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La sombra (Capítulo II)

Benito Pérez Galdós (1843-1920)

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 10 de mayo de 1843 - Madrid, 4 de enero de 1920), pseudónimo de María de los Dolores Pérez Galdós, fue un novelista, dramaturgo y cronista español considerado el mayor representante de la novela realista del siglo XIX en España y uno de los más importantes escritores en lengua española. [+ Biografía]
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Capítulo II - La obsesión

Por fin sofocamos el fuego con gran trabajo, impidiendo que se propagara la llama y nos consumiera a todos. La única víctima fue el infeliz animal, que, habiendo recibido en su piel el líquido hirviente, ardió como una mecha y pereció, según dijimos, con dolores espantosos. Igual suerte cupo a una buena parte del delantal de doña Mónica, donde abrió la llama un boquete, después de haberle quemado a la señora los dedos al tratar de apagarlo. El sabio no tuvo más serio percance que la total pérdida de un mechón de cabellos, que con inveterada tenacidad, más rebelde a la acción del tiempo que a la de la pomada, se adelantaba sobre su sien derecha. Por fin se apagó el incendio, y habiéndose marchado la vieja hecha un veneno a causa del percance, que atribuía a las brujerías del amo, y dolorida por el triste fin del micho, a quien apreciaba de corazón, el doctor continuó de esta manera:

-Yo no sé en qué fundaba mis sospechas: yo sé que las tenía. Entraron en mí como entran las ideas innatas; mejor dicho, estaban en mí, según creo, desde el nacer, ¡qué sé yo! desde el principio, desde más allá. Yo no sé qué espíritu diabólico es el que viene a decirnos ciertas cosas al oído cuando estamos entregados a la meditación; yo no sé quién forja esos raciocinios que entran en nuestro cerebro ya hechos, firmes, exactos, con su lógica infernal y su evidencia terrible. Un día entraba yo -escuche usted bien-, entraba yo en mi casa, dominado por estos pensamientos: cuando me acerqué a la habitación de Elena, creí sentir una voz de hombre que hablaba muy quedo allí dentro; la voz calló de pronto... Advertían mi llegada... Después me pareció sentir pasos precipitados, como quien huye, procurando hacer el menor ruido posible. No puedo dar idea del repentino furor que se apoderó de mí; me cegué, corrí, me abalancé a la puerta, la empujé fuertemente, la abrí de un golpe con tanto estrépito, que las paredes se estremecieron con esa convulsión intensa de los edificios cuando los combates, la tempestad, o tiembla la tierra en que están cimentados.

-Terribles fuerzas tiene usted -dije irónicamente, reparando cuán poca semejanza había entre mi desdichado amigo y el tipo que de Sansón nos hemos figurado.

-Sí, la puerta se abrió, y Elena se presentó ante mí despavorida, trémula, con tan marcadas señales de espanto, que me detuve sobrecogido yo a mi vez. Mi primera mirada escudriñó la habitación en un segundo. No había allí ningún hombre; la ventana no estaba abierta; la puerta interior cerrada también; era imposible que en el instante que medió entre el ruido de la voz y mi entrada, pudieran ser echadas las llaves y cerrojos, no habiendo tiempo material tampoco de que una persona saliese por la puerta o saltara por la ventana. Registré todo; no vi nada. Pero yo había oído aquella voz, estaba seguro de ello, y no era fácil que me convencieran de lo contrario ni la evidencia de no encontrar allí hombre alguno, ni las ardientes protestas de Elena, que en su dolor halló palabras bastante fuertes para increparme y me llamó visionario y loco. Jurome que estaba sola; que al entrar yo de aquella manera creyó morirse de miedo, y que no podía explicarse mi conducta sino por una completa alteración de mis facultades intelectuales.

-¡Qué extrañas ideas! -dije yo considerando cuál debía de ser el terror de aquella infeliz al ver entrar repentinamente a su marido, furioso y extraviado, asegurando que había oído la voz de un hombre dentro de la habitación.

-Extrañas, sí -contestó el doctor-; pero cada vez más vivas y más claras. Yo no podía desechar mi idea; la impresión que en mi oído había hecho la voz era tal, que aún me dura, y entonces, sólo dudando de mi existencia, sólo creyendo que no era persona real, podía tomar aquello por ilusión. No lo era ciertamente, y mucho más me confirmé en ello cuando a la noche siguiente...

-¡Pobre mujer! ¡Qué noche! Sin duda volvió usted hacer la noche siguiente otras atrocidades por el estilo.

-Sí -continuó-, a la noche siguiente presencié un fenómeno que ya me quitó la esperanza de ver claro en aquel asunto. Lo que me pasó, amigo, excede ya los límites de lo natural, y aún hoy es para mí la confusión de las confusiones. Entré en mi casa, y vagué largo rato solo y abstraído por aquellos salones, donde todo me causaba pesadumbre y hastío: pasé por aquella sala que eh descrito, donde se hallaba el cuadro de Paris y Elena, y me helé de asombro al ver... Es el fenómeno más estupendo que puede concebirse. La figura de Paris no estaba en el lienzo. Creí equivocarme, me acerqué, toqué la tela, encendí muchas luces, miré, remiré... La figura de Paris ¡ay! había desaparecido; estaba sola Elena, y la expresión de su cara había cambiado por completo, siendo triste y desconsolada la que antes aparecía satisfecha y feliz. ¿Qué infernal pintura era aquella, en que una figura se evaporaba, se borraba, se iba como si tuviera cuerpo y vida? No podía yo dejar de contemplar el maldito cuadro, y decía: «¿Pero dónde está este diablo de hombre?».

-Sí: ¿dónde estaba ese diablo de hombre? -pregunté a mi vez, sorprendido de que la alucinación del doctor llegara a tal extremo. -¿Dónde estaba ese diablo de hombre?

