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Entremés de la guarda cuidadosa

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Cervantes atesora una gran experiencia, rica en conocimientos sobre gentes, lugares y situaciones, su vida y su obra reflejan el proceso de maduración profunda, en todos los sentidos, de un hombre entregado a sus ideales, primero militares y luego literarios, con ahínco admirables. La vida le ofreció la cara adversa; pero este mismo hecho posibilitó la más grande obra de nuestra literatura.
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(Sale UN SOLDADO a lo pícaro, con muy mala banda y un antojo, y detrás dél UN MAL SACRISTÁN. )

SOLDADO. ¿Qué me quieres, sombra vana?

SACRISTÁN. No soy sombra vana, sino cuerpo macizo.

SOLDADO. Pues, con todo eso, por la fuerza de mi desgracia, te conjuro que me digas quién eres y qué es lo que buscas por esta calle.

SACRISTÁN. A eso te respondo, por la fuerza de mi dicha, que soy Lorenzo Pasillas, sota-sacristán desta parroquia, y busco en esta calle lo que hallo, y tú buscas y no hallas.

SOLDADO. ¿Buscas por ventura a Cristinica, la fregona desta ca­sa?

SACRISTÁN. Tu dixisti.

SOLDADO. Pues ven acá, sota-sacristán de Satanás.

SACRISTÁN. Pues voy allá, caballo de Ginebra.

SOLDADO. Bueno: sota y caballo; no falta sino el rey para tomar las manos. Ven acá, digo otra vez. ¿Y tú no sabes, Pasillas, que pasado te vea yo con un chuzo, que Cristinica es prenda mía?

SACRISTÁN. ¿Y tú no sabes, pulpo vestido, que esa prenda la tengo yo rematada, que está por sus cabales y por mía?

SOLDADO. ¡Vive Dios, que te dé mil cuchilladas, y que te haga la cabeza pedazos!

SACRISTÁN. Con las que le cuelgan de sas calzas, y con los dese vestido, se podrá entretener, sin que se meta con los de mi cabeza.

SOLDADO. ¿Has hablado alguna vez a Cristina?

SACRISTÁN. Cuando quiero.

SOLDADO. ¿Qué dádivas le has hecho?

SACRISTÁN. Muchas.

SOLDADO. ¿Cuántas y cuáles?

SACRISTÁN. Dile una destas cajas de carne de membrillo, muy grande, llena de cercenaduras de hostias, blancas como la misma nieve, y de añadidura cuatro cabos de velas de cera, asimismo blancas como un armiño.

SOLDADO. ¿Qué más le has dado?

SACRISTÁN. En un billete envueltos, cien mil deseos de servirla.

SOLDADO. Y ella ¿cómo te ha correspondido?

SACRISTÁN. Con darme esperanzas propincuas de que ha de ser mi esposa.

SOLDADO. Luego ¿no eres de epístola?

SACRISTÁN. Ni aun de completas. Motilón Soy, y puedo casar­me cada y cuando me viniere en voluntad; y presto lo veredes.

SOLDADO. Ven acá, motilón arrastrado; respóndeme a esto que preguntarte quiero. Si esta mochacha ha correspondido tan altamente, lo cual yo no creo, a la miseria de tus dádivas, ¿cómo corresponderá a la grandeza de las mías? Que el otro día le envié un billete amoroso, escrito por lo menos en un revés de un memorial que di a su Majestad, significándole mis servicios y mis necesidades presentes (que no cae en mengua el soldado que dice que es pobre), el cual memorial salió decretado y remitido al limosnero mayor; y, sin atender a que sin duda alguna me podía valer cuatro o seis reales, con liberalidad increíble, y con desenfado notable, escribí en el revés dél, como he dicho, mi bi­llete; y sé que de mis manos pecadoras llegó a las suyas casi santas.

SACRISTÁN. ¿Hasle enviado otra cosa?

