Salen MOSCÓN y CLARÍN
MOSCÓN: Corre, que con mi señor
han sido las cuchilladas.
CLARÍN: Para acercarme a esas cosas
no suelo yo correr nada;
mas para apartarme, sí.
LOS DOS: Señor...
CIPRIANO: No habléis más palabra.
Pues ¿qué es esto? Dos amigos
que por su sangre y su fama
hoy son de toda Antioquía
los ojos y la esperanza,
uno del gobernador
hijo, y otro de la clara
familia de los Colaltos,
¿así aventuran y arrastran
dos vidas que pueden ser
de tanto honor a su patria?
LELIO: Cipriano, aunque el respeto
que debo por muchas causas
a tu persona, este instante
tiene suspensa mi espada,
no la tienes reducida
a la quietud de la vaina.
Tú sabes de ciencias más
que de duelos, y no alcanzas
que a dos nobles en el campo
no hay respeto que les haga
amigos, pues sólo es medio
morir uno en la demanda.
FLORO: Lo mismo te digo, y ruego
que con tu gente te vayas,
pues que riñendo nos dejas
sin traición y sin ventaja.
CIPRIANO: Aunque os parece que ignoro
por mi profesión las varias
leyes del duelo que estudia
el valor y la arrogancia,
os engañáis; que nací
con obligaciones tantas
como los dos, a saber
qué es honor y qué es infamia;
y no el darme a los estudios
mis alientos acobarda;
que muchas veces se dieron
las manos letras y armas.
Si el haber salido al campo
es del reñir circunstancia,
con haber reñido ya
esa calumnia se salva;
y así, bien podéis decir
de esta pendencia la causa;
que yo, si, habiéndola oído,
reconociere al contarla
que alguno de los dos tiene
algo que se satisfaga,
de dejaros a los dos
solos, os doy la palabra.
LELIO: Pues con esa condición
de que, en sabiendo la causa,
nos has de dejar reñir,
yo me prefiero a contarla.
Yo quiero a una dama bien,
y Floro quiere a esta dama.
¡Mira tú cómo podrás
convenirnos, pues no hay traza
con que dos nobles celosos
den a partido sus ansias!
FLORO: Yo quiero a esta dama, y quiero
que no se atreva a mirarla
ni aun el sol; y pues no hay
medio aquí, y que la palabra
nos has dado de dejarnos
reñir, a un lado te aparta.
CIPRIANO: Esperad, que hay que saber
más. ¿Es esta dama dama
a la esperanza posible,
o imposible a la esperanza?
LELIO: Tan principal es, tan noble,
que si el sol celos causara
a Floro, aun de él no podrá
tenerlos con justa causa,
porque presumo que el sol
aun no se atreve a mirarla.
CIPRIANO: ¿Casáraste tú con ella?
FLORO: Ahí está mi confïanza.
CIPRIANO: ¿Y tú?
LELIO: ¡Plugiera a los cielos
que a tanta dicha llegara!
Que aunque es en extremo pobre,
la virtud por dote basta.
CIPRIANO: Pues si a casaros con ella
aspiráis los dos, ¿no es vana
acción, culpable y indigna,
querer antes disfamarla?
¿Qué dirá el mundo, si alguno
de los dos con ella casa
después de haber muerto al otro
por ella? Que aunque no haya
ocasión para decirlo,
decirlo sin ella basta.
No digo yo que os sufráis
el servirla y festejarla
a un tiempo, porque no quiero
que de mí partido salga
tan cobarde; que el galán
que de sus celos pasara
primero la contingencia,
pasará después la infamia;
pero digo que sepáis
de cuál de los dos se agrada,
y luego...
LELIO: Detente, espera;
que es acción cobarde y baja
ir a que la dama diga
a quién escoge la dama.
Pues ha de escogerme a mí
o a Floro; si a mí, me agrava
más el empeño en que estoy,
pues es otro empeño que haya
quien quiera a la que me quiere.
Si a Floro escoge, la saña
de que a otro quiera quien quiero
es mayor: luego excusada
acción es que ella lo diga,
pues con cualquier circunstancia
hemos en apelación
de volver a las espadas:
el querido por su honor,
y el otro por su venganza.
FLORO: Confieso que esa opinión
recibida es y asentada,
mas con las damas de amores,
que elegir y dejar tratan;
y así hoy pedírsela intento
a su padre. Y pues me basta,
habiendo al campo salido,
haber sacado la espada,
mayormente cuando hay
quien el reñir embaraza,
con satisfacción bastante
la vuelvo, Lelio, a la vaina.
LELIO: En parte me ha convencido
tu razón; y aunque apurarla
pudiera, más quiero hacerme
de su parte, o cierta o falsa.
Hoy la pediré a su padre.
CIPRIANO: Supuesto que aquesta dama
en que los dos la sirváis
ella no aventura nada,
pues que confesáis los dos
su virtud y su constancia,
decidme quién es; que yo,
pues que tengo mano tanta
en la ciudad, por los dos
quiero preferirme a hablarla,
para que esté prevenida
cuando a eso su padre vaya.
LELIO: Dices bien.
CIPRIANO: ¿Quién es?
FLORO: Justina,
de Lisandro hija.
CIPRIANO: Al nombrarla
he conocido cuán pocas
fueron vuestras alabanzas;
que es virtüosa y es noble.
Luego voy a visitarla.
FLORO: El cielo en mi favor mueva
su condición siempre ingrata.
Vase FLORO
LELIO: Corone amor, al nombrarme,
de laurel mis esperanzas.
Vase LELIO
CIPRIANO: ¡Oh, quiera el cielo que estorbe
escándalos y desgracias!
Vase CIPRIANO
MOSCÓN: ¿Ha oído vuesa merced
que nuestro amo va a la casa
de Justina?
CLARÍN: Sí, señor.
¿Qué hay, que vaya o que no vaya?
MOSCÓN: Hay que no tiene que hacer
allá usarced.
CLARÍN: ¿Por qué causa?
MOSCÓN: Porque yo por Livia muero,
que es de Justina crïada,
y no quiero que se atreva
ni el mismo sol a mirarla.
CLARÍN: Basta, que no he de reñir
en ningún tiempo por dama
que ha de ser esposa mía.
MOSCÓN: Aquesa opinión me agrada,
y así es bien que diga ella
quién la obliga o quién la cansa.
Vámonos allá los dos,
y escoja.
CLARÍN: De buena gana,
aunque ha de escogerte temo.
MOSCÓN: ¿Ya tienes de eso confïanza?
CLARÍN: Sí, que escogen lo peor
siempre las Livias ingratas.
Vanse MOSCÓN y CLARÍN. Salen JUSTINA y
LISANDRO
JUSTINA: No me puedo consolar
de haber hoy visto, señor,
el torpe, el común error
con que todo ese lugar
templo consagra y altar
a una imagen que no pudo
ser deidad; pues que no dudo
que al fin, si algún testimonio
da de serlo, es el demonio,
que da aliento a un bronce mudo.
LISANDRO: No fueras, bella Justina,
quien eres, si no lloraras,
sintieras y lamentaras
esa tragedia, esa rüina
que la religión divina
de Cristo padece hoy.
JUSTINA: Es cierto, pues al fin soy
hija tuya, y no lo fuera
si llorando no estuviera
ansias que mirando estoy.
LISANDRO: ¡Ay, Justina! No ha nacido
de ser tú mi hija, no,
que no soy tan feliz yo.
Mas--¡ay Dios!--¿cómo he rompido
secreto tan escondido?
Afecto del alma fue.
JUSTINA: ¿Qué dices, señor?
LISANDRO: No sé.
Confuso estoy y turbado.
JUSTINA: Muchas veces te he escuchado
lo que ahora te escuché,
y nunca quise, señor,
a costa de un sufrimiento,
apurar tu sentimiento
ni examinar mi dolor;
pero viendo que es error
que de entenderte no acabe,
aunque sea culpa grave,
que partas, señor, te pido
tu secreto con mi oído,
ya que en tu pecho no cabe.
LISANDRO: Justina, de un gran secreto
el efeto te callé,
la edad que tienes, porqué
siempre he temido el efeto;
mas viéndote ya sujeto
capaz de ver y advertir,
y viéndome a mí que, al ir
con este báculo dando
en la tierra, voy llamando
a las puertas del morir,
no te tengo de dejar
con esta ignorancia, no,
porque no cumpliera yo
mi obligación con callar:
y así, atiende a mi pesar
tu placer.
JUSTINA: Conmigo lucha
un temor.
LISANDRO: Mi pena es mucha,
pero esto es ley y razón.
JUSTINA: Señor, de esta confusión
me rescata.
LISANDRO: Pues escucha.
Yo soy, hermosa Justina,
Lisandro... No de que empiece
desde mi nombre te admires;
que aunque ya sabes que es éste,
por lo que se sigue al nombre
es justo que te le acuerde,
pues de mí no sabes más
que mi nombre solamente.
Lisandro soy, natural
de aquella ciudad que en siete
montes es hidra de piedra,
pues siete cabezas tiene; de
aquella que es silla hoy
del romano imperio--¡oh, llegue
del cristiano a serlo, pues
Roma sólo lo merece!--.
En ella nací de humildes
padres, si es que nombre adquieres
de humildes los que dejaron
tantas virtudes por bienes.
Cristianos nacieron ambos,
venturosos descendientes
de algunos que con su sangre
rubricaron felizmente
las fatigas de la vida
con los triunfos de la muerte.
En la religión cristiana
crecí industriado, de suerte
que en su defensa daré
la vida una y muchas veces.
Joven era, cuando a Roma
llegó encubierto el prudente
Alejandro, papa nuestro,
que la apostólica sede
gobernaba, sin tener
donde tenerla pudiese;
que como la tiranía
de los gentiles crüeles
su sed apaga con sangre
de la que a mártires vierte,
hoy la primitiva iglesia
ocultos sus hijos tiene;
no porque el morir rehusan,
no porque el martirio temen,
sino porque de una vez
no acabe el rigor rebelde
con todos, y, destrüida
la iglesia, en ella no quede
quien catequice al gentil,
quien le predique y le enseñe.
A Roma, pues, Alejandro llegó;
y yendo oculto a verle,
recibí su bendición,
y de su mano clemente
todos los órdenes sacros,
a cuya dignidad tiene
envidia el ángel, pues sólo
el hombre serlo merece.
Mandóme Alejandro, pues,
que a Antioquía me partiese
a predicar de secreto
la ley de Cristo. Obediente,
peregrinando a merced
de tantas diversas gentes,
a Antioquía vine; y cuando
desde aquesos eminentes
montes llegué a descubrir
sus dorados chapiteles,
el sol me faltó, y, llevando
tras sí el día, por hacerme
compañía, me dejó
a que le sostituyesen
las estrellas, como en prendas
de que presto vendría a verme.
Con el sol perdí el camino,
y, vagando tristemente
en lo intrincado del monte,
me hallé en un oculto albergue,
donde los trémulos rayos
de tanta antorcha viviente,
aun no se dejaban ya
ver, porque confusamente
servían de nubes pardas
las que fueron hojas verdes.
Aquí, dispuesto a esperar
que otra vez el sol saliese,
dando a la imaginación
la jurisdicción que tiene,
con las soledades hice
mil discursos diferentes.
De esta suerte, pues, estaba,
cuando de un suspiro leve
el eco mal informado
la mitad al dueño vuelve.
Retruje al oído todos
mis sentidos juntamente,
y volví a oir más distinto
aquel aliento y más débil,
mudo idioma de los tristes,
pues con él solo se entienden.
De mujer era el gemido,
a cuyo aliento sucede
la voz de un hombre, que a media
voz decía de esta suerte,
"Primer mancha de la sangre
más noble, a mis manos muere,
antes que a morir a manos
de infames verdugos llegues."
La infeliz mujer decía
en medias razones breves,
"Duélete tú de tu sangre,
ya que de mí no te dueles."
Llegar pretendí yo entonces
a estorbar rigor tan fuerte;
mas no pude, porque al punto
las voces se desvanecen,
y vi al hombre en un caballo,
que entre los troncos se pierde.
Imán fue de mi piedad
la voz, que ya balbuciente
y desmayada decía,
gimiendo y llorando a veces,
"Mártir muero, pues que muero
por cristiana e inocente."
Y siguiendo de la voz
el norte, en espacio breve
llegué donde una mujer,
que apenas dejaba verse,
estaba a brazo partido
luchando ya con la muerte.
Apenas me sintió cuando
dijo, esforzándose, "Vuelve,
sangriento homicida mío,
ni aun este instante me dejes
de vida." "No soy," le dije,
"sino quien acaso viene,
quizá del cielo guïado,
a valeros en tan fuerte
ocasión." "Ya que imposible
es," dijo, "el favor que ofrece
vuestra piedad a mi vida,
pues que por puntos fallece,
lógrese en ese infelice
en quien hoy el cielo quiere,
naciendo de mi sepulcro,
que mis desdichas herede."
Y espirando, vi...
Sale LIVIA
LIVIA: Señor,
el mercader a quien debes
aquel dinero a buscarte
ahí con la justicia viene.
Que no estás en casa dije.
Por esotra puerta vete.
JUSTINA: ¡Cuánto siento que a estorbarte
en aquesta ocasión llegue,
que estaba a tu relación
vida, alma y razón pendientes!
Mas vete ahora, señor.
la justicia no te encuentre.
LISANDRO: ¡Ay de mí! ¡Qué de desaires
la necesidad padece!
Vase LISANDRO
JUSTINA: Sin duda entran hasta aquí,
porque siento ahí fuera gente.
LIVIA: No son ellos; Ciprïano es.
JUSTINA: Pues ¿qué es lo que pretende
Ciprïano aquí?