-¿Dónde estaba? Atraído por una fuerza irresistible, por mis pensamientos, por mis celos, corrí al cuarto de mi esposa. Al acercarme sentí la misma voz que la noche anterior, los mismos pasos. No puedo describir mi furor. «Era cierto lo de anoche» pensé, y me arrojé hacia la puerta. «¡Oh! ¡han cerrado! -exclamé, y golpeándola fuertemente, mejor dicho, arrojando sobre ella todo el peso de mi cuerpo, la abrí rompiéndola. Al entrar vi que la ventana que da al jardín estaba abierta, y que una sombra, un bulto, un hombre saltaba por ella. Esto fue tan rápido, que apenas lo vi; no vi más que su cabeza en el momento de desaparecer, sus manos en el instante de desasirse del antepecho. Corrí, me asomó y no vi nada; la noche era obscurísima. Sólo creí sentir el golpe de un cuerpo que cae. Elena me miraba atónita, con un pavor indescriptible; perdió el sentido, y esta vez no pudo decirme que era visionario y loco, porque le faltó el habla y cayó a mis pies como una muerta. Mi afán era perseguir a aquel hombre hasta encontrarle, hasta matarlo. Bajé precipitadamente al jardín, y le recorrí con ansiedad imposible de describir: las tapias eran muy altas, y por diestro y ágil que fuera un hombre, no podía saltarlas en el breve espacio de tiempo que yo tardé en bajar. Registré todo: en el jardín no había nadie; pero este se comunicaba con un patio solitario de elevadísimas paredes; fui allá y, apenas había dado algunos pasos, cuando vi una sombra que se deslizaba cautelosamente por entre los montones de piedras que allí había para construir uno de los pabellones del palacio. Me puse en acecho a ver si efectivamente era un hombre o una imagen de esas que crean, confabulándose, la noche y la imaginación. Era un hombre; lo vi andar agachándome para no ser descubierto, y no sé por qué, me parecía que, a pesar de la obscuridad de la noche, distinguía en su rostro las facciones de aquella figura pintada, cuya desaparición del cuadro me daba tanta inquietud y confusión. La sombra, el hombre o lo que fuera, se acercó muy despacio y siempre recatándose, a un pozo sin brocal que allí había, de esos que abren los albañiles durante una construcción para tener el agua más a mano. Con asombro mío, se introdujo en el pozo lentamente; vi su cuerpo bajar poco a poco y desaparecer: después no vi más que el busto, después la cabeza tan sólo, por fin una mano que permaneció agarrada al borde. Estuvo un rato indeciso y mirando atentamente aquello. Un momento después sacó con lentitud y cautela la cabeza, como para ver si yo le observaba, y en seguida la escondió repentinamente. La mano desapareció al fin.

»Acerqueme entonces, y vino a mi imaginación una venganza terrible. Como si mi cuerpo obedeciera todo a mi desenfrenada pasión, sentí duplicarse mis fuerzas y adquirí un vigor extraordinario; cogí la piedra más grande que podía levantar, la alcé con ambas manos a la altura de mi cabeza, me puse de un salto en la orilla del pozo y la arrojé dentro, impeliéndola vigorosa, porque me parecía que su propio peso no bastaba. Cogí después otra mayor, y con la misma furia la arrojé también; no deteniéndome hasta asir la tercera, porque el furor me redoblaba las fuerzas. En diez minutos arrojé dentro más de cincuenta piedras. Esto no me parecía bastante; empuñé una pala que allí cerca había, y eché tierra por espacio de media hora. Volví a arrojar piedras, y dos horas después de un trabajo incesante, el pozo había desaparecido y el piso quedó perfectamente nivelado. Aún me pareció poco, y me senté sobre mi obra exaltado, trémulo de fatiga, permaneciendo allí toda la noche como centinela de mi victoria, convertido en cenotafio de aquella tumba para velarla y cubrirla. A veces parecíame que un Titán levantaba desde abajo todas las piedras y toda la tierra que yo arrojé. Hubiera querido ser estatua y ser de plomo para pesar sobre mi víctima eternamente. La aurora vino a dar alguna luz a mi entendimiento. «¿Qué he hecho, Dios mío? -dije retirándome y buscando en los recursos ordinarios de la lógica la solución de aquel enigma-; ¿era realmente un hombre o no?».

-Es preciso confesar, amigo -dije sin poderme contener-, que si era hombre, fue usted un bárbaro, y si era sombra fue usted un necio.

-No se me juzgue sin conocer el resto -continuó-. Cuando subí, mi primera diligencia fue mirar de nuevo el cuadro de Paris. La figura del hombre estaba en su sitio. Pero no pude contener un estremecimiento de terror y un frío glacial cuando el rostro pintado del troyano se volvió hacia mí, me miró, y se rio el maldito, con expresión tal de burla, que se me erizaron los cabellos.

-Eso sí que es particular -dije yo-, y excede en rareza a todo lo anterior.

-¿No es verdad, amigo, que esto parece un cuento inverosímil?

-¡Ya lo creo! ¡y tan inverosímil!

-Aquel día -prosiguió-, la consternación reinaba en el cuarto de mi mujer. Rodeábanla sus padres y algunos parientes oficiosos, de esos que acuden a todos los trances, aun cuando no sean llamados. Lloraba ella, y el iracundo conde de Torbellino, su padre, aseguraba que había casado a su hija con el más fiero de los monstruos imaginables. Su madre, que era una vieja coqueta, procuraba consolarla, diciendo que no hiciese caso de mis extravagancias, y tomara con calma aquellos arrebatos de frenesí que tanto la mortificaban. Cuando quedamos solos, Elena, arrojada a mis plantas, protestó de su inocencia, añadiendo que todo era una pura aprensión mía; que allí no había entrado hombre alguno; que por el balcón no había bajado nadie; que la puerta estaba abierta; en fin, tantas y tales cosas, que yo aferrado siempre a mi idea, y seguro de la realidad de lo que había visto, fluctuando en las más atroces dudas, porque su voz tenía el acento de profunda entereza, creí volverme loco, y a ello me conducía sin remedio aquella fatal y nunca vista situación.

-Pero hombre de Dios -le dije-, ¿no había algún medio de adquirir una completa certidumbre?

-Ninguno, porque todo de volvía en mi daño, porque cada día me llevaba a un nuevo suplicio, siendo tales los sucesos anormales, que no me daban tiempo de reposar, buscando serenidad y luz. Los acontecimientos que he referido a usted no son más que la preparación o el prólogo de los que ahora le voy a contar, que es cosa sin igual en la vida, pues no tengo noticia de que a ningún ser humano le haya acaecido tan extraordinaria y profundísima desventura. En algunos momentos hallábame satisfecho de mí mismo, porque creía haber puesto, con mi decisiva acción de la noche, término a aquel incidente funesto. Dábalo todo por concluido; y cuando tal pensaba, ni la idea de haber cometido un gran crimen bastaba a calmar el gozo que por tal consideración sentía. Pero... oiga usted esto, que es el colmo de lo maravilloso. Paseábame en mi cuarto, entregado a mis normales meditaciones, cuando dieron unos golpecitos en la puerta: me admiró que alguien entrara sin ser anunciado, y dije: «adelante». Figúrese usted, amigo, cuál sería mi estupor cuando vi entrar en mi aposento... ¿a quién cree usted? al mismo Paris, la misma figura del cuadro, pero animado, vivo; un hombre, en fin, un semidiós con levita, sombrero, guantes y bastón; un bello ideal convertido en caballero del día, como otros muchos que van por ahí. Era su rostro malicioso y agraciado, irónica su sonrisa, la mirada penetrante y viva, el mismo Paris, la misma persona del lienzo, hecha un ser real, un hombre del siglo XIX. Juzgad de mi turbación; creí soñar; retrocedí espantado, quise llamar, ocurriome huir; pero él, descubriéndose respetuosamente y haciéndome algunas cortesías, acabó de convencerme de que tenía ante la vista a un caballero real y positivo, a quien por de pronto debía tratar como tal, correspondiendo a su mucha urbanidad y finura.