SOLDADO. Suspiros, lágrimas, sollozos, parasismos, desmayo, con toda la caterva de las demonstraciones necesarias que para descu­brir su pasión los buenos enamorados usan y deben de usar en todo tiempo y sazón.

SACRISTÁN. ¿Hasle dado alguna música concertada?

SOLDADO. La de mis lamentos y congojas, las de mis ansias y pesadumbres.

SACRISTÁN. Pues a mí me ha acontecido dársela con mis cam­panas a cada paso, y tanto, que tengo enfadada a toda la vecindad con el continuo ruido que con ellas hago, sólo por darle contento y porque sepa que estoy en la torre ofreciéndome a su servicio; y, aunque haya de tocar a muerto, repico a vísperas solenes.

SOLDADO. En eso me llevas ventaja, porque no tengo qué tocar, ni cosa que lo valga.

SACRISTÁN. ¿Y de qué manera ha correspondido Cristina a la infinidad de tantos servicios como le has hecho?

SOLDADO. Con no yerme, con no hablarme, con maldecirme cuando me encuentra por la calle, con derramar sobre mí las lavazas cuando jabona y el agua de fregar cuando friega; y esto es cada día, porque todos los días estoy en esta calle y a su puerta; porque soy su guarda cuidadosa; soy, en fin, el perro del hortelano, etcétera. Yo no la gozo, ni ha de gozarla ninguno mientras yo viviere; por eso, váyase de aquí el señor sota-sacristán, que, por haber tenido y tener respeto a las órdenes que tiene, no le tengo ya rompidos los cascos.

SACRISTÁN. A rompérmelos como están rotos esos vestidos, bien rotos estuvieran.

SOLDADO. El hábito no hace al monje; y tanta honra tiene un soldado roto por causa de la guerra, como la tiene un colegial con el manto hecho añicos, porque en él se muestra la antigüedad de sus estu­dios; ¡y váyase, que haré lo que dicho tengo!

SACRISTÁN. ¿Es porque me ve sin armas? Pues espérese aquí, señor guarda cuidadosa, y verá quién es Callejas.

SOLDADO. ¿Qué puede ser un Pasillas?

SACRISTÁN. Ahora lo veredes, dijo Agrajes.

(Entrase el SACRISTÁN. )

SOLDADO. ¡Oh, mujeres, mujeres, todas, o las más, mudables y antojadizas! ¿Dejas, Cristina, a esta flor, a este jardín de la soldadesca, y acomódaste con el muladar de un sota-sacristán, pudiendo acomo­darte con un sacristán entero, y aun con un canónigo? Pero yo procura­ré que te entre en mal provecho, si puedo, aguando tu gusto, con ojear desta calle y de tu puerta los que imaginare que por alguna vía pueden ser tus amantes; y así vendré a alcanzar nombre de la guarda cuidado­sa.

(Entra UN MOZO con su caja y ropa verde, como estos que piden limosna para alguna imagen.)

MOZO. ¡ Den por Dios, para la lámpara del aceite de señora Santa Lucía, que les guarde la vista de los ojos. ¡Ha de casa! ¿Dan limosna?

SOLDADO. ¡Hola, amigo Santa Lucía! Venid acá. ¿Qué es lo que queréis en esa casa?

MOZO. ¿Ya vuesa merced no lo ve? Limosna para la lámpara del aceite de señora Santa Lucía.

SOLDADO. ¿Pedís para la lámpara, o para el aceite de la lámpa­ra? Que, como decís limosna para la lámpara del aceite, parece que la lámpara es del aceite, y no el aceite de la lámpara.

MOZO. Ya todos entienden que pido para aceite de la lámpara, y no para la lámpara del aceite.

SOLDADO. ¿Y suelen-os dar limosna en esta casa?

MOZO. Cada día, dos maravedís.

SOLDADO. ¿Y quién sale a dároslos?

MOZO. Quien se halla más a mano; aunque las más veces sale una fregoncita que se llama Cristina, bonita como un oro.

