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Literatura

Mariano José de Larra (1809-1837)

Mariano Jose de Larra y Sánchez de Castro (Madrid, 24 de marzo de 1809 – Madrid, 13 de febrero de 1837) fue un escritor, periodista y político español y uno de los más importantes exponentes del romanticismo español. [+ Biografía]
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La política, interés principal que absorbe y llena en el día todo espacio que a la pública curiosidad ofrecen en sus columnas los periódicos, nos ha impedido hasta ahora señalar en el nuestro a la literatura el lugar que de derecho le corresponde. Pero no hemos olvidado que la literatura es la expresión, el termómetro verdadero del estado de la civilización de un pueblo, ni somos de aquellos que piensan con los extranjeros que, al concluir nuestro Siglo de Oro, expiró en España la afición a las bellas letras. Sí pensamos que, aun en la época de su apogeo, nuestra literatura había tenido un carácter particular, el cual o había de variar con la marcha de los tiempos o había de ser su propia muerte, si no quería transigir con las innovaciones y el espíritu filosófico que comenzaba a despuntar en el horizonte de la Europa. Impregnada del orientalismo que nos habían comunicado los árabes, influida por la metafísica religiosa, puédese asegurar que había sido más brillante que sólida, más poética que positiva. A esta sazón, y cuando nuestros ingenios no hacían ni podían hacer otra cosa que girar de continuo dentro de un mismo estrecho círculo, antes que se hubiese acabado de formar y fijar la lengua, una causa religiosa en su principio, y política en sus consecuencias, apareció en el mundo; y esa misma causa, que dio el impulso investigador a otros pueblos, reprimida y perseguida en España, fijó entre nosotros el nec plus ultra que había de volvernos estacionarios. La Reforma abrió un nuevo campo a los pueblos de Alemania y de Inglaterra, que la abrazaron ansiosos; y si en Francia no triunfó, tuvo el influjo bastante para templar y equilibrar el ciego impulso del fanatismo. Los que se atrevieron a luchar con ella abiertamente no osaron en cambio dejar toda su fuerza a la reacción religiosa, temerosos sin duda de que la falta de contemplación forzase a los pueblos, avizorados ya con el ejemplo, a lanzarse en la nueva senda que delante de sí veían abierta. De aquí la tolerancia que fue forzoso a los legisladores adoptar en política y en religión; la cual preparó en Francia un siglo de escritores filósofos, propagadores del germen de una revolución en las ideas que debía ser sangrienta, porque no la hacía allí la predicación, sino la violencia. La España estaba más lejana del foco de las ideas nuevas; las que en otros países caducaban ya eran nuevas todavía para ella, porque, recién salida de la larga dominación musulmana, veía todavía en el catolicismo el paladium que la había salvado. Siete siglos, además de guerras y rencores religiosos, debían haberla hecho más fanática. ¿Qué mucho, pues, que el impulso de la Reforma se hiciese apenas sentir en sus habitantes, más bien ocupados en sus intestinas discordias que envueltos en el movimiento general, de que hacía tiempo la habían segregado sus intereses particulares? Ella fue por el contrario el refugio de los vencidos de otras partes; aquí se vinieron a hacer fuertes contra la invasión reformista los que habían sido por ella desarmados en sus patrios lares; y la persecución religiosa, amalgamada con el celo fundador y apostólico que nos llevaba a descubrir mundos nuevos que ofrecer al cielo, sofocó para largo espacio toda esperanza de progreso. Ni dejamos tampoco de tener disculpa. La gloria, poesía de las naciones conquistadoras, nos hacía más llevaderas unas cadenas de que podíamos hacer cirineos a tantos pueblos sometidos, y el metal precioso de la conquista nos las doraba. ¿Qué mucho que la España de entonces trocase su libertad interior por el dominio en lo exterior, si hemos visto en los tiempos modernos a una gran nación que se decía harto más adelantada, a una nación que parecía haber sacudido para siempre toda especie de tiranos por medio de la más sangrienta Revolución, si la hemos visto, decimos, coronar a un nuevo déspota, que no necesitó para ceñirse con una mano la corona imperial sino alargar con la otra a los republicanos más ardientes laureles perecederos y el oropel de una pasajera conquista?