-Sabe usted, amigo D. Anselmo, que eso ya pasa de maravilloso -le dije-. ¿Pero es posible que la imaginación, por ardiente que sea, tenga fuerza bastante para dar cuerpo a una idea de este modo?

-Yo no sé, amigo mío -contestó-; yo no sé lo que era aquello: no sé sino que yo le veía, como le estoy viendo a usted ahora. Era hermoso; de una belleza no común, un conjunto de todas las perfecciones físicas, tal como yo no lo había visto nunca, a no ser en las obras del arte antiguo. Vestía con elegancia correcta y seria, como todos los que tienen el verdadero sentido y la exacta noción del vestir bien: era, en fin, perfecto en su rostro, en su cuerpo, en su traje, en sus modales, en todo.

-¡Cosa más particular! -exclamé-; ¿pero usted no le tocó, no trató de cerciorarse si era sueño, aparición, uno de esos singulares e incomprensibles fenómenos ópticos, que, cuando hay fantasía preparada para recibirlos, produce la reflexión de la luz?

-Yo no sé lo que aquello era: lo que sí puedo asegurar es que tenia cuerpo real, como el de usted, como el mío, y una voz cuyo timbre no era parecido a otro alguno.

-Pues qué, ¿también habló? -dije asombrado-. Yo creí que se iba a marchar después de saludar a usted como hacen todas las apariciones.

-¡Marcharse! nada de eso. Verá usted. Al principio no sabía yo qué hacer; no sabía si llamar o huir, temiendo que de aquella visita no resultara cosa buena; pero por último me esforcé en tener serenidad, y después de balbucir algunas palabras, lo señalé un asiento. Resolvime a hablar claro, y dije:

-«¿Puedo saber...?».

-«¿A qué vengo? -contestó-. Sí, señor; vengo a hacerle a usted un señalado favor».

-«Un favor...? Tenga usted la bondad de explicarse, porque no estoy al cabo... No tengo el gusto de conocerlo».

-«Sí, me conoce usted y no hace mucho -dijo con maligna sonrisa-; anoche sin ir más lejos...».

-«¡Anoche!».

-«Sí, anoche. ¿No se acuerda usted de aquel furor con que arrojaba piedras en un pozo, consiguiendo llenarlo al fin?».

Estas palabras y su sonrisa me helaron la sangre en las venas. Él no parecía preocuparse de mi turbación, y continuó:

«Precisamente venía a hablar con usted y decirle que son inútiles todas esas armas que ha tratado de emplear contra mí. Ha de saber usted, caballero, que yo soy inmortal».

No puedo pintar a usted la turbación que en mí produjo esta palabra: ¡Inmortal! «Pero este hombre es el demonio» -me dije yo para mí, y no podía hablar palabra, porque se me había hecho un nudo en la garganta.

-«Sí señor, inmortal -repitió con desenfado».

-«¿Y quién es usted? -pregunté haciendo un esfuerzo».

-«Yo soy Paris».

-«¡Paris! yo creí que eso era cosa de mitología o historia heroica».

-«Así es efectivamente; pero ahora no hagamos una disertación sobre mi nombre y origen; yo tengo prisa, y no puedo detenerme aquí mucho tiempo. El objeto de mi visita es decir a usted que se cansa en vano persiguiéndome: a mí no se me mata con puñales ni pistolas, ni enterrándome vivo. Resígnese usted ¡oh D. Anselmo! Todo es inútil: no hay más remedio que bajar la cabeza y callar. Alguien allá arriba ha dispuesto las cosas de este modo».

-«Caballero -dije en el colmo de la ansiedad, y procurando dominar tan singular situación-, advierto a usted que no puedo tolerar burlas de esta clase. Tenga usted la bondad de salir».

-«Poco a poco, señor mío; usted tiene mal genio; usted es insoportable; así a inspirado tanto horror a la pobre Elena».

-«¿Cómo se atreve usted a nombrarla?».

-«¿Por qué no? ¡si ella me ama! -exclamó sonriendo».

-«¡Monstruo! -grité levantándome con furia y amenazándole-, calla, o si no aquí mismo...».

-¡Cuidado! -dije a mi vez haciéndome un poco atrás, al ver que D. Anselmo, contando aquel pasaje, se levantó dirigiéndose a mí con los puños cerrados, como si yo fuera la infernal aparición que tanto le había atormentado.

-Recordando aquello -prosiguió más Sereno el doctor-, me exaspero de tal modo, que no me puedo contener. Cuando yo le amenacé, él se quedó tan frío como si tal cosa. Se sonrió y me miró con esa compasión desdeñosa y un tanto burlona que inspiran los hechos y palabras de locos. Su serenidad me desesperaba más, su sonrisa me mataba: no sé qué hubiera dado por poder estrangularle. Después, como si mi cólera tuviera tanto valor como las rabietas de un niño, Paris continuó:

-«Ella me ama; nos amamos, nos presentimos, nos acercamos por ley fatal, usted me pregunta quién soy: voy a ver si puedo hacérselo comprender. Yo soy lo que usted teme, lo que usted piensa. Esta idea fija que tiene usted en el entendimiento soy yo. Pero existo desde el principio del mundo. Mi edad es la del género humano, y he recorrido todos los países del mundo donde los hombres han instituido una sociedad, una familia, una tribu. En algunas partes me han llamado Demonio de la felicidad conyugal, pero yo he despreciado siempre este apodo y otros parecidos, y me he resuelto a no llevar nombre fijo; así es que me llamo Paris, Egisto, Norris, Paolo, Buckingham, Beltrán de la Cueva, etc., según la tierra que piso y las personas con quienes trato.

»En cuanto a mi influencia en los altos destinos de la humanidad, diré que he encendido guerras atroces, dando ocasión a los mayores desastres públicos y domésticos. En todas las religiones hay un decretito contra mí, sobre todo en al vuestra, que me consagra entero el último de los mandamientos. Los moralistas se han atrevido a desafiarme, y los filósofos han tenido el mal gusto de publicar unos libelos impertinentes contra mi humilde persona, permitiéndose algunos hasta la tentativa de emplear medios para extirparme de raíz, ¡imbéciles! como si yo fuera un callo o un abceso. Han pretendido acabar conmigo; como si yo pudiera perecer, como si la inmortalidad estuviera sujeta a la acción de los agentes mortíferos de que disponen. Así es que por decoro y amor propio me veo en la precisión de continuar desempeñando mi papel de plaga con toda la diligencia y recursos de que mi doble naturaleza es capaz. Aquí me ve usted siempre activo, siempre eficaz: los grandes centros de población son mi residencia preferida, porque ha de saber usted que los campos, las aldeas, los villorrios me son antipáticos, y sólo de tiempo en tiempo me tomo la molestia de visitarlos por pura curiosidad. En las capitales es donde me gusta vivir. ¡Oh! siempre he amado estos sitios, dónde la comodidad, la refinada cultura y la elegante holgazanería me ofrecen sus invencibles armas y eficacísimos medios. La esplendidez y la voluptuosidad me gustan: soy tan sibarita como mi antigua amiga Semíramis, a quien di la inmortalidad. Crea usted, amigo, que Babilonia valía más que estas poblaciones de que están ustedes tan envanecidos; sí valía más. Y en cuanto a vestidos, prefiero los ligeros cendales de los antiguos tiempos, y me molesta el tener que doblegarme a las exigencias del pudor moderno, ente maligno a quien no he podido sobornar sino a medias, en punto a trajes. Por lo demás, no me va mal; los moralistas me vituperan, y los filosofastros me tratan como si fuera un mal sofista; pero me importa poco. Los que no son suficientemente tontos, ni han perdido todo el seso necesario para ser filósofos, me aplauden, me miman, me señalan cuando me ven; las mujeres son mis más sinceras amigas, aunque algunas me tratan con cierta desconfianza, producida más bine por las calumnias de los sabios que por mi propio carácter: otras se muestran un tanto benignas conmigo, y algunas me hablan de sus maridos en un estilo que me hace reír. Esa es mi literatura.