SOLDADO. ¿Así que es la fregoncita bonita como un oro?

MOZO. ¡Y como unas pelras!

SOLDADO. ¿De modo que no os parece mal a vos la muchacha?

MOZO. Pues aunque yo fuera hecho de leño, no pudiera parecer­me mal.

SOLDADO. ¿Cómo os llamáis? Que no querría volveros a llamar Santa Lucía.

MOZO. Yo, señor, Andrés me llamo.

SOLDADO. Pues, señor Andrés, esté en lo que quiero decirle:

tome este cuarto de a ocho, y haga cuenta que va pagado por cuatro días de la limosna que le dan en esta casa y suele recebir por mano de Cristina; y váyase con Dios, y séale aviso que por cuatro días no vuel­va a llegar a esta puerta ni por lumbre, que le romperé las costillas a coces.

MOZO. Ni aun volveré en este mes, si es que me acuerdo; no to­me vuesa merced pesadumbre, que ya me voy. (Vase.)

SOLDADO. ¡No, sino dormíos, guarda cuidadosa!

(Entra OTRO mozo vendiendo ypregonando tranzaderas holanda, de

Cambray, randas de Flandes y hilo portugués.)

UNO. ¿Compran tranzaderas, randas de Flandes, holanda, cam­bray, hilo portugués?

(CRISTINA, a la ventana.)

CRISTINA. ¡Hola, Manuel!, ¿traéis vivos para unas camisas?

UNO. Sí traigo; y muy buenos.

CRISTINA. Pues entrá, que mi señora los ha menester.

SOLDADO. ¡Oh, estrella de mi perdición, antes que norte de mi esperanza! Tranzaderas, o como os llamáis, ¿conocéis aquella doncella que os llamó desde la ventana?

UNO. Sí conozco. Pero, ¿por qué me lo pregunta vuesa merced?

SOLDADO. ¿No tiene muy buen rostro y muy buena gracia?

UNO. A mí así me lo parece.

SOLDADO. Pues también me parece a mí que no entre dentro de-sa casa; si no, ¡por Dios que ha de molelle los huesos, sin dejarle nin­guno sano!

UNO. ¿Pues no puedo yo entrar adonde me llaman para comprar mi mercadería?

SOLDADO. ¡Vaya, no me replique, que haré lo que digo, y lue­go!

UNO. ¡ Terrible caso! Pasito, señor soldado, que ya me voy. (Vase ManueL)

(CRISTINA, a la ventana.)

CRISTINA. ¿No entras, Manuel?

SOLDADO. Ya se fue Manuel, señora la de los vivos, y aun seño­ra la de los muertos, porque a muertos y a vivos tienes debajo de tu mando y señorío.

CRISTINA. ¡Jesús, y qué enfadoso animal! ¿Qué quieres en esta calle y en esta puerta?

(Entrase CRISTINA.)

SOLDADO. Encubrióse y púsose mi sol detrás de las nubes.

(Entra UN ZAPATERO con unas chinelas pequeñas, nuevas, en la

mano, y, yendo a entrar en casa de CRISTINA, detiénele el SOLDADO.)

SOLDADO. Señor bueno, ¿busca vuesa merced algo en esta casa?

ZAPATERO. Sí busco.

SOLDADO. ¿Y a quién, si fuere posible saberlo?

ZAPATERO. ¿Por qué no? Busco a una fregona que está en esta casa, para darle estas chinelas que me mandó hacer.

SOLDADO. ¿De manera que vuesa merced es su zapatero?

ZAPATERO. Muchas veces la he calzado.

SOLDADO. ¿Y hale de calzar ahora estas chinelas?

ZAPATERO. No será menester; si fueran zapatillos de hombre, como ella los suele traer, si calzara.

SOLDADO. ¿Y estás, están pagadas, o no?

ZAPATERO. No están pagadas; que ellas me las ha de pagar ago­ra.

