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La educación de entonces

Mariano José de Larra (1809-1837)

Mariano Jose de Larra y Sánchez de Castro (Madrid, 24 de marzo de 1809 – Madrid, 13 de febrero de 1837) fue un escritor, periodista y político español y uno de los más importantes exponentes del romanticismo español. [+ Biografía]
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¿Tan fácil les parece a vuesas mercedes hinchar un perro?, decía el loco de Cervantes; y ¿tan fácil les parece a vuesas mercedes hinchar dos columnas de la revista todos los domingos?, puedo decir yo con más razón.

No todo ha de ser Teatros, no ha de ser Facciosos todo. ¡Costumbres, pues, Costumbres! He aquí una exigencia más difícil de satisfacer de lo que parece. ¿Tiene en el día nuestro pueblo y tienen sus costumbres un carácter fijo y determinado, o tiene cada familia sus costumbres, según la posición que ha ocupado en este medio siglo anterior? Mucho me tmo que sea ésta la verdad, y que nos hallemos en una de aquellas transiciones en que suele mudar un gran pueblo de ideas, de usos y de costumbres; el observador más perspicaz puede apenas distinguir las casi imperceptibles líneas que separan al pueblo español del año 8 del del año 20, y a éste del del año 33. Paréceme, por otra parte, que esta gran revolución de ideas y esta marcha progresiva se hace sólo por secciones; descartándose hacia adelante en cada época marcada una gran porción de la familia española. ¿Qué, sin embargo, algún descarte que hacer? A esta pregunta pueden responder la gavillas que perturban todavía nuestra tranquilidad, en representación del tiempo antiguo. Cerca está el día, sin embargo, en que volveremos atrás la vista y no veremos a nadie; en que nos asombraremos de vernos todos de la otra parte del río que estamos en la actualidad pasando.

He aquí las ideas que revolvía en mi cabeza uno de estos días en que el mal humor, que habitualmente me domina, me daba todo el aspecto de un filósofo y me había sacado a pasear maquinalmente por la ronda.

Paseaban delante de mí dos figuras, de las cuales no tardé por su vestido en deducir la opinión y el partido. Los dos llevaban peluca rubia, caña de Indias por bastón, calzón y zapato con hebilla... Poco se ve de esto ya; pero se ve.

- ¡Buen tiempo hemos alcanzado, y bravo siglo, señor don Lope de Antaño! -decía el uno cuando yo llegué a poderlos oír.

- ¿Quén nos lo había de decir, señor don Pedro Josué de Arrierán? -respondía el otro-. ¡Qué furor de educación, y de luces y reformas! ¡Válgame Dios qué de ideítas nuevas de quita y pon, qué poca estabilidad en las cosas!...

- ¡Ya! ¡Si hay hombres que tratan de persuadirnos a que no se puede vivir sin todos esos alifafes...!

- Ahí está, señor don Pedro. Se les figura a estos hombres de ahora que hasta que ellos han venido a abrirnos los ojos no había en nuestra patria cosa con cosa. Yo no me comprometeré a decir lo que había; pero yo me acuerdo, porque no hace tantos años, que no había en este país caminos, ni diligencias, ni barullos; había menos hartes todavía que ahora, si cabe, y me tenía usted a mí y a otros con nuestros destinos en regla rebosando salud y alegría. Se distinguían las clases hasta en el vestir: que ahora no parece sino que todos somos hijos de un mismo padre. No había esa ilustración ni esa industria... ¡Mire usted qué pedrada! No había más fábricas que las de medias de Toledo, y la de navajas prohibidas de Albacete, como quien dice; pero éramos más españoles, aunque quieren decir que éramos más... ¡Qué tiempos aquéllos! Yo quiero referirle a usted la vida que hacía. En primer lugar, tenía yo veinte años y sabía leer y escribir y las cuatro cuentas: ya era un hombre; pues no había pensar que hubiese visto nunca risueña la cara de mi padre: le tenía más miedo que a una tempestad. Raro era el día que no llevaba yo un par de zurras por cualquier friolera, con lo cual andaba tan en punto que más parecía lana vareada que cuerpo de persona. ¡Qué tiempos aquellos! Asi me entró el latín. ¿Ir yo a tertulias? ¿Eh? ¿Cómo ahora, que cuenta un mocoso apenas dos lustros y se entra de rondón en el mundo, y enamora a las muchachas como si tuviera sesenta años? ¡No señor! En una ocasión se me antojó galantear a una criada que enfrente de ñmi casa vivía, porque al fin los muchachos siempre han de ser muchachos, y ¿sabe usted lo que hacía? Como estaba recogido y encerrado ya a las ocho de la noche, tenía que atar mis sábanas y mi manta, y por la ventana de mi habitación me iba boniticamente descolgando hasta la calle, donde hablábamos y tal. Sí señor: como que una noche se soltó la sábana y me rompí este pie; desde entonces, ni él ha vuelto a entrar en caja, ni he dejado yo un solo momento de ser cojo. Tal porrazo me granjeó la vigilancia de mi padre. ¡Qué tiempos aquéllos, y cuánto tengo que agradecerle! ¿Había yo de haber hablado a sabiendas suyas con una joven? ¡Jesús! Mire usted: a los treinta años me casé. ¿Querrá usted creer que nunca le había visto la cara a la novia, ni ella que tan recogida vivía como yo, me la había visto a mí? Ni conocíamos nuestro carácter, ni... Nos lo dieron todo hecho: así fue que después nos llevamos siempre muy mal mi mujer y yo. Por supuesto que luego que me casé sucedía en mi casa lo propio que en la de mi padre: ¡si viera usted qué tundas le pego a mi chico! La letra, con sangre entra; él podrá no salir bien enseñado, pero saldrá bien apaleado. ¡Eso es cariño; lo demás es cuento! ¡Nunca pude llevar en paciencia la inconstancia del siglo! Una sola oficina he tenido en toda mi vida; una sola peluca; un mismo sastre; un zapatero no más; una propia tertulia. Y he leído, si señor; he sido muy aficionado a leer, aquí donde usted me ve. En casa tengo El viajero universal, a no ser once tomos que me faltan, y todos los Mercurios desde el año 70, y las gacetas y los diarios muy bien encuadernados, que nunca los dejaba de la mano como no fuese para reñir algún rato con mi Angelita, porque, eso sí; no era uno como esos maridos de ahora, que se dejan los días y las noches a sus mujeres a merced del primer boquirrubio que pasa y entra; nosotros siempre estábamos juntos, como un juego de pendientes. En eso consistía el reñir, porque como nos nos podíamos ver...

- Esa es, señor don Lope, ésa es la vida arreglada que hay que hacer, y no la barahúnda ni la educación de ahora. Yo lo que sé decir a usted es que me acuerdo también de un tiempo en que no se encontraba un libro por un ojo de la cara, como no fuese al Astete, el Observatorio rústico de Salasa (que es todo un libro) y otras cosillas sanas e instructivas al mismo tiempo; pues no se movía una paja en toda la Monarquía. Y ¡qué enseñanza! En aquéllos tiempos ponía usted a su muchacho, si lo tenía, en la Escuela Pía o cosa semejante, y sabía usted que le enseñaban latín y su buen carácter de letra, que era un primor; y no le parezca a usted: todo esto, en poco menos de diez o doce años. ¡Ya ve usted! Pues ¿ahora? ¿Eh? Ha de saber el niño en un abrir y cerrar de ojos francés, inglés, italiano, matemáticas, historia, geografía, baile, esgrima, equitación, dibujo... ¡Qué sé yo! Sin conocer que eso no es para nuestro carácter. Sin ir más lejos, yo tengo un sobrino cuyo padre dió también en la flor de las reformas y de las ideas nuevas. Le puso al muchacho tanto divino ayo, y maestro, y pedagogo, que no tenía un momento en el día para rebullirse. Y ¿qué suceció? ¿Qué había de suceder? Se quedó el muchacho pálido, seco como un esparto... Daba lástima verlo. ¡Y dale, que había de estudiar, y que había de...! Pues estudio fue, que... En fin, dos meses hace no más que murió.

- ¿Qué dice usted? ¡Angelito! ¿Y murio de estudiar?

- No, señor; murió de un cólico; pero voy a lo que es...

- Por supuesto. ¡Qué lástima!

- Es claro. ¿Y para qué es toda esa prisa? Para que el niño sepa y alterne en una sociedad en cuanto le apunte el bozo, y baile y hable con el tiempo en público, y...

- ¡Bravo, señor don Pedro, bravo! No se puede decir más.

- Pues, ¿y las muchachas, qué recogidas se criaban, en un santo temor de Dios, sin novelicas, ni óperas, ni zarandajas? Verdad es que eran un poco más hipócritas; pero, ¡mire usted qué malo! A lo menos no daban que decir. En el día, los libricos empiezan a alborotarlas los cascos, se acaloran, y al primer querido que concluye la obra que empezaron los libros, ¡paf! sólo el diablo sabe lo que anda: se le casan a usted, si es que se le casan, poco menos que sin pedirle licencia. Verdad es que yo conocí aun en aquellos tiempos más de cuatro..., de las cuales una se escapó con un mozalbete a quien quería, porque la tenían oprimida sus padres; otra cogió una pulmonía que la echó al hoyo en pocos días, de ver al suyo a deshoras por la reja (porque no se entraban los hombres en las casas de honor con la facilidad de ahora); otra que se aficionó del criado de su casa más de lo que a su recato y buen nombre convenía, porque no veía a alma nacida, y hubo lo que Dios fue servido y se murieron sus padres de pesadumbre; y otra, por fin, se murió ella misma de tristeza en un convento, donde la metieron por fuerza sus padres, llenos de prudencia, por miedo de que se perdiese en el siglo... Sí señor, esto es verdad, porque la carne siempre ha sido flaca; pero tenía usted a lo menos el gusto de saber que no habían sido los libros los que le habían pervertido a aquellas inocentes criaturas.

- ¡Oh, y qué bien dice usted, señor don Pedro! Yo le juro a usted por la verídica pintura que ante los ojos me acaba de poner, que he de emplear lo poco que valgo en hacer por que no sigan adelante estas ideas nuevas que se apoderan sin remedio de todas las cabezas, trastornando nuestras costumbres y nuestro modo de vivir, sino que volvamos a nuestro primitivo estado.

- A bien, señor don Lope, que el pandero está en buenas manos. ¿Le parece a usted que nuestros amigos se dormirán en las pajas? ¡Como ellos puedan!...

- Dios lo quiera, señor don Pedro, como usted y yo se lo reogaremos para paz nuestra, aumento de nuestros sueldos, educación de nuestras familias y bien general de nuestros compatriotas; por cuya verdadera felicidad entendida de este modo y no de otro alguno, me dejaría yo arrancar una a una todas las muelas, aunque no me han quedado en la boca sino dos, de resultas de las fluxiones que me han acometido desde estas malditas reformas...

Llegaba aquí el diálogo, y nosotros insensiblemente, ellos hablando y yo escuchando, llegábamos ya a las puertas del convento de Atocha; a este punto, fuéme imposible porque se entraron devotamente en él mis dos interlocutores, y yo volvíme hacia Madrid diciendo para mí: "¡He aquí los hombres de entonces! ¡He aquí los viejos materiales con que quieren hacerse casas nuevas! ¡He aquí, en fin, un artículo de costumbres mejor que todos los que yo acertara a hacer!".

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