»Por otra parte, yo no soy ambicioso; soy de los que dicen: tengo lo que me basta, y detesto la anarquía conyugal, procurando aplacarla siempre, en unión con algunos moralistas modernos, que saben el modo de no provocar esa anarquía, cultivando mi amistad, siempre desinteresada. No me gusta el escándalo, y siempre pongo en práctica los más silenciosos medios para llegar a un fin más silencioso aún: ya ha abandonado el medio antiguo y desacreditado de los escalamientos, de las sorpresas, de los sobornos, por distinguirme, de cierta falsificación mía que anda por el mundo, un tal D. Juan, que es un usurpador insolente, y además una plaga poco temible. Con que, amigo, no asustarse, y concluyamos pronto. Sepa, que está escrito, como diría un musulmán. Soy como la muerte; suena la hora y vengo. Evitarme es tan imposible como evitar a mi cofrade».

Cuando oí esta relación, resolví hacer un esfuerzo a ver si podía descifrar el espantoso enigma. Afectando una serenidad que no tenía, y tomando el asunto con la calma decorosa que me pareció conveniente, me levanté y dije:

-«Caballero: sepa usted que estoy dispuesto a no tolerar sus inconveniencias. Sepa usted que tengo la edad suficiente para no creer en brujerías, ni la paciencia que se necesita para sufrir las locuras de usted».

-«Este hombre no me quiere entender: ¿sabe usted que Elena es mía? -dijo después de reír con estrépito, con la expresión de desahogo que da la resolución de no alterarse por nada».

-«No pronuncie usted más ese nombre -grité sin poder contener mi cólera».

-«Pero si precisamente vengo por ella... -dijo Paris con una acentuación maligna que me erizó el cabello».

-«¡Infame! ¿Qué dices? ¡Por ella! -exclamé arrebatado.

-«Sí, por ella: anoche quedamos de acuerdo, y...».

-«¿Anoche?¡Ay, yo estoy loco! Demonio, hombre infernal, o lo que seas; explícame este obscuro enigma; yo no puedo vivir así; yo quiero saber qué es esto... Pero Elena es inocente: ella me ha jurado que no te ha visto jamás».

-«Sí me ha visto».

-«¿Cuándo?».

-«Siempre, a todas horas. Pero usted no entiende estas cosas; voy a explicárselo claramente».

Descansó mi D. Anselmo un rato, porque la relación anterior, con sus diálogos entrecortados, le había fatigado mucho. Cuando reposó un momento, procurando calmar la agitación que le devoraba, siguió el relato del modo siguiente:

«La sombra, el demonio, el semidiós, la pintura o lo que fuera, me miró un rato con aquella sonrisa maliciosa que tan bien ejecutara el artista en el cuadro donde anteriormente estaba, y después me dijo:

-«Ella me ha visto, sí, me ve en todas partes. Cuando pronunció aquel sí copulativo, que tan envanecido tiene a su esposo, me vio en el altar, en las luces, en el blanco ropaje de su vestido, en los negros paños del frac de usted. Desde entonces me encuentra en todas partes; en todos los reflejos halla la luz de mis miradas, en todos los ecos oye mi voz, en su propia sombra ve la mía... Abre su libro de oraciones, y las letras se mueven para formar mi nombre; habla con Dios, y sin querer me habla; cree escuchar el ruido del aire, el sonido profundo y perenne de la naturaleza, y escucha mis palabras; está despierta, y me espera; está sola y me recuerda, duerme y me invoca. Su imaginación vuela agitada en busca mía sin reposar nunca. Yo vivo en su conciencia, donde estoy tejiendo sin cesar una tela sin fin; vivo en su entendimiento, donde he encendido una llama que alimento sin tregua. Sus sentimientos; sus ideas, todo eso soy yo; con que a ver si tengo motivos para decir que me ha visto».

-«¡Espíritu infernal! -grité aturdido y como fascinado-, yo no comprendo una palabra de esa jerigonza. ¿No dices que vienes por ella?».

-«Sí».

-«¡Infame! Sal al punto de mi casa -exclamé, procurando sacudir mi aturdimiento».

-«No me iré sin ella».

-«¡Maldito! ¿Pues no dices que pasó la época de los raptos?».

-«Me explicaré: lo que yo quiero llevarme no es la persona de Elena; lo que yo quiero llevarme es tu mujer».

-«Sofista, embrollón: ¿y qué diferencia encuentras entre mi mujer y la persona de Elena?».

-«Mucha, Sr. D. Anselmo amigo -contestó».

«Hízome una relación sutil y laberíntica que acabó de llevar mi pobre cabeza al último grado de turbación. No menos de confesar que su voz me fascinaba, y que me parecía distinta de todas las voces que estamos acostumbrados a oír. Y si dijera que en medio del espanto, del trastorno que yo sentía, causábanme sus lucubraciones cierto asombro parecido al agrado, no mentiría ciertamente.

-Confieso, Sr. D. Anselmo -dije-, que nunca he oído narrar cosa alguna que se parezca a ese singular caso de usted. La aparición que se presenta de ese modo, en lenguaje, la familiaridad con que habla, todo me parece tan absurdo, que a no ser usted el que lo cuenta, lo juzgaría pura invención, obra de escritorzuelos y demás gente enemiga de la verdad.

-Pues es tan cierto que lo vi y lo hablé y me dijo lo que he referido, como es cierto que usted y yo existimos y estamos aquí charlando.

-En verdad, es cosa inaudita -apunté yo-, que la imaginación, sin ninguna influencia externa, pueda dar vida y cuerpo a seres como ese diablo de Paris que a usted se le presentó tan a deshora. Es indudable que ese caballero no era otra cosa que la personificación de una idea, de aquella idea constante, tenaz, que usted desde tiempo atrás, y principalmente desde su boda, tenía encajada en el cerebro. Lo que no puedo explicarme es cómo adquirió existencia material y corpórea esa idea: ni sé a qué clase de generaciones espontáneas se debió ese fenómeno sin precedente en la historia de las alucinaciones. Pero siga contando a ver en qué para eso.