SOLDADO. ¿No me haría vuesa merced una merced, que sería para mí muy grande, y es que me fiase estas chinelas, dándole yo pren­das que lo valiesen, hasta desde aquí a dos días, que espero tener dine­ros en abundancia?

ZAPATERO. Sí haré, por cierto. Venga la prenda, que, como soy pobre oficial no puedo fiar a nadie.

SOLDADO. Yo le daré a vuesa merced un mondadientes que le estimo en mucho, y no le dejaré por un escudo. ¿Dónde tiene vuesa merced la tienda, para que vaya a quitarle?

ZAPATERO. En la calle Mayor, en un poste de aquéllos, y llá­mome Juan Juncos.

SOLDADO. Pues, señor Juan Juncos, el mondadientes es éste, y estímele vuesa merced en mucho, porque es mío.

ZAPATERO. ¿Pues una biznaga que apenas vale dos maravedís, quiere vuesa merced que estime en mucho?

SOLDADO. ¡Oh, pecador de mi! No la doy yo sino para recuerdo de mí mismo; porque, cuando vaya a echar mano a la faldriquera y no halle la biznaga, me venga a la memoria que la tiene vuesa merced y

vaya luego a quitalla; sí a fe de soldado, que no la doy por otra cosa; pero, si no está contento con ella, añadiré esta banda y este antojo: que al buen pagador no le duelen prendas.

ZAPATERO. Aunque zapatero, no soy tan descortés que tengo de despojar a vuesa merced de sus joyas y preseas; vuesa merced se quede con ellas, que yo me quedaré con mis chinelas, que es lo que me está más a cuento.

SOLDADO. ¿Cuántos puntos tienen?

ZAPATERO. Cinco escasos.

SOLDADO. Más escaso Soy yo chinelas de mis entrañas, pues no tengo seis reales para pagaros, ¡Chinelas de mis entrañas! Escuche vuesa merced, señor zapatero, que quiero glosar aquí de repente este verso, que me ha salido medido: Chinelas de mis entrañas.

ZAPATERO. ¿Es poeta vuesa merced?

SOLDADO. Famoso, y agora lo verá; estéme atento.

Chinelas de mis entrañas.

GLOSA

Es amor tan gran tira­no,

Que, olvidado de la fe

Que le guardo siempre en vano,

Hoy con la funda de un pie,

Da a mi esperanza de mano.

Estas son vuestras hazañas,

Fundas pequeñas y hu­rañas;

Que ya mi alma imagina

Que sois, por ser de

Cristina,

Chinelas de mis entra­ñas.

ZAPATERO. A mí poco se me entiende de trovas; pero éstas me han sonado tan bien, que me parecen de Lope, como lo son todas las cosas que son o parecen buenas.

SOLDADO. Pues, señor, ya que no lleva remedio de fiarme estas chinelas, que no fuera mucho, y más sobre tan dulces prendas, por mi mal halladas, llévelo, a lo menos, de que vuesa merced me las guarde hasta desde aquí a dos días, que yo vaya por ellas; y por ahora, digo, por esta vez, el señor zapatero no ha de ver ni hablar a Cristina.

ZAPATERO. Yo haré lo que me manda el señor soldado, porque se me trasluce de qué pies cojea, que son dos: el de la necesidad y el de los celos.

SOLDADO. Ése no es ingenio de zapatero, sino de colegial trilin­güe.

ZAPATERO. ¡Oh, celos, celos, cuán mejor os llamaran duelos, duelos!

(Entrase el ZAPATERO.)

SOLDADO. No, sino no seáis guarda, y guarda cuidadosa, y ve­réis cómo se os entran mosquitos en la cueva donde está el licor de vuestro contento. Pero ¿qué voz es ésta? Sin duda es la de mi Cristina, que se desenfada cantando cuando barre o friega.

(Suenan dentro platos, como que friegan, y cantan.)

