J.M. Barrie - Peter Pan

Capítulo 4: El vuelo

La segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana. Ése, según le había dicho Peter a Wendy, era el camino hasta el País de Nunca Jamás, pero ni siquiera los pájaros, contando con mapas y consultándolos en las esquinas expuestas al viento, podrían haberlo avistado siguiendo estas instrucciones. Es que Peter decía lo primero que se le ocurría.

Al principio sus compañeros confiaban en él sin reservas y eran tan grandes los placeres de volar que perdían el tiempo girando alrededor de las agujas de las iglesias o de cualquier otra cosa elevada que se en contraran en el camino y les gustara.

John y Michael se echaban carreras, Michael con ventaja. Recordaban con desprecio que no hacía tanto que se habían creído muy importantes por poder volar por una habitación.

No hacía tanto. ¿Pero cuánto realmente? Estaban volando por encima del mar antes de que esta idea empezara a preocupar a Wendy seriamente. A John la parecía que iban ya por su segundo mar y su tercera no che.

A veces estaba oscuro y a veces había luz y de pronto tenían mucho frío y luego demasiado calor. ¿Sentían hambre a veces realmente, o sólo lo fingían porque Peter tenía una forma tan divertida y novedosa de alimentarlos? Esta forma era perseguir pájaros que llevaran comida en el pico adecuada para los humanos y arrebatársela; entonces los pájaros los seguían y se la volvían a quitar y todos se iban persiguiendo alegremente durante millas, separándose por fin y expresándose mutuamente sus buenos deseos. Pero Wendy se percató con cierta preocupación de que Peter no parecía saber que ésta era una forma bastante rara de conseguir el pan de cada día, ni siquiera que había otras formas.

Ciertamente no fingían tener sueño, lo tenían y eso era peligroso, porque en el momento en que se dormían, empezaban a caer. Lo espantoso era que a Peter eso le parecía divertido.

-¡Allá va otra vez! -gritaba regocijado, cuando Michael caía de pronto como una piedra.

-¡Sálvalo, sálvalo! -gritaba Wendy, mirando horrorizada el cruel océano que tenían debajo. Por fin Peter se lanzaba por el aire y atrapaba a Michael justo antes de que se estrellara en el mar y lo hacía de una manera muy bonita, pero siempre esperaba hasta el último momento y parecía que era su habilidad lo que le inte resaba y no salvar una vida humana. También le gustaba la variedad y lo que en un momento dado lo absorbía de pronto dejaba de atraerlo, de modo que siempre existía la posibilidad de que la próxima vez que uno cayera él lo dejara hundirse.

Él podía dormir en el aire sin caerse, por el simple método de tumbarse boca arriba y flotar, pero esto era, al menos en parte, porque era tan ligero que si uno se ponía detrás de él y soplaba iba más rápido.

-Sé más educado con él -le susurró Wendy a John, cuando estaban jugando al «Sígueme».

-Pues dile que deje de presumir -dijo John.

Cuando jugaban al Sígueme, Peter volaba pegado al agua y tocaba la cola de cada tiburón al pasar, igual que en la calle podéis seguir con el dedo una barandilla de hierro. Ellos no podían seguirlo en esto con excesivo éxito, de forma que quizás sí que fuera presumir, especialmente porque no hacía más que volverse para ver cuántas colas se le escapaban.

-Debéis ser amables con él -les inculcó Wendy a sus hermanos-. ¿Qué haríamos si nos abandonara?

-Podríamos volver -dijo Michael.

-¿Y cómo lograríamos encontrar el camino de vuelta sin él?

-Bueno, pues entonces podríamos seguir -dijo John.

-Eso es lo horrible, John. Tendríamos que seguir, porque no sabemos cómo parar.

Era cierto: Peter se había olvidado de enseñarles a parar. John dijo que si pasaba lo peor, todo lo que tenían que hacer era seguir adelante, ya que el mundo era redondo, de forma que acabarían por volver a su propia ventana.

-¿Y quién nos va a conseguir comida, John?

-Yo le saqué del pico un trocito a ese águila bastante bien, Wendy.

-Después de veinte intentos -le recordó Wendy-. Y aunque se nos llegara a dar bien la cuestión de conse guir comida, fijaos cómo nos chocamos con las nubes y otras cosas si él no está cerca para echarnos una mano.

Efectivamente, se iban chocando todo el tiempo. Ya podían volar con fuerza, aunque seguían moviendo demasiado las piernas, pero si veían una nube delante, cuanto más intentaban esquivarla, más certeramente se chocaban contra ella. Si Nana hubiera estado con ellos ya le habría puesto a Michael una venda en la frente.

Peter no estaba con ellos en ese momento y se sentían bastante desamparados allí arriba por su cuenta. Podía volar a una velocidad tan superior a la de ellos que de pronto salía disparado y se perdía de vista, para correr alguna aventura en la que ellos no participaban. Bajaba riéndose por algo divertidísimo que le había estado contando a una estrella, pero que ya había olvidado, o subía cubierto aún de escamas de sirena y sin embargo no sabía con seguridad qué había ocurrido. La verdad es que resultaba muy fastidioso para unos niños que nunca habían visto una sirena.

-Y si se olvida de ellas tan deprisa -razonaba Wendy-, ¿cómo vamos a esperar que se siga acordando de nosotros?

Efectivamente, a veces cuando regresaba no se acordaba de ellos, por lo menos no muy bien. Wendy es taba segura de ello. Veía cómo le brillaban los ojos al reconocerlos cuando estaba a punto de pararse a charlar un momento para luego seguir; en una ocasión incluso tuvo que decirle cómo se llamaba.

-Soy Wendy -dijo muy inquieta.

Él se sintió muy contrito.

-Oye, Wendy -le susurró-, siempre que veas que me olvido de ti, repite todo el rato «soy Wendy» y en tonces me acordaré.

Como es lógico, aquello no era nada satisfactorio. Sin embargo, para enmendarlo les enseñó a tumbarse estirados sobre un viento fuerte que soplara en su dirección y esto supuso un cambio tan agradable que lo probaron varias veces y descubrieron que así podían dormir a salvo. Realmente habrían dormido más tiem po, pero Peter se aburría rapidamente de dormir y no tardaba en gritar con su voz de capitán:

-Aquí nos desviamos.

De modo que con algún que otro disgusto, pero en general con gran diversión, se fueron acercando al País de Nunca Jamás, y al cabo de muchas lunas llegaron allí y, lo que es más, resulta que habían estado viajando sin desviarse todo el tiempo, quizás no tanto debido a la dirección de Peter o de Campanilla como a que la isla los estaba buscando. Sólo así se pueden avistar esas mágicas orillas.

-Ahí está -dijo Peter tranquilamente.

-¿Dónde, dónde?

-Donde señalan todas las flechas.

En efecto, un millón de flechas doradas, enviadas por su amigo el sol, que quería que estuvieran seguros del camino antes de dejarlos por esa noche, indicaba a los niños dónde se hallaba la isla.

Wendy, John y Michael se pusieron de puntillas en el aire para echar su primer vistazo a la isla. Es extra ño, pero todos la reconocieron al instante y mientras no los invadió el miedo la estuvieron saludando no como a algo con lo que se ha soñado mucho tiempo y por fin se ha visto, sino como a una vieja amiga con quien volvían para pasar las vacaciones.

- John, ahí está la laguna.

-Wendy, mira a las tortugas enterrando sus huevos en la arena.

-Oye, John, veo a tu flamenco de la pata rota.

-Mira, Michael, allí está tu cueva.

- John, ¿qué es eso que hay en la maleza?

-Es una loba con sus cachorros. Wendy, estoy seguro de que ése es tu lobezno.

-Ahí está mi barca, John, con los costados llenos de agujeros.

-No, no lo es. Pero si quemamos tu barca.

-Pues de todas formas lo es. Oye, John, veo el humo del campamento piel roja.

-¿Dónde? Enséñamelo y te diré por cómo se retuerce el humo si están en el sendero de la guerra.

-Allí, justo al otro lado del Río Misterioso.

-Ya lo veo. Sí, ya lo creo que están en el sendero de la guerra.

Peter estaba un poco molesto con ellos por saber tantas cosas, pero si quería hacerse el amo de la situación su triunfo estaba al caer, pues ¿no os he dicho que no tardó en invadirlos el miedo?

Llegó cuando se fueron las flechas, dejando la isla en penumbra.

Antes, en casa, el País de Nunca Jamás siempre empezaba a tener un aire un poco oscuro y amenazador a la hora de irse a la cama. Entonces surgían zonas inexploradas que se extendían, en ellas se movían som bras negras, el rugido de los animales de presa era muy distinto entonces y, sobre todo, uno perdía la seguridad de que iba a ganar. Uno se alegraba mucho de que las lamparillas estuvieran encendidas. Era incluso agradable que Nana dijera que eso de ahí no era más que la repisa de la chimenea y que el País de Nunca jamás era todo imaginación.

Por supuesto que el País de Nunca Jamás había sido una fantasía en aquellos días, pero ahora era real y no había lamparillas y cada vez estaba más oscuro y ¿dónde estaba Nana?

Habían estado volando separados unos de otros, pero ahora se apiñaron junto a Peter. El comportamiento descuidado de éste había desaparecido por fin, le brillaban los ojos, les entraba un hormigueo cada vez que tocaban su cuerpo. Ya estaban encima de la temible isla, volando tan bajo que a veces un árbol les rozaba la cara.

No se veía nada horrendo en el aire, pero su marcha se había hecho lenta y penosa, igual que si estuvieran abriéndose paso a través de unas fuerzas hostiles. A veces se quedaban inmóviles en el aire hasta que Peter los golpeaba con los puños.

-No quieren que bajemos -les explicó.

-¿Quiénes? -susurró Wendy, estremeciéndose.

Pero él no lo sabía o no lo quería decir. Campanilla había estado durmiendo en su hombro, pero ahora la despertó y le hizo ponerse en vanguardia.

De vez en cuando se paraba en el aire, escuchando atentamente con una mano en la oreja y volvía a mirar hacia abajo con los ojos tan brillantes que parecían horadar dos agujeros en la tierra. Una vez hecho esto, seguía adelante de nuevo.

Su valor casi producía espanto.

-¿Queréis correr una aventura ahora -le preguntó a John muy tranquilo-, o preferís tomar el té primero?

Wendy dijo «el té primero» apresuradamente y Michael le apretó la mano agradecido, pero John, más valiente, titubeaba.

-¿Qué clase de aventura? -preguntó con cautela.

-Tenemos un pirata dormido en la pampa justo debajo de nosotros -le dijo Peter-. Si quieres, bajamos ylo matamos.

-No lo veo -dijo John tras una larga pausa.

-Yo sí.

-Imagínate que se despierta -dijo John con la voz algo ronca.

Peter exclamó indignado:

-¡No pensarás que lo iba a matar dormido! Primero lo despertaría y luego lo mataría. Es lo que siempre hago.

-¡Caramba! ¿Y matas muchos?

-Miles.

John dijo «estupendo», pero decidió tomar el té primero. Preguntó si había muchos piratas en la isla en esos momentos y Peter dijo que nunca había visto tantos.

-¿Quién es su capitán ahora?

-Garfio -contestó Peter y se le nubló la cara al pronunciar ese odiado nombre.

-¿Jas. Garfio?

-Sí.

Entonces Michael se echó a llorar e incluso John sólo pudo hablar a trompicones, pues conocían la reputación de Garfio.

-Era el contramaestre de Barbanegra -susurró John roncamente-. Es el peor de todos ellos, el único hombre al que temía Barbacoa.

-Ése es -dijo Peter.

-¿Cómo es? ¿Es grande?

-No tanto como antes.

-¿Qué quieres decir?

-Le corté un pedazo.

-¡Tú!

-Sí, yo -dijo Peter con aspereza.

-No pretendía faltarte al respeto. -Bueno, está bien.

-Pero, oye, ¿qué trozo?

-La mano derecha.

-¿Entonces ya no puede luchar?

-¡Vaya si puede!

-¿Es zurdo?

-Tiene un garfio de hierro en vez de la mano derecha y desgarra con él.

-¡Desgarra!

-Oye, John-dijo Peter.

-Sí.

-Di «sí, señor».

-Sí, señor.

-Hay algo -continuó Peter- que cada chico que está a mis órdenes tuvo que prometer y tú también debes hacerlo. John se puso pálido.

-Es lo siguiente: si nos encontramos con Garfio en combate, me lo debes dejar a mí.

-Lo prometo -dijo John lealmente.

Por el momento se sentían menos aterrados, porque Campanilla estaba volando con ellos y con su luz podían verse los unos a los otros. Por desgracia no podía volar tan despacio como ellos y por eso tenía que ir dando vueltas y vueltas formando un círculo dentro del cual se movían como un halo. A Wendy le gustaba mucho, hasta que Peter le señaló el inconveniente.

-Me dice -dijo- que los piratas nos avistaron antes de que se pusiera oscuro y han sacado a Tom el Largo.

-¿El cañón grande?

-Sí. Y, por supuesto, deben de ver su luz y si se imaginan que estamos cerca seguro que abren fuego.

-¡Wendy!

-¡ John!

-¡Michael!

-Dile que se vaya ahora mismo, Peter -exclamaron los tres al mismo tiempo, pero él se negó.

-Cree que nos hemos perdido -replicó fríamente-, y está bastante asustada. ¡No esperaréis que le diga que se vaya sola cuando tiene miedo!

El círculo de luz se rompió momentáneamente y algo le dio a Peter un pellizquito cariñoso.

-Entonces dile -rogó Wendy-, que apague la luz.

-No puede apagarla. Eso es prácticamente lo único que no pueden hacer las hadas. Se apaga sola cuando ella se duerme, igual que las estrellas.

-Entonces dile que duerma inmediatamente -casi le ordenó John.

-No puede dormir más que cuando tiene sueño. Es la única otra cosa que no pueden hacer las hadas.

-Pues me parece -gruñó John-, que son las dos únicas cosas que vale la pena hacer.

Entonces se llevó un pellizco, pero no cariñoso.

-Si al menos uno de nosotros tuviera un bolsillo -dijo Peter- la podríamos llevar con él.

Sin embargo, habían salido con tantas prisas que ninguno de los cuatro tenía un solo bolsillo.

Se le ocurrió una buena idea. ¡El sombrero de John!

Campanilla aceptaría viajar en sombrero si lo llevaban en la mano. John se hizo cargo de ello, aunque ella había tenido la esperanza de que la llevara Peten Al poco rato Wendy cogió el sombrero, porque John decía que le daba golpes en la rodilla al volar y esto, como veremos, trajo dificultades, pues a Campanilla no le gustaba nada deberle un favor a Wendy.

En la negra chistera la luz quedaba completamente oculta y siguieron volando en silencio. Era el silencio más absoluto que habían conocido jamás, roto sólo por unos lametones lejanos, que según explicó Peter lo producían los animales salvajes al beber en el vado y también por un ruido rasposo que podrían haber sido las ramas de los árboles al rozarse, pero él dijo que eran los pieles rojas que afilaban sus cuchillos.

Incluso estos ruidos acababan por apagarse. A Michael la soledad le resultaba espantosa.

-¡Ojalá se oyera algún ruido! -exclamó.

Como en respuesta a su petición, el aire fue hendido por la explosión más tremenda que había oído en su vida. Los piratas les habían disparado con Tom el Largo.

El rugido resonó por las montañas y los ecos parecían gritar salvajemente:

-¿Dónde están, dónde están, dónde están?

De esta forma tan violenta descubrió el aterrorizado trío la diferencia entre una isla inventada y la misma isla hecha realidad.

Cuando por fin los cielos volvieron a quedar en calma, John y Michael se encontraron solos en la oscuri dad. John caminaba en el aire mecánicamente y Michael, sin saber cómo flotar, estaba flotando.

-¿Te han dado? -susurró John temblorosamente.

-Todavía no lo he comprobado -susurró a su vez Michael.

Ahora sabemos que ninguno fue alcanzado. Sin embargo, Peter fue arrastrado por el viento del disparo hasta alta mar, mientras que Wendy fue lanzada hacia arriba sin otra compañía que la de Campanilla.

Las cosas le habrían ido bien a Wendy si en ese momento hubiera soltado el sombrero.

No sé si la idea se le ocurrió a Campanilla de repente, o si lo había planeado por el camino, pero el caso es que inmediatamente salió del sombrero y se puso a atraer a Wendy hacia su destrucción.

Campanilla no era toda maldad: o, más bien, era toda maldad en ese momento, pero, por otro lado, a ve ces era toda bondad. Las hadas tienen que ser una cosa o la otra, porque al ser tan pequeñas degraciada-mente sólo tienen sitio para un sentimiento por vez. No obstante, les está permitido cambiar, aunque debe ser un cambio total. Por el momento estaba celosísima de Wendy. Por supuesto, Wendy no entendía lo que le decía con su precioso tintineo y estoy convencido de que parte eran palabrotas, pero sonaba agradable y volaba hacia adelante y hacia atrás, queriendo decir claramente: «Sígueme y todo saldrá bien.»

¿Qué otra cosa podía hacer la pobre Wendy ? Llamó a Peter, a John y a Michael y lo único que obtuvo como respuesta fueron ecos burlones. Aún no sabía que Campanilla la odiaba con el odio feroz de una auténtica mujer. Y por eso, aturdida y volando ahora a trompicones, siguió a Campanilla hacia su perdición.

James Mathew Barrie - Peter Pan
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