-Lo que él me dijo se ha quedado grabado en mi memoria de un modo indeleble -continuó el doctor dando un suspiro-. Nada tengo tan presente como lo que me contestó cuando le pregunté qué diferencia había para él entre la persona de Elena y mi mujer. Habló de este modo:

«Yo no quiero la persona de tu mujer. La esposa, amigo mío, la esposa es lo que busco; quiero cargar con la mitad de su lecho de usted y enseñárselo a todo el mundo. No quiero romper por eso la institución: yo respeto el sacramento... Tres poderes establecen el matrimonio: el civil, el eclesiástico y otro que no está en manos del vicario ni del cura y sí en manos de eso que llamáis vulgo, sociedad, gente, canalla, vecinos, amigos, mundo, en fin. Ya sabe usted que el mundo rompe ciertos lazos que parecen inquebrantables. Pues bien: yo quiero llevarme de aquí lo que el mundo necesita para quebrantar esos lazos; quiero llevarme la abdicación de la personalidad del marido, el consentimiento de su flaqueza. Así daré alimento al vulgo, a la gente que vive de esto. Todos me preguntarán por ti y por ella; mas mi sola presencia es respuesta definitiva, porque yo soy por mí mismo la negación del lazo que os une. Quiero llevar fuera el amor que ella me profesa; hacer público lo que hoy está sólo en su imaginación, un mal pensamiento, lo que hoy está sólo en tu cabeza, una sospecha. Quiero hacer de tus dudas, de tus celos, de tus decepciones, de tus tonterías, de tus deseos, de tus locas ilusiones, un gran libro que pasará de mano en mano y será leído y releído con afán. Quiero sacar de aquí los dolores que padeces, la repugnancia y el horror que le inspiras. Quédate con su persona: yo no la apetezco.

»Lo que llevaré y sacaré a pública plaza, es: las miradas que me dirige, las citas que me da, los favores que me concede, los desaires que te hace, las reticencias que deja escapar hablando de ti, el epíteto de bueno que te propinará de vez en cuando. Lo que me llevaré es la opinión de su doncella, de tu lacayo, prontos a contar por dinero una historia, me llevaré la clave de tus distracciones oportunas, de mis entradas a tiempo. Quédate con tu esposa: yo no haré más que pasearme ante ella y ante todos, recibir la exhalación de sus ojos en presencia de centenares de personas, difundir por mi cuerpo su perfume favorito, recorrer las calles de modo que en cualquier parte parezca que salgo de aquí, y en la obscuridad de la noche proyectar mi sombra sobre las tapias de tu jardín. Eso es lo que yo quiero».

«Cuando escuche esto, amigo mío, mi furor fue tan grande, que hice algún movimiento para pegarle: y lo habría conseguido, si una fuerza secreta, una especie de terror como respetuoso no me contuviera.

-Veo que ese Paris, que se presentó cortésmente en su casa, acabó por tratarlo con familiaridad irreverente -le dije-. He notado que al fin le tuteaba a usted.

-Sí; aquel maldito, a poco de estar hablando conmigo, se dejó de composturas; tomaba en el sillón posiciones cómodas; me tuteaba; a veces se paseaba por el cuarto con las manos en los bolsillos, y por último, sacó un cigarro y se puso a fumar con toda franqueza.

-Pero hombre -le dije-, ¿por qué no probó usted a ver si con una buena paliza se disipaba la sombra?

-Vea usted lo que hice. Mi situación era tan terrible, que resolví tomar una determinación enérgica. «Es preciso acabar de una vez» pensé; y plantándome delante de él, le dije:

-«Caballero, esto es una superchería y usted un farsante que ha venido aquí a burlarse de mí. ¿Piensa usted que creo en esas tonterías que ha contado de su doble naturaleza, de que es inmortal, etc.? Yo no soy ningún loco para creer eso. Voy a romperle a usted la crisma hoy mismo, ¿lo entiende usted bien?».

-«¿Quieres batirte conmigo? -dijo con familiaridad burlesca-. Bueno; nos batiremos, te mataré que es lo mismo».

-«¡Oh! Me batiré con una legión como tú -grité en el colmo de la rabia-; te mataré, te degollaré con más deleite que si venciera a un tigre, a un boa».

-«Pues lo dicho dicho».

-«Te mataré -continué con redoblada furia-, aunque te protejan todas las potencias infernales. No sé manejar ningún arma; pero Dios vendrá en mi ayuda. Dices que has venido a quitarme mi honor. Pues yo prevaleceré contra ti, malvado de todos los tiempos, genio protervo de todos los países. En vano tratas de desarmarme con tu ironía sangrienta, de infundirme espanto con la relación de lo que eres y de lo que puedes. Si eres un hombre, te mataré; yo estoy seguro de ello. Si eres un espíritu, te aniquilaré también, porque Dios vendrá en mi ayuda; hará de mí su instrumento para extirpar tamaña monstruosidad y aberración».

-«Bien -replicó Paris, arrojando la colilla del cigarro-, nos batiremos esta noche».

-«¿Cómo esta noche? Hoy mismo, ahora mismo».

«El odio me había hecho elocuente. En cuanto a mi determinación de batirme con aquel ente sobrenatural se explica por la situación de mi espíritu. La muerte no me daba espanto; antes al contrario, me parecía un consuelo. Si me mataba, concluían todas mis penas; si él era un hombre, yo podía tener la suerte de acabar con él. Si era un espíritu... en fin, ¿a qué razonar en aquel momento? Mi determinación estaba tomada, y por razón ni ninguna hubiera desistido de ella.

-Pero hombre -le dije-, ¿no era temeridad dar ese paso, arriesgarse a morir?

-Yo no sé lo que era. Yo quería concluir -repuso el doctor-, y no veía otra manera de despejar la incógnita.

-¿Y se batieron ustedes?

-Sí: yo no quería padrinos; quería que aquel duelo fuese solitario como mi pena. Nada me importaba morir. Resuelto a no prolongar mi agonía, nos dirigimos aquella misma tarde a un sitio cercano a la capital.

-Pero hombre, ¡sin testigos!

-Llevamos dos pistolas; ambos fuimos en mi coche, y su buen humor era tal durante el camino, que me aseguró más en la inminencia segura de mi muerte. Para mí aquello era en realidad un suicidio que yo realizaba en forma inusitada y nueva.

-¿Y cuál fue el resultado? Tengo curiosidad por saber cómo se portó usted delante de un adversario tan temible.

-¡Oh! amigo -dijo el doctor-, el resultado es lo más singular de la aventura; y en ningún modo puede usted sospecharlo. Yo le aseguro que es enteramente distinto de lo que usted se ha figurado.

