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Entremés del viejo celoso

Miguel de Cervantes (1547-1616)

Cervantes atesora una gran experiencia, rica en conocimientos sobre gentes, lugares y situaciones, su vida y su obra reflejan el proceso de maduración profunda, en todos los sentidos, de un hombre entregado a sus ideales, primero militares y luego literarios, con ahínco admirables. La vida le ofreció la cara adversa; pero este mismo hecho posibilitó la más grande obra de nuestra literatura.
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(Salen DOÑA LORENZA, y CRISTINA, su criada, y ORTIGOSA, su vecina.)

LORENZA. Milagro ha sido éste, señora Ortigosa, el no haber dado la vuelta a la llave mi duelo, mi yugo y mi desesperación. Éste es el primero dia, después que me casé con él, que hablo con persona de fuera de casa. ¡Que fuera le vea yo desta vida a él y a quien con él me casó!

ORTIGOSA. Ande, mi señora doña Lorenza, no se queje tanto, que con una caldera vieja se compra otra nueva.

LORENZA. Y aun con esos y otros semejantes villancicos o re­franes me engañaron a mi. ¡Que malditos sean sus dineros, fuera de las cruces, malditas sus joyas, malditas sus galas, y maldito todo cuanto me da y promete! ¿De qué me sirve a mi todo aquesto, si en mitad de la riqueza estoy pobre, y en medio de la abundancia, con hambre?

CRISTINA. En verdad, señora tia, que tienes razón; que más qui­siera yo andar con un trapo atrás y otro adelante, y tener un marido mozo, que yerme casada y enlodada con ese viejo podrido que tomaste por esposo.

LORENZA. ¿Yo le tomé, sobrina? A la fe, diómele quien pudo, y yo, como muchacha, fui más presta al obedecer que al contradecir; pero, si yo tuviera tanta experiencia destas cosas, antes me tarazara la lengua con los dientes que pronunciar aquel si, que se pronuncia con dos letras y da que llorar dos mil años; pero yo imagino que no fue otra cosa sino que habia de ser ésta, y que las que han de suceder forzosa­mente, no hay prevención ni diligencia humana que las prevenga.

CRISTINA. ¡Jesús, y del mal Viejo! Toda la noche: «Daca el ori­nal, toma el orinal, levántate, Cristinica, y caliéntame unos paños, que me muero de la ijada; dame aquellos juncos, que me fatiga la piedra.» Con más ungüentos y medicinas en el aposento que si fuera una botica; y yo, que apenas sé vestirme, tengo de servirle de enfermera. ¡Pux, pux, pux, viejo clueco, tan potroso como celoso, y el más celoso del mundo!

LORENZA. Dice la verdad mi sobrina.

CRISTINA. ¡Pluguiera a Dios que nunca yo la dijera en esto!

ORTIGOSA. Ahora bien, señora doña Lorenza; vuestra merced haga lo que le tengo aconsejado, y verá cómo se halla muy bien con mi consejo. El mozo es como un ginjo verde; quiere bien, sabe callar y agradecer lo que por él se hace; y pues los celos y el recato del viejo no nos dan lugar a demandas ni a respuestas, resolución y buen ánimo:

que, por la orden que hemos dado, yo le pondré al galán en su aposento de vuestra merced y le sacaré, si bien tuviese el viejo más ojos que Argos y viese más que un zahori, que dicen que vee siete estados de­bajo de la tierra.

LORENZA. Como soy primeriza, estoy temerosa, y no querría, a trueco del gusto, poner a riesgo la honra.

CRISTINA. Eso me parece, señora tía, a lo del cantar de Gómez Arias:

«Señor Gómez Arias,

Doleos de mí;

Soy niña y muchacha,

Nunca en tal me vi.»

LORENZA. Algún espíritu malo debe de hablar en ti, sobrina, se­gún las cosas que dices.

CRISTINA. Yo no sé quién habla; pero yo sé que haría todo aquello que la señora Ortigosa ha dicho, sin faltar punto.

LORENZA. ¿Y la honra, sobrina?

CRISTINA. ¿Y el holgamos, tía?

LORENZA. ¿Y si se sabe?

CRISTINA. ¿Y si no se sabe?

LORENZA. ¿Y quién me asegurará a mí que no se sepa?

ORTIGOSA. ¿Quién? La buena diligencia, la sagacidad, la in­dustria; y, sobre todo, el buen ánimo y mis trazas.

CRISTINA. Mire, señora Ortigosa, tráyanosle galán, limpio, de­senvuelto, un poco atrevido, y, sobre todo, mozo.

ORTIGOSA. Todas esas partes tiene el que he propuesto, y otras dos más, que es rico y liberal.

LORENZA. Que no quiero riquezas, señora Ortigosa; que me so­bran las joyas, y me ponen en confusión las diferencias de colores de mis muchos vestidos; hasta eso no tengo que desear, que Dios le dé salud a Cañizares; más vestida me tiene que un palmito, y con más joyas que la vedriera de un platero rico. No me clavara él las ventanas, cerrara las puertas, visitara a todas horas la casa, desterrara della los gatos y los perros, solamente porque tienen nombre de varón; que, a trueco de que no hiciera esto y otras cosas no vistas en materia de re­cato, yo le perdonara sus dádivas y mercedes.

ORTIGOSA. ¿Que tan celoso es?

LORENZA. ¡Digo! Que le vendían el otro día una tapicería a bo­nísimo precio, y por ser de figuras no la quiso, y compró otra de verdu­ras por mayor precio, aunque no era tan buena. Siete puertas hay antes que se llegue a mi aposento, fuera de la puerta de la calle, y todas se cierran con llave; y las llaves no me ha sido posible averiguar dónde las esconde de noche.

CRISTINA. Tía, la llave de loba creo que se la pone entre las fal­das de la camisa.

LORENZA. No lo creas, sobrina; que yo duermo con él, y jamás le he visto ni sentido que tenga llave alguna.

CRISTINA. Y más, que toda la noche anda como trasgo por toda la casa; y si acaso dan alguna música en la calle, les tira de pedradas porque se vayan. Es un malo, es un brujo, es un viejo, que no tengo más que decir.

LORENZA. Señora Ortigosa, váyase, no venga el gruñidor y la halle conmigo, que sería echarlo a perder todo; y lo que ha de hacer, hágalo luego; que estoy tan aburrida, que no me falta sino echarme una soga al cuello, por salir de tan mala vida.

ORTIGOSA. Quizá con ésta que ahora se comenzará, se le quitará toda esa mala gana y le vendrá otra más saludable y que más la con­tente.

CRISTINA. Así suceda, aunque me costase a mí dedo de la mano:

que quiero mucho a mi señora tía, y me muero de verla tan pensativa y angustiada en poder deste viejo, y reviejo, y más que viejo; y no me puedo hartar de decille viejo.

LORENZA. Pues en verdad que te quiere bien, Cristina.

CRISTINA. ¿Deja por eso de ser viejo? Cuanto más, que yo he oído decir que siempre los viejos son amigos de niñas.

ORTIGOSA. Así es la verdad, Cristina, y adiós, que, en acabando de comer, doy la vuelta. Vuestra merced esté muy en lo que dejamos concertado, y verá cómo salimos y entramos bien en ello.

CRISTINA. Señora Ortigosa, hágame merced de traerme a mí un frailecico pequeñito con quien yo me huelgue.

ORTIGOSA. Yo se lo traeré a la niña pintado.

CRISTINA. ¡Que no le quiero pintado, sino vivo, vivo, chiquito, como unas perlas!

LORENZA. ¿Y si lo vee tío?

CRISTINA. Diréle yo que es un duende, y tendrá dél miedo, y holgaréme yo.

ORTIGOSA. Digo que yo le trairé, y adiós.

(Vase ORTIGOSA.)

CRISTINA. Mire, tía: si Ortigosa trae al galán y mi frailecico, y si señor los viere, no tenemos más que hacer sino cogerle entre todos y ahogarle, y echarle en el pozo o enterrarle en la caballeriza.

LORENZA. Tal eres tú, que creo lo harías mejor que lo dices.

CRISTINA. Pues no sea el viejo celoso, y déjenos vivir en paz, pues no le hacemos mal alguno, y vivimos como unas santas.

(Entranse.)

(Entran CAÑIZARES, Viejo, y UN COMPADRE suyo.)

CAÑIZARES. Señor compadre, señor compadre: el setentón que se casa con quince, o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar el otro mundo lo más presto que le sea posible. Apenas me casé con doña Lorencica, pensando tener en ella compañía y regalo, y persona que se hallase en mi cabecera y me cerrase los ojos al tiempo de mi muerte, cuando me embistieron una turba multa de trabajos y desasosiegos; tenía casa, y busqué casar; estaba posado, y desposéme.

COMPADRE. Compadre, error fue, pero no muy grande; porque, según el dicho del Apóstol, mejor es casarse que abrasarse.

CAÑIZARES. ¡Qué no había que abrasar en mí, señor compadre, que con la menor llamarada quedara hecho ceniza! Compañía quise, compañía busqué, compañía hallé; pero Dios lo remedie, por quien él es.

COMPADRE. ¿Tiene celos, señor compadre?

CAÑIZARES. Del sol que mira a Lorencita, del aire que le toca, de las faldas que la vapulan.

COMPADRE. ¿Dale ocasión?

CAÑIZARES. Ni por pienso, ni tiene por qué, ni cómo, ni cuán­do, ni adónde: las ventanas, amén de estar con llave, las guarnecen rejas y celosías; las puertas, jamás se abren: vecina no atraviesa mis umbrales, ni los atravesará mientras Dios me diere vida. Mirad, com­padre: no les vienen los malos aires a las mujeres de ir a los jubileos ni a las procesiones, ni a todos los actos de regocijos públicos; donde ellas se mancan, donde ellas se estropean, y adonde ellas se dañan, es en casa de las vecinas y de las amigas. Más maldades encubre una mala amiga que la capa de la noche; más conciertos se hacen en su casa y más se concluyen que en una semblea.

COMPADRE. Yo así lo creo; pero, si la señora doña Lorenza no sale de casa, ni nadie entra en la suya, ¿de qué vive descontento mi compadre?

CAÑIZARES. De que no pasará mucho tiempo en que no caya Lorencica en lo que le falta; que será un mal caso, y tan malo, que en sólo pensallo le temo, y de temerle me desespero, y de desesperarme vivo con disgusto.

COMPADRE. Y con razón se puede tener ese temor, porque las mujeres querrían gozar enteros los frutos del matrimonio.

CAÑIZARES. La mía los goza doblados.

COMPADRE. Ahí está el daño, señor compadre.

CAÑIZARES. No, no, ni por pienso; porque es más simple Lo­rencica que una paloma, y hasta agora no entiende nada de sas filate­rías; y adiós, señor compadre, que me quiero entrar en casa.

COMPADRE. Yo quiero entrar allá, y ver a mí señora doña Lo­renza.

CAÑIZARES. Habéis de saber, compadre, que los antiguos lati­nos usaban de un refrán, que decía: Amicus us que ad aras, que quiere decir: «El amigo, hasta el altar»; infiriendo que el amigo ha de hacer por su amigo todo aquello que no fuere contra Dios; y yo digo que mi amigo, us que adportam, hasta la puerta; que ninguno ha de pasar mis quicios; y adiós, señor compadre, y perdóneme.

(Entrase CAÑIZARES.)

COMPADRE. En mi vida he visto hombre más recatado, ni más celoso, ni más impertinente; pero éste es de aquellos que traen la soga arrastrando y de los que siempre vienen a morir del mal que temen.

(Entrase el COMPADRE.)

(Salen DOÑA LORENZA y CRISTINA.)

CRISTINA. Tía, mucho tarda tío, y más tarda Ortigosa.

LORENZA. Mas que nunca él acá viniese, ni ella tampoco, por­que él me enfada, y ella me tiene confusa.

CRISTINA. Todo es probar, señora tía; y, cuando no saliere bien, darle del codo.

LORENZA. ¡Ay, sobrina! Que estas cosas, o yo sé poco, o sé que todo el daño está en probarlas.

CRISTINA. A fe, señora tía, que tiene poco ánimo, y que si yo fuera de su edad, que no me espantaran hombres armados.

LORENZA. Otra vez torno a decir, y diré cien mil veces, que Sa­tanás habla en tu boca. Mas ¡ ay! ¿cómo se ha entrado señor?

CRISTINA. Debe de haber abierto con la llave maestra.

LORENZA. ¡Encomiendo yo al diablo sus maestrías y sus llaves!

(Entra CAÑIZARES.)

CAÑIZARES. ¿Con quién hablábades, doña Lorenza?

LORENZA. Con Cristinica hablaba.

CAÑIZARES. Miradlo bien, doña Lorenza.

LORENZA. Digo que hablaba con Cristina. ¿Con quién había de hablar? ¿Tengo yo, por ventura, con quién?

CAÑIZARES. No querría que tuviésedes algún soliloquio con vos misma, que redundase en mi perjuicio.

LORENZA. Ni entiendo esos circunloquios que decís, ni aun los quiero entender; y tengamos la fiesta en paz.

CAÑIZARES. Ni aun las vísperas no querría yo tener en guerra con vos. ¿Pero quién llama a aquella puerta con tanta priesa? Mira, Cristinica, quién es, y, si es pobre, dale limosna y despídele.

CRISTINA. ¿Quién está ahí?

ORTIGOSA. La vecina Ortigosa es, señora Cristina. CAÑIZARES. ¿Ortigosa y vecina? ¡Dios sea conmigo! Pregún­tale, Cristina, lo que quiere, y dáselo, con condición que no atraviese esos umbrales.

CRISTINA. ¿Y qué quiere, señora vecina?

CAÑIZARES. El nombre de vecina me turba y sobresalta. Llá­mala por su propio nombre, Cristina.

CRISTINA. Responda: ¿y qué quiere, señora Ortigosa?

ORTIGOSA. Al señor Cañizares quiero suplicar un poco, en que me va la honra, la vida y el alma.

CAÑIZARES. Decidle, sobrina, a esa señora, que a mí me va todo eso y más en que no entre acá dentro.

LORENZA. ¡Jesús, y qué condición tan extravagante! ¿Aquí no estoy delante de vos? ¿Hanme de comer de ojo? ¿Hanme de llevar por los aires?

CAÑIZARES. ¡Entre con cien mil Bercebuyes, pues vos lo que­réis!

CRISTINA. Entre, señora vecina.

CAÑIZARES. ¡Nombre fatal para mi es el de vecina!

(Entra ORTIGOSA, y tray un guadamecí, y en las pieles de las cuatro

esquinas han de venir pintados Rodamonte, Mandricardo, Rugero y

Gradaso; y Rodamonte venga pintado como arrebozado.)

ORTIGOSA. Señor mío de mi alma, movida y incitada de la bue­na fama de vuestra merced, de su gran caridad y de sus muchas limos­nas, me he atrevido de venir a suplicar a vuestra merced me haga tanta merced, caridad y limosna y buena obra de comprarme este guadamecí, porque tengo un hijo preso por unas heridas que dio a un tundidor, y ha mandado la Justicia que declare el cirujano, y no tengo con qué paga-11e, y corre peligro no le echen otros embargos, que podrían ser mu­chos, a causa que es muy travieso mi hijo; y querría echarle hoy o mañana, si fuese posible, de la cárcel. La obra es buena, el guadamecí nuevo, y, con todo eso, le daré por lo que vuestra merced quisiere dar­me por él; que en más está la monta, y como esas cosas he perdido yo en esta vida. Tenga vuestra merced desa punta, señora mía, y descojá­mosle, porque no vea el señor Cañizares que hay engaño en mis pala­bras; alce más, señora mia, y mire cómo es bueno de caída y las pinturas de los cuadros parece que están vivas.

(Al alzar y mostrar el guadamecí, entra por detrás dél UN GALÁN, y, como CAÑIZARES ve los retratos, dice.)

CAÑIZARES. ¡Oh, qué lindo Rodamonte! ¿Y qué quiere el señor rebozadito en mi casa? Aun si supiese que tan amigo soy yo destas cosas y destos rebocitos, espantarse ía.

CRISTINA. Señor tío, yo no sé nada de rebozados; y si él ha en­trado en casa, la señora Ortigosa tiene la culpa; que a mí, el diablo me lleve si dije ni hice nada para que él entrase. No, en mi conciencia; aun el diablo sería si mi señor tío me echase a mí la culpa de su entrada.

CAÑIZARES. Ya yo lo veo, sobrina, que la señora Ortigosa tiene la culpa; pero no hay de qué maravillarme, porque ella no sabe mi condición, ni cuán enemigo soy de aquestas pinturas.

LORENZA. Por las pinturas lo dice, Cristinica, y no por otra cosa.

CRISTINA. Pues por esas digo yo. ¡Ay, Dios sea conmigo! Vuelto se me ha el ánima al cuerpo, que ya andaba por los aires.

LORENZA. ¡Quemado vea yo ese pico de once varas! En fin, quien con muchachos se acuesta, etc.

CRISTINA. ¡Ay, desgraciada, y en qué peligro pudiera haber puesto toda esta baraja!

CAÑIZARES. Señora Ortigosa, yo no soy amigo de figuras rebo­zadas ni por rebozar. Tome este doblón, con el cual podrá remediar su necesidad, y váyase de mi casa lo más presto que pudiere; y ha de ser luego, y llévese su guadamecí.

ORTIGOSA. Viva vuestra merced más años que Matute el de Je­rusalén, en vida de mi señora doña..., no se cómo se llama, a quien suplico me mande, que la serviré de noche y de día, con la vida y con el alma, que la debe de tener ella como la de una tortolica simple.

CAÑIZARES. Señora Ortigosa, abrevie y váyase, y no se esté agora juzgando almas ajenas.

ORTIGOSA. Si vuestra merced hubiere menester algún pegadillo para la madre, téngolos milagrosos; y si para mal de muelas, sé unas palabras que quitan el dolor como con la mano.

CAÑIZARES. Abrevie, señora Ortigosa, que doña Lorenza, ni tiene madre, ni dolor de muelas; que todas las tiene sanas y enteras, que en su vida se ha sacado muela alguna.

ORTIGOSA. Ella se las sacará, placiendo al cielo, porque le dará muchos años de vida; y la vejez es la total destruición de la dentadura.

CAÑIZARES.~Aquí de Dios! ¿Que no será posible que me deje esta vecina? ¡Ortigosa, o diablo, o vecina, o lo que eres, vete con Dios y déjame en mi casa!

ORTIGOSA. Justa es la demanda, y vuestra merced no se enoje, que ya me voy.

(Vase ORTIGOSA.)

CAÑIZARES. ¡Oh, vecinas, vecinas! Escaldado quedo aun de las buenas palabras desta vecina, por haber salido por boca de vecina.

LORENZA. Digo que tenéis condición de bárbaro y de salvaje; ¿Y qué ha dicho esta vecina para que quedéis con la ojeriza contra ella? Todas vuestras buenas obras las hacéis en pecado mortal. ¡ Dís­tesle dos docenas de reales, acompañados con otras dos docenas de injurias, ¡boca de lobo, lengua de escorpión y silo de malicias!

CAÑIZARES. No, no; a mal viento va esta parva. No me parece bien que volváis tanto por vuestra vecina.

CRISTINA. Señora tía, éntrese allá dentro y desenój ese, y deje a tío, que parece que está enojado.

LORENZA. Así lo haré, sobrina, y aun quizá no me verá la cara en estas dos horas; y a fe que yo se la dé a beber, por más que la rehu­se.

(Entrase DOÑA LORENZA.)

CRISTINA. Tío, ¿no ve cómo ha cerrado de golpe? Y creo que va a buscar una tranca para asegurar la puerta.

(DOÑA LORENZA, por dentro.)

LORENZA. ¿Cristinica? ¿Cristinica?.

CRISTINA. ¿Qué quiere, tía?

LORENZA. ¡Si supieses qué galán me ha deparado la buena suerte! Mozo, bien dispuesto, pelinegro y que le huele la boca a mil azahares.

CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! ¿Está loca, tía?

LORENZA. No estoy sino en todo mi juicio; y en verdad que, si le vieses, que se te alegrase el alma.

CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Ríñala, tío, por­que no se atreva, ni aun burlando, a decir deshonestidades.

CAÑIZARES. ¿Bobeas, Lorenza? ¡Pues a fe que no estoy yo de gracia para sufrir esas burlas!

LORENZA. Que no son sino veras; y tan veras, que en este géne­ro no pueden ser mayores.

CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! Y dígame, tía, ¿está ahí también mi frailecito?

LORENZA. No, sobrina; pero otra vez vendrá, si quiere Ortigosa la vecina.

CAÑIZARES. Lorenza, di lo que quisieres, pero no tomes en tu boca el nombre de vecina, que me tiemblan las cames en oírle.

LORENZA. También me tiemblan a mí por amor de la vecina.

CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías!

LORENZA. ¡Ahora echo de ver quién eres, viejo maldito, que hasta aquí he vivido engañada contigo!

CRISTINA. ¡Ríñala, tío; ríñala, tío; que se desvergüenza mucho!

LORENZA. Lavar quiero a un galán las pocas barbas que tiene con una bacía llena de agua de ángeles, porque su cara es como la de un ángel pintado.

CRISTINA. ¡Jesús, y qué locuras y qué niñerías! ¡Despedácela, tío!

CAÑIZARES. No la despedazaré yo a ella, sino a la puerta que la encubre.

LORENZA. No hay para qué; véla aquí abierta. Entre, y verá co­mo es verdad cuanto le he dicho.

CAÑIZARES. Aunque sé que te burlas, sí entraré para de seno-j arte.

(Al entrar CAÑIZARES, dánle con una bacía de agua en los ojos; él vase a limpiar; acuden sobre él CRISTINA y DOÑA LORENZA, y en este ínterin sale el galán y vase.)

CAÑIZARES. ¡Por Dios, que por poco me cegaras, Lorenza! ¡Al diablo se dan las burlas que se arremeten a los ojos!

LORENZA. ¡Mirad con quién me casó mi suerte, sino con el hombre más malicioso del mundo! ¡Mirad cómo dio crédito a mis mentiras, por su..., fundadas en materia de celos, que menoscabada y asendereada sea mi ventura! ¡Pagad vosotros, cabellos, las deudas deste viejo! ¡Llorad vosotros, ojos, las culpas deste maldito! ¡Mirad en lo que tiene mi honra y mi crédito, pues de las sospechas hace certezas, de las mentiras verdades, de las burlas veras y de los entretenimientos maldiciones! ¡Ay, que se me arranca el alma!

CRISTINA. Tía, no dé tantas voces, que se juntará la vecindad.

ALGUACIL. (De dentro.) ