quedó hecha una amapola, y más contenta que si la hubieran dado una Canongía.

Propuso luego su embajada, con sus torcidos, acostumbrados y repulgados vocablos, y concluyó con una mui formada mentira, cual fue, que su Señora Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco estaba tan pulcela como su madre la parió -que si dijera como la madre que la parió no fuera tan grande- mas que con todo eso, para su mer­ced, que no habría puerta de su Señora cerrada. Respondióla el caballe­ro que todo cuanto le había dicho del merecimiento, valor y hermosura, honestidad, recogimiento y principalidad -por hablar a su modo- de su ama lo creía; pero aquello del pulcelazgo se le hacía algo durillo; por lo cual le rogaba, que en este punto le declarase la verdad de lo que sabía, y que le juraba a fe de caballero, si lo desengañaba, darle un manto de seda de los de cinco en púa. No fué menester conesta promesa dar otra vuelta al cordel del mego, ni atezarlelos garrotes para que la melindro­sa dueña confesase la verdad, la cual era, por el paso en que estaba y por el de la horade su postrimería, que su Señora Doña Esperanza de Torralba, Meneses y Pacheco estaba de tres mercados, o por mejor decir de tres ventas; añadiendo el cuánto, el con quién ya dónde, con otras mil circunstancias con que quedó don Félix que así se llamaba el caballero satisfecho de todo cuanto saber quería, y acabó con ella, que aquella misma noche lo encerrase en casa, donde y cuando quería ha­blar a solas con la Esperanza sin que lo supiese la tía. Despidióla con buenas palabras y ofrecimientos, que llevase a sus amas, y dióle en dinero cuanto pudiese costar el negro manto. Tomóla orden que tendría para entrar aquella noche en casa, con lo cual la dueña se fue, loca de contento, y él quedó pensando en su ida y aguardando la noche, que le parecía se tardaba mil años, según deseaba verse con aquellas com­puestas fantasmas.

Llegó el plazo, que ninguno hay que no llegue, y hecho un San Jorge, sin amigo ni criado, se fue Don Félix, donde halló que la dueña lo esperaba, y abriéndole la puerta lo entró en casa con mucho tino y silencio y puso en el aposento de su Señora Esperanza tras las cortinas de su cama, encargándole no hiciese algún mido, porque ya la Señora Doña Esperanza sabía que estaba allí, y quei sin que su tía lo supiese, a persuasión suya quería darle todo contento; y apretándole la mano en señal de palabra que así lo haría, se salió la dueña, y D. Félix se quedó tras la cama de su Esperanza, esperando en qué había de parar aquel embuste o enredo.

Serían las nueve de la noche, cuando entró a esconderse D. Félix, y, en una sala conjunta a este aposento, estaba la tía sentada en una silla baja de espaldas, y la sobrina en un estrado frontero, y en medio un gran brasero de lumbre: la casa puesta ya en silencio, el escudero acostado, la otra dueña retirada y adormida; sola la sabedora del nego­cio estaba en pie y solicitando que su Señora la vieja se acostase, afir­mando que las nueve que el relox había dado eran las diez, mui deseosa que sus conciertos viniesen a efecto, según su Señora la moza y ella lo tenían ordenado, cuales eran que, sin que la Claudia lo supie­se, todo aquello cuanto con que Don Félix cayese y pechase fuese para ellas solas, sin que la vieja tubiese que ver ni haber de ello; la cual era tan mezquina y avara, y tan señora de lo que la sobrina ganaba y adqui­ría, que jamás le daba un solo real para comprar lo que extraordinaria­mente hubiese menester, pensando si salle este contribuyente de los muchos que esperaba tener, andando los días. Pero aunque sabía la dicha Esperanza que Don Félix estaba en casa, no sabía la parte secreta donde estaba escondido. Convidada, pues, del mucho silencio de la noche y de la comodidad del tiempo, dióle gana de hablar a Doña Claudia, y así en medio tono comenzó a decir a la sobrina en esta guisa:

Consejo de Estado y Hacienda

-Muchas veces te he dicho, Esperanza mía, que no se te pasen de la memoria los consejos, los documentos y advertencias que te he dado siempre: los cuales, si los guardas como debes y me has prometido, te servirán de tanta utilidad y provecho, cuanto la mesma esperiencia y tiempo, que es maestro de todas las cosas, y aun descubridor, te lo darán a entender. No pienses que estamos aquí en Plasencia, de donde eres natural, ni en Zamora, donde comenzaste a saber qué cosa es mundo y carne ni menos estamos en Toro, donde diste el tercer es­quilmo de tu fertilidad, las cuales tierras son habitadas de gente buena y llana, sin malicia ni recelo, y no tan intrincada ni versada en bella­querías y diabluras como en la que hoy estamos. Advierte, hija mía, que estás en Salamanca, que es llamada en todo el mundo madre de las ciencias, archivo de las habilidades, tesorera de los bueno s ingenios, y que de ordinario cursan en ella y habitan diez o doce mil estudiantes, gente moza, antojadiza, arrojada, libre, liberal, aficionada, gastadora, discreta, diabólica y de humor. Esto es en lo general, pero en lo parti­cular, como todos. por la mayor parte, son forasteros y de diferentes partes y provincias, no todos tienen unas mesmas condiciones; porque los vizcaínos, aunque son pocos como las golondrinas cuando vienen, es gente corta de razones, pero si se pican de una muger son largos de bolsa, y como no conocen los metales, así gastan en su servicio y sus­tento la plata, como si fuese hierro de lo mucho que su tierra produce. Los manchegos es gente avalentonada, de los de Cristo me lleve, y llevan ellos el amor a mogicones. Hay también aquí una masa de ara­goneses, valencianos y catalanes; tenlos por gente pulida, olorosa, bien criada y mejor aderezada, mas no los pidas más, y si más quieres saber, sábete, hija, que no saben de burlas, porque son, cuando se enojan con una muger, algo crueles y no de mui buenos hígados.-

Los castellanos nuevos, tenlos por nobles de pensamientos y que si tienen dan, y por lo menos si no dan no piden. Los estremeños, tie­nen de todo como boticarios, y son como la alquimia, que si llega a plata, lo es y si al cobre, cobre se queda. Para los andaluces, hija, hay necesidad de tener quince sentidos, no cinco, porque son agudos y perspicaces de ingenio, astutos, sagaces, y no nada miserables; esto y más tienen si son cordobeses. Los gallegos no se colocan en predica­mento, porque no son alguien. Los asturianos son buenos para el sába­do, porque siempre traen a casa grosura y mugre. Pues ya los portugueses, es cosa larga de describirte y pintarte sus condiciones y propiedades, porque, como son gente enjuta de celebro, cada loco con su tema; mas la de todos por la mayor parte, es que puedes hacer cuenta que el mismo amor vive en ellos envuelto en laceria.

Mira, pues, Esperanza, con qué variedad de gentes has de tratar, si será necesario, habiéndote de engolfar en un mar de tantos bajíos e inconvenientes, te señale yo y enseñe un norte y estrella por donde te guíes y rijas, porque no dé al trabés el navío de nuestra intención y pretensa que es pelallos y disfrutallos a todos; y echemos al agua la mercadería 84 Miguel de Cervantesde mi nave, que es tu gentil y ga­llardo cuerpo, tan dotado de gracia, donaire y garabato para cuantos de él toma codicia.

Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta Universidad, por famoso que sea, que sepa tan bien leer en su facultad, como yo sé y puedo enseñarte en esta arte mundanal que profesamos; pues así por los muchos años que he vivido en ella y por ella, y por las muchas esperiencias que he hecho, puedo ser jubilada en ella: y aunque lo que agora te quiero decir, es parte del todo que otras muchas veces te he dicho, con todo eso quiero que me estés atenta y me des grato oído, porque no todas veces lleva el marinero tendidas las velas de su navío, ni todas las lleva cogidas, porque según es el viento tal el tiento. Estaba a todo lo dicho, la dicha niña Esperanza, bajos los ojos, y escarbando el brasero con un cuchillo, inclinada la cabeza sin hablar palabra, y al parecer mui contenta y obediente a cuanto la tía. le iba diciendo; pero no contenta Claudia con esto, le dijo:

-Alza, niña, la cabeza, y deja de escarbar el fuego: daba y fija en mí los ojos, no te duermas, que, para lo que te quiero decir, otros cinco sentidos más de los que tienes debieras tener, para aprenderlo y perci­birlo.-

A lo cual replicó Esperanza:

-Señora tía, no se canse ni me canse en alargar y proseguir su arenga, que ya me tiene quebrada la cabeza con las muchas veces que me ha predicado y advertido de lo que me conviene y tengo que hacer: no quiera ahora de nuevo volvérmela a quebrar. Mire ahora, ¿qué más tienen los hombres de Salamanca que los de otras tierras? ¿Todos no son de carne y hueso? ¿Todos no tienen alma, con tres potencias y cinco sentidos? ¿Qué importa que tengan algunos más letras y estudios que los otros hombres? Antes imagino yo que los tales se ciegan y caen más presto que los otros, y no se engañan, porque tienen entendimiento para conocer y estimar cuánto vale la hermosura. ¿Hay más que hacer, que incitar al tibio, probocar al casto, negarse al carnal, animar al co­barde, alentar al corto, refrenar al presumido, despertar al dormido, convidar al descuidado, acordar al olvidado, requerir al... escribir al ausente, alabar al necio, celebrar al discreto, acariciar al rico, y desen­gañar al pobre? ¿Ser ángel en la calle, santa en la iglesia, hermosa en la ventana, honesta en la casa, y demonio en la cama?

-Señora tía, ya todo esto me lo sé de coro: tráigame otras cosas nuevas de que avisarme y advertirme, y déjelas para otra coyuntura, porque le hago saber, que toda me duermo, y no estoy para poderla escuchar. Mas una sola cosa le quiero decir, y le asejuro, para que de ello esté mui cierta y enterada, y es que no me dejaré más martirizar de su mano, por toda la ganancia que se me pueda ofrecer y seguir. Tres flores he dado y tantas a Vmd. vendido, y tres veces he pasado insufri­ble martirio. ¿Soy yo por ventura de bronce? ¿no tienen sensibilidad mis carnes? ¿no hay más sino dar puntadas en ellas como en ropa des-co sida o desgarrada? Por el siglo de la madre que no conocí, que no lo tengo más de consentir. Deje, Señora tía, ya de rebuscar mi viña, que a veces es más sabroso el rebusco que el esquilmo principal; y si todavía está determinada que mi jardín se venda cuarta vez por entero, intacto y jamás tocado, busque otro modo más suave de cerradura para su postigo, porque la del sirgo y ahuja, no hay pensar que más llegue a mis carnes.­

-¡Ay, boba, boba-, -replicó la vieja Claudia,- y que poco sabes de estos achaques! No hay cosa que se le iguale para este menester como la de la ahuja y sírgo colorado, porque todo lo demás es andar por las ramas, no vale nada el zuma que y vidrio molido; vale mucho menos la sanguijuela, ni la mirra no es de algún provecho, ni la cebolla albarra­na, ni elo de palomino, ni otros impertinentes menjurges que hay, que todo es aire s; porque no hay rústico ya que, sí tantico quiera estar en lo que hace, no caiga en la cuenta de la moneda falsa. Vívame mi dedal y ahuja, y vívame juntamente tu paciencia y buen sufrimiento, y venga a embestirte todo el género humano; que ellos quedarán engañados, y tú con honra, y yo con hacienda y más ganancia que la ordinaria. Yo confieso ser así, señora, lo que dices, replicó Esperanza; pero con todo eso estoy resuelta en mi determinación, aunque se menoscabe mi pro­vecho; cuando y más que en la tardanza de la venta está el perder la ganancia que se puede adquirir abriendo tienda desde luego, y más que no hemos de hacer aquí nuestro asiento y morada; que si, como dice, hemos de ir a Sevilla para la venida de la flota, no será razón que se nos pase el tiempo en flores, aguardando a vender la mía cuarta vez, que ya está negra de marchita. Váyase a dormir, señora, por su vida, y piense en esto, y mañana habrá de tomar la resolución que mejor le pareciere; pues al cabo, al cabo, habré de seguir sus consejos, pues la tengo por madre y más que madre. Aquí llegaban en su plática la tía y sobrina, la cual toda había oído don Félix, no poco admirado de seme­jantes embustes como encerraban en sí aquellas dos mugeres, al pare­cer tan honestas y poco sospechosas de maldad, cuando, sin ser poderoso para escusarlo, comenzó a estornudar con tanta fuerza y mido, que se pudiera oír en la calle.

Al cual se lebantó doña Claudia, toda alborotada y confusa, y to­mó la vela y entró furiosa en el aposento donde estaba la cama de Es­peranza; y si como se lo hubieran dicho y ella lo supiera, se fué derecha a la dicha cama, y, alzando las cortinas, halló al señor caballe­ro, empuñada su espada, calado el sombrero, y mui aferruzado el sem­blante, y puesto a punto de guerra.

Así como le vió la vieja, comenzó a santiguarse, diciendo:

-¡Jesús, valme! ¿Qué gran desventura y desdicha es ésta? ¿Hom­bres en mi casa, y en tal lugar, y a tales horas? Desdichada de mi! ¡Desventurada fui yo! ¿Y mi honra y recogimiento? ¿Qué dirá quien lo supieren.­Sosiéguese Vmd., mi señora doña Claudia, -dijo don Félix,- que yo no he venido aquí por su deshonra y menoscabo, sino por su honor y provecho. Soy caballero, y rico y callado, y sobre todo enamorado de mi señora doña Esperanza, y para alcanzar lo que merecen mis deseos y afición, he procurado por cierta negociación secreta, que Vmd. sabrá algún día, de ponerme en este lugar, no con otra intención sino de ver y gozar desde cerca de la que de lejos me ha hecho quedar sin mí; y si esta culpa merece alguna pena, en parte estoy y a tiempo somos, donde y cuando se me puede dar, pues, me vendrá de sus manos que yo no estime por mui crecida gloria, ni podrá ser más rigurosa para mí que la que padezco de mis deseos. ¡Ay sin ventura, -volvió a replicar Clau­dia,- y a cuantos peligros están puestas las mugeres que viven sin ma­ridos y sin hombres que las defiendan y amparen! ¡Agora si que té echo menos, malogrado de ti, Juan de Braca monte no el arcediano de Xerez-, mal desdichado consorte mio, que si tú fueras vivo, ni yo me viera en esta ciudad, ni en la confusión y afrenta en que me veo! Vmd., señor mío, sea servido luego al punto de volverse por donde entró, y si algo quiere en esta su casa de mí o de mi sobrina, desde afuera se po­drá negociar -no le despide ni desafucia- con más espacio, con más honra y con más provecho y gusto. Para lo que yo quiero en la casa, señora mía, replicó don Félix, lo mejor que ello tiene es estar dentro de ella, que la honra por mi no se perderá; la ganancia está en la mano, que es provecho, y el gusto sé decir que no puede faltar. Y para que no sea todo palabras, y que sean verdaderas estas mías, esta cadena de oro doy por fiador de ellas. Y quitándose una buena cadena de oro del cuello, que pesaba cien ducados, se la ponía en el suyo.

A este punto, luego que vió tal oferta, y tan cumplida parte de pa­ga la dueña del concierto, antes que su ama respondiese ni la tomase, dijo:

-¿Hay príncipe en la tierra como éste, ni papa, ni emperador, ni Fúcar, ni embajador, ni cajero de mercader, ni perulero, ni aun canóni­go quod magis est, que haga tal generosidad y largueza? Señora doña Claudia, por vida mía, que no se trate más de este negocio, sino que se le eche tierra, y haga luego todo cuanto este señor quisiere. ¿Estás en tu seso, Grij alba? -que así se llamaba la dueña-. ¿Estás en tu seso, loca desatinada?, dijo doña Claudia. ¿Y la limpieza de Esperanza, su flor cándida, su puridad, su doncellez no tocada, su virginidad intacta? ¿Así se había de aventurar y vender, sin más ni más, cebada de esa cadeni­lla? ¿Estoy yo tan sin juicio que me tengo de encandilar de sus res­plandores, ni atar con sus eslabones, ni prender con sus ligamentos? ¡Por el siglo del que pudre, que tal no será! Vmd. se vuelva a poner su cadena, señor caballero, y mírenos con mejores ojos, y entienda que, aunque mugeres solas, somos principales, y que esta niña está como su madre la parió, sin que haya persona en el mundo que pueda decir otra cosa, y si en contra de esta verdad le hubiesen dicho alguna mentira, todo el mundo se engaña, y al tiempo y a la esperiencia doy por testi­gos.

Calle, señora, -dijo a esta sazón la Grijalba, -que yo sé poco, o que me maten si este señor no sabe toda la verdad del hecho de mi señora la moza.

-¿Qué ha de saber, desvergonzada, qué ha de saber?, -replicó Claudia.

-¿No sabeis vos la limpieza de mi sobrina?

-Por cierto, bien limpia soy-, dijo entonces Esperanza, que estaba en medio del aposento como embobada y suspensa, viendo lo que pasaba sobre su cuerpo, y tan limpia, que no ha una hora que con todo este frío me vestí una camisa limpia.

-Esté Vmd. como estubiere, -dijo don Félix,- que sólo por la muestra del paño que he visto, no saldré de la tienda sin comprar toda la pieza. Y porque no se me deje de vender por melindre o ignorancia, sepa, señora Claudia, que he oído toda la plática o sermón que ha he­cho esta noche a la niña, y que no se ha dado puntada en la costura que no me haya llegado al alma, porque quisiera yo ser el primero que esquílmara este majuelo o vendimiara esta viña, aunque se añadieran a esta cadena unos grífios de oro y unas esposas de diamantes. Y pues estoy tan al cabo de esta verdad y le tengo tan buena prenda, ya que no se estima la que doy ni las que tiene mi persona, úsese mejor término conmigo, que será justo, con protestación y juramento, que por mi nadie sabrá en el mundo el rompimiento de esta muralla, sino que yo mismo seré el pregonero de su entereza y bondad.

-¡Ea!, -dijo la Grijalba,- buena pro le haga; suya es la joya, y a pesar de maliciosos y de ruines para en uno son; yo los junto y los bendigo. -Y tomando de la mano a la niña, se la acomodaba al don Félix; de lo cual se encolerizó tanto la vieja, que, quitándose el un chapín, comenzó a dar a la Grij alba como en real de enemigo, la cual, viéndose maltratar, echó mano de las tocas de Claudia y no le dejó pedazo en la cabeza, descubriendo la buena señora una calba más lucía que la de un fraíle, y un pedazo de cabellera postiza que le colgaba por un lado, con que quedó con la más fea y abominable catadura del mun­do. Y viéndose tratar así de su criada, comenzó a dar grandes alaridos y voces, apellidando a la justicia; y al primer grito, como si fuera cosa de encantamento, entró por la sala el corregidor de la ciudad con más de veinte personas entre acompañados y corchetes, el cual, habiendo teni­do soplo de las personas que en aquella casa vivían, determinó visita­llas aquella noche, y, habiendo llamado a la puerta, no le oyeron como estaban embebecidos en su plática, y los corchetes, con dos palancas, de que de noche andan cargados para semejantes efectos, desquiciaron la puerta, y subieron al corredor tan queditos y quietos, que no fueron sentidos, y desde el principio de los documentos de la tía, hasta la pendencia de la Grij alba, estubo oyendo el corregidor sin perder un punto, y así, cuando entró, dijo:

-Descomedida andais, para ser ama, con vuestra señora, señora criada.

-¡Y cómo si anda descomedida esta bellaca, señor corredor, -dijo Claudia,- pues se ha atrevido a poner las manos do jamás han llegado otras algunas desde que Dios me arrojó en este mundo!

-Bien decís que os arrojó, -dijo el corregidor,- porque vos no sois buena sino para arrojada. Cubríos honrada, y cúbranse todas, y véngan­se a la cárcel.

-¡A la cárcel, señor! ¿Por qué?,- dijo Claudia.

-¿A las personas de mi cualidad y estofa se usa en esta tierra tra­tarlas de esta manera?

-No deis más voces, señora, que habéis de venir sin duda, y con vos esta señora, colegial trilingüe en el desfrute de su heredad.

-Que me maten,- dijo la Gríjalba,- si el señor corregidor no lo ha oído todo, que aquello de tres pringues por lo de Esperanza lo ha dicho.

Llegóse en esto don Félix y habló aparte al corregidor, suplicán­dole no las llevase, que él las tomaba en fiado; pero no pudieron apro­vechar con él sus ruegos ni menos sus promesas.

Quiso la suerte que entre la gente que acompañaba al corregidor, venían los dos estudiantes manchegos y se hallasen presentes a toda esta historia; y viendo lo que pasaba, y que en todas maneras habían de ir a la cárcel Esperanza y Claudia y la Grij alba, en un instante se con­certaron entre sí en lo que debían hacer, y sin ser sentidos se salieron de la casa y se pusieron en cierta calle trascantón, por donde habían de pasar las presas, con seis amigos de su traza que luego les deparó su buena ventura, a quien rogaron les ayudasen en un hecho de importan­cia contra la justicia del lugar, para cuyo efecto los hallaron más pron­tos y listos que si fuera para ir a algún solemne banquete.