Confieso que la narración del doctor Anselmo me iba interesando un poco, por pura curiosidad se entiende, pues no podía ver en ella realidad ni verosimilitud.

Había, sin embargo, una pequeña dosis de sentido en el fondo de todos aquellos desatinos, porque la figura de Paris, ente de imaginación, a quien había dado aparente existencia la gran fantasía de mi amigo, podía pasar muy bien como la personificación de uno de los vicios capitales de la sociedad. Si el doctor inventó aquello, fuerza es confesar que no carecía de algún intríngulis su invención: si, por el contrario, creía real lo que contaba, indudablemente era uno de los mayores iluminados que han visto los tiempos. Deseoso de saber en qué había parado aquel duelo extraordinario, le incité a seguir; él no se hizo de rogar.

«Paris y yo nos dirigimos en mi coche al sitio que habíamos elegido. Por el camino hablamos poco, aunque él procuraba entablar conversación incitándome con dichos ingeniosos y agudezas que no quiero recordar. Yo no pensaba más que en la muerte, que creía cercana, inspirándome más regocijo que pena. Mi serenidad no era la serenidad del valor, sino la de la resignación: en aquel momento el mundo, mis riquezas, mi esposa, me daban hastío y repugnancia. Veía cerca el término de tantos dolores, y aquel hombre, aquel monstruo diabólico en forma de ser humano, más que enemigo me parecía una salvación.

»Cuando llegamos al sitio del duelo, la tarde caía, y el Occidente se iluminaba con colores y reflejos. Era fresco y húmedo el aire, y tan apacible que apenas se movían las hojas de los árboles, amarillas y débiles ya por los fríos del otoño. Sin necesidad de ser agitadas, se cían por su propio peso, muertas y lívidas antes de abandonar el árbol. Me acuerdo de esa tarde como si hubiera sido ayer. Paró el coche, bajamos, y anduvimos un buen trecho solos.

-¡Ay, amigo D. Anselmo! -dije yo-, reconozcamos que los procedimientos de ese duelo son de una inverosimilitud incomprensible. ¡Ir a matarse sin testigos, llevar usted al contrario en su mismo coche...! eso no pasará en ninguna parte, y estoy seguro de que es el primer ejemplo que se ve en las sociedades modernas.

-¡Inverosimilitud! -exclamó D. Anselmo-; ¿quién habla de eso tratándose de un caso que está fuera de los límites de lo humano? No busque usted aquí la regularidad: si esto fuera como lo que pasa ordinariamente, no lo contaría.

Esta razón no dejaba de tener fuerza, y callé.

«Cuando elegimos el sitio, Paris me dijo:

-«¿A ver las pistolas?».

-«Son buenas -repliqué yo entregándoselas».

-«Lo mismo me da -contestó sin examinarlas-: para mí todas las armas son buenas. Cárgalas delante de mí, y después echaremos suertes a ver cuál tira primero».

-«Ya están cargadas».

-«A ver de qué modo echamos suertes -dijo Paris paseándose por el campo con el mismo desenfado y franqueza con que se había paseado en mi habitación».

-«Con un pañuelo -dije yo-. Hagamos un nudo en una de las puntas, y el que...».

-«Me parece que eres un poco fullero -indicó Paris, riendo con todo el aplomo del que sabe que va a matar a su contrario».

-«Arrojaremos una moneda al suelo -añadí yo con impaciencia, porque aquellos preparativos para llegar a un fin para mí incuestionable me molestaban».

-«Bien: pues si sale cara tiro yo».

-«Si sale cruz, me toca a mí».

-«Vamos: echa la moneda de una vez».

«Arrojé la moneda, cayó al suelo, y ambos nos inclinamos para poder distinguir la señal. Salió cruz: a mí me tocaba tirar primero. Nos colocamos a diez pasos. Yo apunté, o por lo menos levanté el brazo, procurando dirigir el cañón de la pistola hacia el pecho de mi enemigo. Él se reía al ver como el cañón del arma describía curvas en el aire, y allí me soltó unas cuantas agudezas que me desconcertaron más, obligándome a bajar la mano, pues habiéndose enfriado los dedos con el aire de la tarde, ni aun tenía fuerzas para disipar el tiro. Pero pronto apunté de nuevo para no irme al otro mundo sin desempeñar mal o bien el papel que mi honor me había impuesto en aquel lance. Apunté sin procurar dirigir la bala, y cerré los ojos; el tiro salió, y Paris cayó en el suelo sin dar un grito, porque la bala le había atravesado de parte a parte el pecho.

-¡Demonio! -exclamé al ver el inesperado fin del lance-. ¿Con que muerto?

-La contemplación de un milagro -continuó el doctor-, no me hubiera causado tanto asombro como aquella victoria adquirida sobre tan terrible adversario. Matar a semejante hombre, vencer a aquel genio maligno, era más de lo que podía esperar quien nunca manejó un arma, ni aprendido a luchar con antagonistas del otro mundo. Había vencido al mayor enemigo de la paz conyugal. Si era hombre, había librado al mundo de un malvado; si era la personificación de un vicio, una plaga humana, una calamidad social encarnada en arrogante cuerpo, había yo quitado a la sociedad la mitad de sus escándalos. Yo creí que alguna divinidad celeste había venido en mi ayuda. «¡Oh! mi honor -pensé-, mi honor, este sentimiento puro, acrisolado, ha sido para mí la divinidad protectora que ha dirigido mi brazo; ha infundido un soplo de vida en esta bala, para que volara consciente o irritada hacia aquel pecho y partiera aquel corazón, centro de perfidia y engaños. ¡Dios mío! si el duelo es un crimen; si lo que acabo de hacer es un asesinato, perdona esta falta, precursora de bienes sin cuento. Tú que has permitido la presencia de este monstruo; tú que eres dueño y regulador sabio de los beneficios y los castigos; tú que das la lluvia benéfica, el rocío, el sol, el maná, y permites la peste, el hambre y el incendio, perdonarás, perdonarás la inmolación de este que creaste para nuestro castigo, imponiéndonos el trabajo de vencerlo.

»Examiné atentamente el cuerpo de Paris, y vi que de su herida brotaba un torrente de sangre; pero estaba vivo aún: respiraba, movía lentamente los ojos, y me miraba con una expresión que no podía yo definir bien.

»Su mirada no era de tristeza ni de dolor. El singular estado de mi cabeza no hacía ver en sus labios una sonrisa burlona. Pero a pesar de esto su rostro estaba lívido y su cuerpo desmayado y flojo. ¿Creeréis que al verlo así me dio lástima, y hubo un momento en que se aplacó mi odio? Somos hombres al fin. Además, al tocarle, al cerciorarme por mis propios sentidos de que era cuerpo humano, desapareció de mi pensamiento la creencia de que fuese una sombra, un ente de razón; en aquel momento no pensé sino que era un joven que, habiendo adivinado mis sentimientos, quiso darme una broma o burlarse de mí, haciéndose pasar ante mis ojos como un ser sobrenatural. En resumen, al ver aquel hombre herido por mí, que se desangraba en un campo solitario, sin auxilio de nadie, sin alivio corporal ni espiritual que suavizara un poco su muerte ya segura, me dio tanta lástima que resolví meterle en el coche y llevarle a mi casa para darle el auxilio que necesitaba.