Sacristán de mi vida,

tenme por tuya, y,

fiado en mi fe,

canta alleluia

SOLDADO. ¡Oídos que tal oyen! Sin duda el sacristán debe de ser el brinco de su alma. ¡Oh platera, la más limpia que tiene, tuvo o tendrá el calendario de las fregonas! ¿Por qué, así como limpias esa loza talaveril que traes entre las manos, y la vuelves en bruñida y tersa plata, no limpias esa alma de pensamientos bajos y sota-sacristaniles?

(Entra EL AMO de CRISTINA.)

AMO. Galán, ¿qué quiere o qué busca a esta puerta?

SOLDADO. Quiero más de lo que sería bueno, y busco lo que no hallo. Pero ¿quién es vuesa merced, que me lo pregunta?

AMO. Soy el dueño desta casa.

SOLDADO. ¿El amo de Cristinica?

AMO. El mismo.

SOLDADO. Pues lléguese vuesa merced a esta parte, y tome este envoltorio de papeles; y advierta que ahí dentro van las informaciones de mis servicios, con veinte y dos fees de veinte y dos generales debajo de cuyos estandartes he servido, amén de otras treinta y cuatro de otros tantos maestres de campo que se han dignado de honrarme con ellas.

AMO. ¡Pues no ha habido, a lo que yo alcanzo, tantos generales ni maestres de campo de infantería española de cien años a esta parte!

SOLDADO. Vuesa merced es hombre pacífico, y no está obligado a entendérsele mucho de las cosas de la guerra. Pase los ojos por esos papeles, y verá en ellos, unos sobre otros, todos los generales y maes­tres de campo que he dicho.

AMO. Yo los doy pasados y vistos; pero, ¿de qué sirve darme cuenta desto?

SOLDADO. De que hallará vuesa merced por ellos ser posible ser en verdad una que agora diré, y es, que estoy consultado en uno de tres castillos y plazas, que están vacas en el reino de Nápoles; conviene a saber: Gaeta, Barleta y Rijobes.

AMO. Hasta agora, ninguna cosa me importa a mí estas relacio­nes que vuesa merced me da.

SOLDADO. Pues yo sé que le han de importar, siendo Dios ser­vido.

AMO. ¿En qué manera?

SOLDADO. En que, por fuerza, si no se cae el cielo, tengo de sa­lir proveído en una destas plazas, y quiero casarme agora con Cristini­ca; y, siendo yo su marido, puede vuesa merced hacer de mi persona y de mi mucha hacienda como cosa propria; que no tengo de mostrarme desagradecido a la crianza que vuesa merced ha hecho a mi querida y amada consorte.

AMO. Vuesa merced lo ha de los cascos más que de otra parte.

SOLDADO. ¿Pues sabe cuánto le va, señor dulce? Que me la ha de entregar luego, luego, o no ha de atravesar los umbrales de su casa.

AMO. ¿Hay tal disparate? ¿Y quién ha de ser bastante para qui­tarme que no entre en mi casa?

(Vuelve el SOTA-SACRISTÁN. PASILLAS, armado con un tapador de tinaja y una espada muy mohosa, viene con él OTRO SACRISTÁN. , con un morrión y una vara o palo, atado a él un rabo de zorra.)

SACRISTÁN. ¡Ea, amigo Grajales, que éste es el turbador de mi sosiego!

GRAJALES. No me pesa sino que traigo las armas endebles y al­go tiernas; que ya le hubiera despachado al otro mundo a toda diligen­cia.

AMO. ¡Ténganse, gentiles hombres! ¿Qué desmán y qué aceci­namiento es éste?

SOLDADO. ¡Ladrones! ¿A traición y en cuadrilla? ¡ Sacristanes falsos, voto a tal que os tengo que horadar, aunque tengáis más órdenes que un Ceremonial! ¡Cobarde! ¿A mí con rabo de zorra? ¿Es notarme de borracho, o piensas que estás quitando el polvo a alguna imagen de bulto?