En España causas locales atajaron el progreso intelectual, y con él indispensablemente el movimiento literario. La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo. Imaginación toda, debía prestar más campo a los poetas que a los prosistas; así que aun en nuestro Siglo de Oro es cortísimo el número de escritores razonados que podemos citar. Fuera de los escritos místicos y teológicos, y de los tratados sutilmente metafísico-morales de que podemos presentar una biblioteca antigua desgraciadamente más completa que ninguna otra nación, si queremos encontrar prosistas nos habremos de refugiar en la historia. Solís, Mariana y algunos otros ilustraron en verdad la musa de Tácito y de Suetonio. Nos es fuerza empero confesar que aun ésos se ofrecieron más bien como columnas de la lengua que como intérpretes del movimiento de su época; influidos por las creencias populares, no dieron un solo paso adelante; adoptaron los cuentos y las tradiciones fabulosas como verdaderas causas políticas; trataron más bien de lucir su claro ingenio en estilo florido que de desentrañar los móviles de los hechos que se veían llamados a referir. Más parecieron sus escritos una recopilación de materiales y fragmentos descosidos, una copia selecta de arengas verosímiles que una historia razonada. No sabiendo deslindar la crónica de la historia, la historia de la novela, llenaron muchos tomos sin llegar a hacer un solo libro.

La novela, hija toda de la imaginación, se vio mejor representada entre nosotros, y en una época en que no era sospechado siquiera el género en el resto de Europa, pues que hasta los mismos libros de caballerías tuvieron su origen en la península española. En ella podemos citar escritores excelentes, si contados. El Ingenioso Hidalgo, último esfuerzo del ingenio humano, bastaría a adjudicarnos la palma, aunque no tuviéramos otras que presentar en lugar privilegiado, si no tan eminente. Pero esta época fue de corta duración, y después de Quevedo la prosa volvió al olvido de que momentáneamente la habían sacado unos pocos, sólo al parecer para dar una muestra al mundo literario de lo que era permitido hacer en ese género a la lengua y al ingenio español.

Poco después, la literatura se refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de progreso; no supo siquiera sostenerse; no hizo más que decaer.

A fines del siglo pasado volvió a brillar un destello de esperanza, una apariencia de resurrección, que se hubiera acaso llevado a cabo si los disturbios políticos no se hubieran apresurado a sofocar el germen sembrado durante el feliz reinado de Carlos III. Dado ya el impulso, sin embargo, era forzoso que algunos efectos siguieran a la causa. La larga paz que disfrutaba la Europa, el embrutecimiento y la servidumbre en que habían caído los pueblos, habían hecho menos recelosos a los tiranos; si bien los más perspicaces oían ya el rumor sordo de la próxima tempestad, no era seguramente en España donde debía de esperarse el estallido; era tan distinta nuestra predisposición, que al verificarse aquél, ningún miedo de contagio infundió en el Gobierno español. Al contrario, él mismo había sido una de las causas de la propagación de las ideas nuevas, apoyando la rebelión de las primeras colonias americanas que se separaron de su metrópoli. A fines, pues, del siglo pasado apareció en España una juventud menos apática y más estudiosa que la de las anteriores generaciones; pero juventud que, al volver los ojos atrás para buscar modelos y maestros en sus antecesores, no vio sino una inmensa laguna; desesperando entonces de unir el cabo interrumpido y de continuar un movimiento paralizado dos siglos antes, creyó no poder hacer cosa mejor que saltar el vacío en vez de llenarle, y agregarse al movimiento del pueblo vecino, adoptando sus ideas tales cuales las encontraba. Viose entonces un fenómeno raro en la marcha de las naciones: entonces nos hallamos en el término de la jornada sin haberla andado.

Ayala, Luzán, Huerta, Moratín el padre, Meléndez Valdés, Jovellanos, Cienfuegos y algunos otros restauraron las bellas letras, es verdad; pero ¿cómo? Introduciendo en nuestro siglo XVIII el gusto francés, bien como en el XVI habían otros introducido el italiano. Fueron imitadores, sin saberlo las más veces, repugnándolo casi siempre. El espíritu de análisis, disecador, digámoslo así, y el espíritu filosófico francés hicieron sentir su influencia en nuestra regeneración literaria. Los agentes de ella, queriendo con todo creerse independientes, quisieron salvar de nuestro antiguo naufragio la expresión; es decir, que al adoptar las ideas francesas del siglo XVIII, quisieron representarlas con nuestra lengua del siglo XVI. Una vez puros, se creyeron originales. Así que, en poesía, vimos conservado el saber poético de nuestros buenos tiempos: parecíanos oír todavía la lira de Herrera y de Rioja; y en prosa fue declarado delito toda innovación en el lenguaje de Cervantes. Iriarte, Cadalso y otros se declararon a todo trance puristas, y persiguieron toda novedad con las armas de la sátira, al paso que Meléndez, Jovellanos, Huerta y Moratín sostenían la misma opinión con el ejemplo.

Éste es el lugar de hacer una observación esencialísima en la materia. Hemos dicho que la literatura es la expresión del progreso de un pueblo; y la palabra, hablada o escrita, no es más que la representación de las ideas, es decir, de ese mismo progreso. Ahora bien: marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas, combinaciones de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua, que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza. Quisiéramos, sin ir más lejos en la cuestión, ver al mismo Cervantes en el día, forzado a dar al público un artículo de periódico acerca «de la elección directa», «de la responsabilidad ministerial», «del crédito» o «del juego de bolsa», y en él quisiéramos leer la lengua de Cervantes. Y no se nos diga que el sublime ingenio no hubiera nunca descendido a semejantes pequeñeces, porque esas pequeñeces forman nuestra existencia de ahora, como constituían la de entonces las comedias de capa y espada; y porque Cervantes, que las escribía para vivir cuando no se escribían sino comedias de capa y espada, escribiría, para vivir también, artículos de periódico. Lo más que pueden los puristas exigir es que al adoptar voces y giros, frases nuevas, se respete, se consulte, se obedezca en lo posible el tipo, la índole, las fuentes, las analogías de la lengua.

He aquí verdades que no comprendieron los padres de nuestra regeneración literaria; quisieron adoptar ideas peregrinas, exóticas, y vestirlas con la lengua propia; pero esta lengua, desemejante de la túnica del Señor, no había crecido con los años y con el progreso que había de representar; esta lengua, tan rica antiguamente, había venido a ser pobre para las necesidades nuevas; en una palabra, este vestido venía estrecho a quien le había de poner. Acaso sea ésta una de las trabas que nuestros literatos tuvieron entonces para entrar más adentro en el espíritu del siglo. De esto sería una prueba la inculpación que a Cienfuegos se ha hecho de haber respetado poco la lengua. ¿Qué mucho, si Cienfuegos era el primer poeta que teníamos filosófico, el primero que había tenido que luchar con su instrumento, y que le había roto mil veces en un momento de cólera o de impotencia? Si nuestras razones no tuvieran peso suficiente, habría de tenerlo indudablemente el ejemplo de esas mismas naciones, a quienes nos vemos forzados a imitar, y que, mientras nosotros hemos permanecido estacionarios en nuestra lengua, han enriquecido las suyas con voces de todas partes. Porque nunca preguntaron a las palabras que quisieron aceptar: «¿De dónde vienes?», sino: «¿Para qué sirves?». Y medítese aquí que el estar parado cuando los demás andan, no es sólo estar parado, es quedarse atrás, es perder terreno.

Además de esta causa, que opuso tantas trabas a nuestros adelantos, había otra, a saber: que el número de los que adoptaban el gusto francés, e importaban una nueva literatura, era reducido; eran entonces solamente unas cuantas avanzadas de la multitud, estacionaria todavía, tanto en literatura como en política. No queremos rehusarles por eso la gratitud que de derecho les corresponde; quisiéramos sólo abrir un campo más vasto a la joven España; quisiéramos sólo que pudiese llegar un día a ocupar un rango suyo, conquistado, nacional, en la literatura europea.

No es nuestra intención en esta reseña general entrar a analizar el mérito de los escritores que nos han precedido; esto fuera molesto, inútil a nuestro propósito, y poco lisonjero acaso para algunos que viven todavía. Después que algunos hombres caros a las musas hubieron, no levantado nuestra literatura, sino introducido en España la francesa, después que nos impusieron el yugo de los preceptistas del siglo ostentoso y compasado de Luís XIV, las turbulencias políticas vinieron a atajar ese mismo impulso, que llamaremos bueno a falta de otro mejor.

Muchos años hemos pasado de entonces acá sin podernos dar cuenta siquiera de nuestro estado, sin saber si tendríamos una literatura por fin nuestra o si seguiríamos siendo una posdata rezagada de la clásica literatura francesa del siglo pasado. En este estado estamos casi todavía: en verso, en prosa, dispuestos a recibirlo todo, porque nada tenemos. En el día, numerosa juventud se abalanza ansiosa a las fuentes del saber. ¿Y en qué momentos? En momentos en que el progreso intelectual, rompiendo en todas partes antiguas cadenas, desgastando tradiciones caducas y derribando ídolos, proclama en el mundo la libertad moral, a la par de la física, porque la una no puede existir sin la otra.

La literatura ha de resentirse de esta prodigiosa revolución, de este inmenso progreso. En política, el hombre no ve más que intereses y derechos, es decir, verdades. En literatura no puede buscar por consiguiente sino verdades. Y no se nos diga que la tendencia del siglo y el espíritu de él, analizador y positivo, lleva en sí mismo la muerte de la literatura, no. Porque las pasiones en el hombre siempre serán verdades, porque la imaginación misma ¿qué es sino una verdad, más hermosa?

Si nuestra antigua literatura fue en nuestro Siglo de Oro más brillante que sólida, si murió después a manos de la intolerancia religiosa y de la tiranía política, si no pudo renacer sino en andadores franceses, y si se vio atajado por las desgracias de la patria ese mismo impulso extraño, esperemos que dentro de poco podamos echar los cimientos de una literatura nueva, expresión de la sociedad nueva que componemos, toda de verdad, como de verdad es nuestra sociedad, sin más reglas que esa verdad misma, sin más maestro que la naturaleza, joven, en fin, como la España que constituimos. Libertad en literatura, como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra, he aquí la medida con que mediremos; en nuestros juicios críticos preguntaremos a un libro: «¿Nos enseñas algo? ¿Nos eres la expresión del progreso humano? ¿Nos eres útil? Pues eres bueno». No reconocemos magisterio literario en ningún país; menos en ningún hombre, menos en ninguna época, porque el gusto es relativo; no reconocemos una escuela exclusivamente buena, porque no hay ninguna absolutamente mala. Ni se crea que asignamos al que quiera seguirnos una tarea más fácil, no. Le instamos al estudio, al conocimiento del hombre; no le bastará como al clásico abrir a Horacio y a Boileau y despreciar a Lope o a Shakespeare; no le será suficiente, como al romántico, colocarse en las banderas de Víctor Hugo y encerrar las reglas con Molière y con Moratín; no, porque en nuestra librería campeará el Ariosto al lado de Virgilio, Racine al lado de Calderón, Molière al lado de Lope; a la par, en una palabra, Shakespeare, Schiller, Goethe, Byron, Víctor Hugo y Corneille, Voltaire, Chateaubriand y Lamartine.

Rehusamos, pues, lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa literatura reducida a las galas del decir, al son de la rima, a entonar sonetos y odas de circunstancias, que concede todo a la expresión y nada a la idea, sino una literatura hija de la experiencia y de la historia y faro, por tanto, del porvenir; estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, pensándolo todo, diciéndolo todo en prosa, en verso, al alcance de la multitud ignorante aún; apostólica y de propaganda; enseñando verdades a aquellos a quienes interesa saberlas, mostrando al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle; literatura, en fin, expresión toda de la ciencia de la época del progreso intelectual del siglo.

 

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