-¿Pero no comprendió usted -le dije-, que se exponía a que le descubrieran?

-Habríale abandonado, si hubiese estado muerto; pero vivía, respiraba. ¿Cómo dejarle allí? Eso no cabía en mis sentimientos: además, mi odio se había disipado ante la victoria. No cejé en mi resolución, le metí en el coche con ayuda de mis criados y... a casa.

-¿Pero no podía usted depositarle en otra parte?...

-No; en mi casa no le descubrirían, porque yo había de tomar todas las precauciones imaginables. Abandonado o entregado a alguien, sí sería descubierto inmediatamente. Así pensaba yo, camino de mi casa. Llegamos ya muy entrada la noche. Nadie nos vio entrar, le subimos con mucho cuidado, y le pusimos en un lecho. Cuando quedé solo con él, le examiné con mucha atención: aún vivía. Mucha sorpresa me causó el que, lejos de estar más extenuado, más débil, más cercano a la muerte, por ser la herida profundísima, parecía más animado, y clavaba la vista serena y observadora en los objetos que adornaban la habitación. Cuando me sintió cerca, fijó en mí los ojos con una tenacidad que me hizo temblar. Parecía sondearme hasta el fondo del alma. Aquellos no eran los ojos de un moribundo. Después que me miró largo rato sin pestañear, su mano, fría como el mármol, tocó mi mano, comunicándome una corriente glacial, que circuló por todo mi cuerpo, haciéndome estremecer con una impresión para mí desconocida; sus labios se movieron como para articular un quejido, y una voz, que parecía salir, no de su boca, sino de una profundidad invisible, una voz de inmensa resonancia y gravedad dijo estas palabras, que no puedo recordar sin espanto: «Majadero, yo soy inmortal».

«Aún me parece que le estoy mirando y que le estoy oyendo -continuó el doctor un poco abstraído.

Después se puso a mirar atentamente el techo, como si allí arriba hubiera alguna cosa escrita. Abandonado a la meditación, los ojos se le iban al cielo, tomando todo él aquella actitud de santo que lo era peculiar. Después prosiguió la historia como sigue:

«No sé qué pensé entonces. Me ocurrió encerrarle allí, y esperar días, semanas y meses a ver si herido, solo, sin comer ni beber podía existir aquel ser maldito. Entre tanto, salía la sangre de su herida, sin que por eso se postrara más su cuerpo: por el contrario, animábase más cada vez, aumentando mi desesperación. Diga usted si el caso no era para volverse loco. ¡Estar constantemente perseguido por aquel demonio, que tampoco había podido matarme, y que concluía por instalarse en mi casa, junto a mí, siempre a mi vista, como mi conciencia, como mi pensamiento, como mi miedo! Mi rabia no tuvo límites cuando le vi incorporarse en el lecho, y exclamar:

-«Ya ves de qué modo has conseguido que no salga de tu casa. ¿Te atreverás a arrojar de ella a un hombre que has herido, a un hombre que se desangra y se muere? Si me echas de aquí no es posible que te libres de la nota de asesino. Se descubrirá que has intentado matar a un hombre, vendrá la justicia, habrá escándalo... Dirán que el bueno de D. Anselmo encontró a un galán en el cuarto de su esposa y le pegó un tiro. Ya ves ¡qué escándalo! Si quieres que me marche, me marcharé; pero bien te dije que al salir de esta casa me llevaría tu honor. Necio, en vano quieres prevalecer contra mí, contra lo inmortal, contra lo omnipotente, contra lo divino. Yo soy superior a los hombres; yo soy parte de ese mal que desde el principio pesa sobre vuestra existencia, y del cual no os podéis librar, porque una ley suprema le pone sobre vosotros y en vosotros como una faz de la vida. Aquí estoy, en tu casa; eso es lo que yo quería. Ella sabe que estoy aquí; muchos de fuera lo saben también. Pero esto es ahora un secreto guardado por muchos. Si quieres que haya escándalo, si quieres que mil voces hablen de mí, si quieres que esto se publique por calles y plazas, échame de aquí; yo me voy gustoso, pero ya sabes todo lo que me llevo».

-«Pero ¿qué fuerzas se han de emplear contra ti? -exclamé en el colmo de la turbación-. Sean morales o materiales, algunas fuerzas habrá que te venzan, demonio incomprensible, más fatal que cuantos se emplean en tentar a los hombres, llevándoles por los caminos de todos los vicios».

-«Contra mí no hay nada que prevalezca -contestó recobrando poco a poco su habitual buen humor y ligereza-. Ningún arma me puede herir; no tomes en serio lo que ha pasado: no creas que me has vencido, pobre loco: lo que has visto no ha sido más que un incidente preparado con objeto de atraparte mejor. Esta cama ya es mía; ya he penetrado en ella y no me puedes arrojar: todo el mundo sabe que Paris ha entrado en tu casa, y tú, aunque emplees todas tus facultades, todo tu dinero, cuanto existe y cuanto vale en la tierra, no podrás convencer a nadie de lo contrario...».

-«¡Oh! yo no sé lo que haré -grité desesperado-; yo voy a pegar fuego a esta case, para que perezcamos todos».

-«¡Fuego! -dijo él, riendo diabólicamente e incorporándose en el lecho-: ¡fuego! si ese es mi elemento, si vivo en él: fuego es mi sangre, mi aliento, mi mirada, mi palabra; quemo, devoro, aniquilo. No opongas a mi poder esos elementos venales que a un signo mío obedecen sumisos. Yo digo al aire: «agita sus cabellos, lleva a su oído ecos que la sumerjan en esas meditaciones vagas, de cuya confusión sale luminoso, inexorable el primer mal pensamiento», y el aire me obedece. Yo digo al agua: «ve y acaricia con irritante frialdad o calor suave su cuerpo que en las ondas del baño se abandona indolente; difunde en ese cuerpo la languidez, y altera la serenidad de su cabeza, produciendo el mareo voluptuoso que engaña la conciencia y hace accesible la fortaleza del recato», y el agua me obedece. Yo digo al fuego «corre por sus venas, enardece su corazón, y haz brotar en su pensamiento esa chispa incendiaria que es la abdicación postrera de la voluntad», y el fuego me obedece. Yo digo a la luz: «refleja en el esposo las hermosas líneas de su rostro, y lleva de su espejo a sus ojos la imagen del cuello, del labio, de la cabellera, del talle, para que aumente su amor propio, baluarte formidable que me defiende», y la luz me obedece. Aún más: yo soy ese aire murmurador, esa agua voluptuosa, ese fuego que inflama, esa luz que adula. Ciego: me estás viendo, crees que estoy aquí. No: yo estoy allá, junto a ella: yo no la abandono nunca, porque soy su idea, su mal pensamiento, su mal deseo: yo no me separo de ella jamás. En vano tratas de perseguir ese mal pensamiento, ese anhelo, cuando por un singular fenómeno se te presenta en forma humana. Torpe, ¿no comprendes que yo no puedo ser enterrado bajo un montón de piedras? ¿No vea que es imposible matarme de un tiro como se mata a un pájaro, a un ladrón?».

-«Calla por piedad, monstruo -exclamé angustiado-. ¿Qué delito he cometido para tan gran tormento? Porque esto es castigo, sí, de algún crimen ignorado. Yo que soy la probidad, el pundonor, la lealtad, la sobriedad, ¿por qué he merecido esta tortura, que produce un trastorno en todas mis facultades y acabará por volverme loco?».

-«Tú tienes la culpa -dijo Paris con serenidad, sin dar ya señales de postración, y como si un médico sobrenatural hubiera sanado por encanto su herida-; tú tienes la culpa, tú que me has llamado, que me has traído, que me evocaste con la fuerza de tu entendimiento y de tu fantasía».

-«Pues yo, con esa misma fuerza, te conjuro para que me dejes en paz. Yo no puedo vivir así, diablo, espíritu, pensamiento, o lo que seas. Vete: yo te arrojo de mi cabeza: yo te expulso de mí ya que no has querido darme la muerte, vete, porque esto es mil veces peor que morir».

-«¡Irme! no puede ser -contestó mi enemigo, encendiendo un cigarrillo de papel-. Ni yo, aunque quisiera, tengo poder para abandonarte. Mientras tú tengas ideas y sensaciones, yo estaré aquí. Renuncia a todo eso y me iré: resígnate a ser, en vez de hombre inteligente y sensible, una máquina automática, sin ninguna vida espiritual; resígnate a ser un bulto vivo, y entonces me marcho».

-«Me resignaré. Yo quiero morir o no pensar, yo quiero ser una bestia, y no sentir en mi cabeza esto que llevo desde el nacer para tormento mío».

-«No lo tomes así, tan a pechos -repuso-; estas cosas deben considerarse con calma: sé filósofo; ten esa grandiosa serenidad que ha hecha célebres a muchos maridos, y no quieras sobreponer un falso pundonor a ciertas leyes sociales que nadie puede contrariar».

-«No me trastornes más; yo quiero morir; quiero ser sacrificado a este pensamiento que me ha devorado, consumiéndome todo».

«Decía yo esto con la mayor sinceridad; deseaba morir o vivir sin conciencia ni entendimiento; si esto era vivir sin conciencia ni entendimiento; si esto era vivir, había en mí como un delirio, una exaltación tal, que nunca después he vuelto a experimentar cosa parecida. Fijaba mi vista en aquel hombre, le tocaba, le veía, tenía todos los fundamentos necesarios para creer en su existencia, y aún me parecía todo un sueño.

»¿A usted no le ha pasado que al sufrir los tormentos de una pesadilla, se muestra íntimamente incrédulo ante tantos dolores, y dice «esto es sueño», como si una chispa de razón velara cuando todas las facultades se nublan, menos la fantasía, que lo domina todo a sus anchas? Pues lo mismo yo, en aquel delirio angustioso, decía para mí a veces: «esto es un sueño». Pero la realidad me desmentía: hallábame en mi casa; me reconocía, despierto, como ahora me reconozco vivo. Iba y venía, presa de una horrible ansiedad, y todo lo que me rodeaba era real, las personas las mismas, idénticos los objetos. Salía de mi cuarto a ver si la impresión de cosas externas me daba alguna luz; pero nada lograba. Por fin determiné ausentarme de allí: cerré el cuarto, dejando dentro al herido, y fui a la habitación de Elena. Cuando entré, mi mujer se sobrecogió de espanto, tembló, y después me dijo algunas palabras mal articuladas, porque el terror le embargaba la voz. No sé qué íntimo convencimiento me obligó a mirar todo, a registrar todos agitado, convulso, demente. La infeliz gemía: creo que la maltraté. Después, andando de un lado para otro, registraba con afán, y era tal mi trastorno, que hasta debajo de las sillas, dentro de los vasos de su tocador y entre las hojas de los libros quería encontrar lo que buscaba. Allí no había nada; yo nada vi; pero tenía la convicción profunda de que allí estaba: en el aire, en la sombra, en el perfume, en el eco de nuestras voces, en todo me parecía sentir la presencia de aquel maldecido. «¿Dónde está? -grité-... ¡aquí hay alguno!». -«¿Quién?» -dijo desesperada. -«¡Ese -contesté yo-, ese monstruo, ese espíritu, ese hombre! Yo sé que está aquí, yo le siento, yo le oigo. Sí, Elena, está aquí: tú le tienes. Le veo en tus ojos, le oigo en tu voz, está aquí».

»Y en efecto, la sombra de todos los objetos me parecía su sombra, el eco de nuestras voces parecíame su voz, y en los vagos accidentes de la luz, del sonido, del tacto, me parecía encontrar algo de la persona, del aliento de aquel genio execrable. Elena lloraba con tanto desconsuelo, que me fue imposible recriminarla. Únicamente le decía: «Sí, aquí está, aquí está». Por fin, salí de allí, porque me trastornaba más cada vez, y volví a mi cuarto, donde le había dejado cerrado con llave. Al entrar di un grito: el herido no estaba allí. Mi espanto fue tal, que no pude dar un pago, y me dejé caer en un sillón. Las fuerzas me faltaban ya por efecto de las continuas y dolorosas impresiones de aquel día; me desvanecí, me desmayé, y a no haberse entregado espontáneamente mi naturaleza al reposo, no sé qué hubiera sido de mí. Quedé inactivo, y como muerto durante largas horas. En el momento de recobrar el tino, amanecía. Sentí ruido en la puerta, miré, y era Paris, que entraba de bata, pantuflas, y con el cabello en desorden, como quien se levanta de la cama. Pasó delante de mí mirándome con la diabólica sonrisa que era en él constante. Yo le miré también largo rato, y el estupor, cierto marasmo moral que yo sentía, impidiéronme dirigirle la palabra en mucho tiempo.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Cuando esto decía el doctor, hallábase también poseído de aquel marasmo moral que refería. Tenía turbios los ojos, lenta la voz, difícil el aliento; estaba fatigado, y sin duda el recuerdo de los sucesos referidos le producía muy fuerte emoción. Por eso, y considerando lo que padecía el infeliz al traer a la memoria su insana idea, no me atreví a hacerle las mil observaciones que sobre el caso se me ocurrían; reflexiones que hubieran entibiado mucho el entusiasmo y fe con que refería tales locuras.

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