De allí a poco asomó la justicia con las prisioneras, y antes que llegasen pusieron mano los estudiantes con tan buen brío y denuedo, que a poco rato no les esperó porquerón en la calle, puesto que no pudieron librar más que a la Esperanza, porque así como los corchetes vieron trabada la pelaza, los que llevaban a Claudia y a la Grij alba se fueron con ellas por otra calle y las pusieron en la cárcel. El corregidor, corrido y afrentado, se fue a su casa; don Félix a la suya, y los estu­diantes a su posada; y queriendo el que la hubo quitado a la justicia gozarla aquella noche, el otro no lo quiso consentir, antes le amenazó de muerte si tal hiciese.

¡Oh sucesos estraños del mundo! ¡Oh cosas que es necesario contarlas con recato para ser creídas! ¡Oh milagros del amor nunca vistos! ¡Oh fuerzas poderosas del deseo, que a tan estraños casos nos precipitan! Dícese esto, porque viendo el estudiante de la presa que el otro, su compañero, con tanto ahínco y veras le prohibía el gozalla, sin hacer otro discurso alguno, y sin mirar cuán mal le estaba lo que quería hacer, dijo:

-Ahora, pues, ya que vos no consentís que goce lo que tanto me ha costado, y que no quereis que por amiga me entregue en ella, a lo menos no me podeis negar que, como a muger legítima, no me la ha­beis, ni podeis, ni debeis quitar.

Y volviéndose a la moza, a quien de la mano no había dejado, le dijo:

-Esta mano que hasta aquí os he dado, señora de mi alma, como defensor vuestro, ahora, si vos quereis, os la doy como legítimo esposo y marido. La Esperanza, que de más bajo partido fuera contenta, al punto que vio el que se la ofrecía, dijo que sí y que resí, no una, sino muchas veces, y abrazólo como a señor y marido. El compañero, admi­rado de ver tan estraña resolución, sin decirles nada, se les quitó de delante y se fue a su aposento. El desposado, temeroso que sus amigos y conocidos no le estorbasen el fin de su deseo y le impidiesen el ca­samiento, que aun no estaba hecho con las debidas circunstancias que la Santa Madre Iglesia manda, aquella misma noche se fue al mesón donde posaba el arriero de su tierra, el cual quiso su buena suerte de la Esperanza que otro día por la mañana se partía, con el cual se fueron, y según se dijo, llegó a casa de su padre, donde le dió a entender que aquella señora que allí traía era hija de un caballero principal, y que la había sacado de la casa de su padre, dándole palabra de casamiento. Era el padre viejo y creía fácilmente cuanto le decía el hijo, y viendo la buena cara de la nuera, se tubo por más que satisfecho, y alabó como mejor supo la buena determinación de su hijo.

No le sucedió así a Claudia, porque se le averiguó por su misma confesión que la Esperanza no era su sobrina ni parienta, sino una niña a quien había tomado de la puerta de la iglesia, y que a ella y otras tres que en su poder había tenido, las había vendido por doncellas muchas veces a diferentes personas, y que de esto se mantenía y tenía por ofi­cio y egercicio, y que las otras dos mozas se la habían ido, enfadadas de su codicia y miseria. Averiguósele también tener sus puntas y collar de hechizera, por cuyos delitos el corregidor la sentenció a cuatrocien­tos azotes y a estar en una escalera con una jaula y coroza en medio de la plaza, que thé un día el mejor que en todo aquel año tubieron los muchachos de Salamanca.

Súpose luego el casamiento del estudiante, y aunque algunos es­cribieron a su padre la verdad del caso y la bajeza de la nuera, ella se había dado con su astucia y discreción tan buena maña en contentar y servir al viejo suegro, que, aunque mayores males le dijeran de ella, no quisiera haber dejado de alcanzalla por hija. Tal fuerza tiene la discre­ción y hermosura, y tal fin y paradero tubo la señora doña Claudia de Astudillo y Quiñones, y tal le tienen y tendrán todas cuantas su vivir y proceder tubieren; y pocas Esperanzas habrá en la vida que, de tan mala como ella la vivía, salgan al descanso y buen paradero que ella tubo, porque las más de su trato pueblan las camas de los hospitales, y mueren en ellos miserables y desventuradas, permitiendo Dios que las que, cuando mozas, se llevaban tras de sí los ojos de todos, no haya alguno que ponga los ojos en ellas, etc.

Artículos relacionados