Biblioteca Virtual

Entremeses | Prólogo y Dedicatoria

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Cervantes atesora una gran experiencia, rica en conocimientos sobre gentes, lugares y situaciones, su vida y su obra reflejan el proceso de maduración profunda, en todos los sentidos, de un hombre entregado a sus ideales, primero militares y luego literarios, con ahínco admirables. La vida le ofreció la cara adversa; pero este mismo hecho posibilitó la más grande obra de nuestra literatura.
|
|
|

Prólogo al lector

No puedo dejar, lector carísimo, de suplicarte me perdones si vie­res que en este prólogo salgo algún tanto de mi acostumbrada modes­tia. Los días pasados me hallé en una conversación de amigos, donde se trató de comedias y de las cosas a ellas concernientes, y de tal mane­ra las sutilizaron y atildaron que, a mi parecer, vinieron a quedar en punto de toda perfección. Trató se también de quién fue el primero que en España las sacó de mantillas y las puso en toldo y vistió de gala y apariencia; yo, como el más viejo que allí estaba, dije que me acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y en el entendimiento. Fue natural de Sevilla y de oficio batihoja, que quiere decir de los que hacen panes de oro; fue admirable en la poesía pastoril, y en este modo, ni entonces ni después acá ningu­no le ha llevado ventaja; y aunque por ser muchacho yo entonces, no podía hacer juicio firme de la bondad de sus versos, por algunos que me quedaron en la memoria, vistos ahora en la edad madura que tengo, hallo ser verdad lo que he dicho; y si no fuera por no salir del propósito del prólogo, pusiera aquí algunos que acreditaran esta verdad. En el tiempo de este célebre español, todos los aparatos de un autor de co­medias se encerraban en un costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado y en cuatro barbas y cabe­lleras y cuatro cayados, poco más o menos. Las comedias eran unos coloquios como églogas, entre dos o tres pastores y alguna pastora; aderezábanlas y dilatábanlas con dos o tres entremeses, ya de negra, ya de rufián, ya de bobo o ya de vizcaíno: que todas estas cuatro figuras y otras muchas hacía el tal Lope con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse. No había en aquel tiempo tramoyas, ni desa­fibs de moros y cristianos, a pie ni a caballo; no había figura que salie­se o pareciese salir del centro de la tierra por lo hueco del teatro, al cual componían cuatro bancos en cuadro y cuatro o seis tablas encima, con que se levantaba del suelo cuatro palmos; ni menos bajaban del cielo nubes con ángeles o con almas. El adorno del teatro era una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás de la cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo. Murió Lope de Rueda, y por hom­bre excelente y famoso le enterraron en la iglesia mayor de Córdoba (donde murió), entre los dos coros, donde también está enterrado aquel famoso loco Luis López.

Sucedió a Lope de Rueda, Navarro, natural de Toledo, el cual fue famoso en hacer la figura de un rufián cobarde; éste levantó algún tanto más el adorno de las comedias y mudó el costal de vestidos en cofres y en baúles; sacó la música, que antes cantaba detrás de la man­ta, al teatro público; quitó las barbas de los farsantes, que hasta enton­ces ninguno representaba sin barba postiza, e hizo que todos representasen a cureña rasa, si no eran los que habían de representar los viejos u otras figuras que pidiesen mudanza de rostro; inventó tramo­yas, nubes, truenos y relámpagos, desafios y batallas; pero esto no llegó al sublime punto en que está ahora.

Y esto es verdad que no se me puede contradecir, y aquí entra el salir yo de los límites de mi llaneza: que se vieron en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destruc­ción de Numancia y La batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían; mostré o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones y los pensa­mientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general y gustoso aplauso de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza: corrieron su carrera sin silbos, gritas ni baraúndas. Tuve otras cosas en que ocupar­me; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de natu­raleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica. Avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes; llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas, y tantas que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas, que es una de las mayores cosas que puede decirse, las ha visto representar u oído decir por lo menos que se han representado; y si algunos, que hay muchos, no han querido entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han escrito a la mitad de lo que él solo.

Pero no por esto, pues no lo concede Dios todo a todos, dejen de tener en precio los trabajos del doctor Ramón, que fueron los más después del gran Lope; estímense las trazas artificiosas en todo extre­mo del lincenciado Miguel Sánchez; la gravedad del doctor Mira de Amescua, honra singular de nuestra nación; la discreción e innumera­bles conceptos del canónigo Tárraga; la suavidad y dulzura de don Guillén de Castro; la agudeza de Aguilar; el rumbo, el tropel, el boato, la grandeza de las comedias de Luis Vélez de Guevara, y las que ahora están en jerga del agudo ingenio de don Antonio de Galarza, y las que prometen Las fullerías de amor, de Gaspar de Avila: que todos estos y otros algunos han ayudado a llevar esta gran máquina al gran Lope.

Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a com­poner algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto que sabían que las tenía, y así las arrinconé en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso nada; y si voy a decir la ver­dad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo y dije entre mí: «O yo me he mudado en otro, o los tiempos se han mejorado mucho; sucediendo siempre al revés, pues siempre se alaban los pasados tiempos.» Tomé a pasar los ojos por mis comedias y por algunos entremeses míos que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos escrupulosos y más entendidos. Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece; él me las pagó razonablemente; yo cogí mi dinero con sua­vidad, sin tener cuenta con dimes ni diretes de recitante s. Querría que fuesen las mejores del mundo, o a lo menos razonables; tú lo verás, lector mío, y si hallares que tienen alguna cosa buena, en topando a aquel mi maldiciente autor, dile que se enmiende, pues yo no ofendo a nadie, y que advierta que no tienen necedades patentes y descubiertas, y que el verso es el mismo que piden las comedias, que ha de ser, de los tres estilos, el ínfimo, y el que el lenguaje de los entremeses es propio de las figuras que en ellos se introducen, y que para enmienda de todo esto le ofrezco una comedia que estoy componiendo y la inti­tulo El engaño a los ojos, que, si no me engaño, le ha de dar contento. Y con esto, Dios te dé salud y a mí paciencia.

Dedicatoria at Conde de Lemos

Ahora se agoste o no el jardín de mi corto ingenio, que los frutos que él ofreciere, en cualquier sazón que sea, han de ser de V. E., a quien ofrezco el de estas comedias y entremeses, no tan desabridos, a mi parecer, que no puedan dar algún gusto; y si alguna cosa llevan razonable es que no van manoseados ni han salido al teatro, merced a los farsantes que, de puro discretos, no se ocupan sino en obras grandes y de graves autores, puesto que tal vez se engañan. Don Quiote de la Mancha queda calzadas las espuelas en su segunda parte para ir a besar los pies a V. E. Creo que llegará quejoso, porque en Tarragona le han asendereado y malparado; aunque, por sí o por no, lleva información hecha de que no es él el contenido en aquella historia, sino otro su­puesto, que quiso ser él y no acertó a serlo. Luego irá el gran Persiles, y luego Las semanas del jardín, y luego la segunda parte de La Gala­tea, si tanta carga pueden llevar mis ancianos hombros; y luego y siempre irán las muestras del deseo que tengo de servir a V. E., como a mi verdadero señor, y firme y verdadero amparo, cuya persona, etc.

Criado de V. Exc.

Miguel de Cervantes Saavedra

Artículos relacionados