GRAJALES. No pienso sino que estoy ojeando los mosquitos de una tinaja de vino.

(A la ventana, CRISTINA y su AMA.)

CRISTINA. ¡Señora, señora, que matan a mi señor! Más de dos mil espadas están sobre él, que relumbran que me quitan la vista.

ELLA. Dices verdad, hija mía; Dios sea con él; santa Úrsola, con las once mil vírgines, sea en su guarda. Ven, Cristina, y bajemos a socorrerle como mejor pudiéremos.

AMO. ¡Por vida de vuesas mercedes, caballeros, que se tengan, y miren que no es bien usar de superchería con nadie!

SOLDADO. ¡Tente, rabo, y tente, tapadorcillo! no acabéis de despertar mi cólera, que, si la acabo de despertar, os mataré, y os co-meré, y os arroj aré por la puerta falsa dos leguas más allá del infierno!

AMO. ¡Ténganse, digo; si no, por Dios que me descomponga de modo que pese a alguno!

SOLDADO. Por mí, tenido soy; que te tengo respeto, por la ima­gen que tienes en tu casa.

SACRISTÁN. Pues, aunque esa imagen haga milagros, no os ha de valer esta vez.

SOLDADO. ¿Han visto la desvergüenza deste bellaco, que me viene a hacer cocos con un rabo de zorra, no habiéndome espantado ni atemorizado tiros mayores que el de Dio, que está en Lisboa?

(Entran CRISTINA y su SEÑORA.)

ELLA. ¡Ay, marido mío! ¿Estáis, por desgracia, herido, bien de mi alma?

CRISTINA. ¡Ay desdichada de mí! Por el siglo de mi padre, que son los de la pendencia mi sacristán y mi soldado.

SOLDADO. Aun bien que voy a la parte con también dijo: «mi soldado».

AMO. No estoy herido, señora, pero sabed que toda esta penden-cia es por Cristinica.

ELLA. ¿Cómo por Cristinica?

AMO. A lo que yo entiendo, estos galanes andan celosos por ella.

ELLA. ¿Y es esto verdad, muchacha?

CRISTINA. Sí, señora.

ELLA. ¡Mirad con qué poca vergüenza lo dice! Y, ¿hate deshon­rado alguno dellos?

CRISTINA. Sí, señora.

ELLA. ¿Cuál?

CRISTINA. El sacristán me deshonró el otro día, cuando fui al Rastro.

ELLA. ¿Cuántas veces os he dicho yo, señor, que no saliese esta muchacha fuera de casa; que ya era grande, y no convenía apartarla de nuestra vista? ¿Qué dirá ahora su padre, que nos la entregó limpia de polvo y de paja? ¿Y dónde te llevó, traidora, para deshonrarte?

CRISTINA. A ninguna parte, sino allí en mitad de la calle.

ELLA. ¿Cómo en mitad de la calle?

CRISTINA. Allí, en mitad de la calle de Toledo, a vista de Dios y de todo el mundo, me llamó de sucia y de deshonesta, de poca ver­güenza y menos miramiento, y otros muchos baldones deste jaez; y todo por estar celoso de aquel soldado.

AMO. Luego ¿no ha pasado otra cosa entre ti ni él sino esa deshonra que en la calle te hizo?

CRISTINA. No por cierto, porque luego se le pasa la cólera.

ELLA. ¡ El alma se me ha vuelto al cuerpo, que le tenía ya casi de­samparado!

CRISTINA. Y más, que todo cuanto me dijo fue confiado en esta cédula que me ha dado de ser mi esposo, que la tengo guardada como oro en paño.

AMO. Muestra; veamos.

ELLA. Leedla alto, marido.

AMO. Así dice: «Digo yo, Lorenzo Pasillas, sota-sacristán desta parroquia, que quiero bien, y muy bien, a la señora Cristiana de Perra­zes; y en fee desta verdad, le di ésta, firmada de mi nombre, fecha en Madrid, en el cimenterio de San Andrés, a seis de mayo deste presente año de mil y seiscientos y once. Testigos: mi corazón, mi entendi­miento, mi voluntad y mi memoria. LORENZO PASILLAS.» ¡Gentil manera de cédula de matrimonio!

SACRISTÁN. Debajo de decir que la quiero bien, se incluye todo aquello que ella quisiere que yo haga por ella; porque quien da la vo­luntad, lo da todo.

AMO. ¿Luego, si ella quisiese, bien os casaríades con ella?

SACRISTÁN. De bonísima gana, aunque perdiese la expectativa de tres mil maravedís de renta, que ha de fundar agora sobre mi cabeza una agüela mía, según me han escrito de mi tierra.

SOLDADO. Si voluntades se toman en cuenta, treinta y nueve dí­as hace hoy que, al entrar de la Fluente Segoviana, di yo a Cristina la

mía, con todos los anejos a mis tres potencias; y si ella quisiere ser mi esposa, algo irá a decir de ser castellano de un famoso castillo, a un sacristán no entero, sino medio, y aun de la mitad le debe de faltar algo.

AMO. ¿Tienes deseo de casarte, Cristinica?

CRISTINA. Sí tengo.

AMO. Pues escoge, destos dos que se te ofrecen, el que más te agradare.

CRISTINA. Tengo vergüenza.

ELLA. No la tengas; porque el comer y el casar ha de ser a gusto proprio, y no a voluntad ajena.

CRISTINA. Vuesas mercedes, que me han criado, me darán ma­rido como me convenga; aunque todavía quisiera escoger.

SOLDADO. Niña, échame el ojo; mira mi garbo; soldado soy, castellano pienso ser; brío tengo de corazón; soy el más galán hombre del mundo; y por el hilo deste vestidillo, podrás sacar el ovillo de mi gentileza.

SACRISTÁN. Cristina, yo soy músico, aunque de campanas; para adornar una tumba y colgar una iglesia para fiestas solenes, ningún sacristán me puede llevar ventaja; y estos oficios bien los puedo ejer­citar casado, y ganar de comer como un príncipe.

AMO. Ahora bien, muchacha: escoge de los dos el que te agrada; que yo gusto dello, y con esto pondrás paz entre dos tan fuertes com­petidores.

SOLDADO. Yo me allano.

SACRISTÁN. Y yo me rindo.

CRISTINA. Pues escojo al sacristán.

(Han entrado los músicos.)

AMO. Pues llamen esos oficiales de mi vecino el barbero, para que con sus guitarras y voces nos entremos a celebrar el desposorio, cantando y bailando; y el señor soldado será mi convidado.

SOLDADO. Acepto:

«Que, donde hay fuerza de he­cho,

Se pierde cualquier derecho».

MÚSICOS. Pues hemos llegado a tiempo, éste será el estribillo de nuestra letra.

(Cantan el estribillo.)

SOLDADO.

«Siempre escogen las mujeres

Aquello que vale menos,

Porque excede su mal gusto

A cualquier merecimiento.

Ya no se estima el valor,

Porque se estima el dinero,

Pues un sacristán prefieren

A un roto soldado lego.

Mas no es mucho: que ¿quién vio

Que fue su voto tan necio,

Que a sagrado se acogiese,

Que es de delincuentes puerto?

Que adonde hay fuerza, etc.»

SACRISTÁN.

«Como es proprio de un soldado

Que es sólo en los años viejo,

Y se halla sin un cuarto

Porque ha dejado su tercio,

Imaginar que ser puede

Pretendiente de Gaiferos,

Conquistando por lo bravo

Lo que yo por manso adquiero,

No me afrentan tus razones,

Pues has perdido en el juego;

Que siempre un picado

tiene Licencia para hacer fieros.

Que adonde, etc.»

(Entranse cantando y bailando)

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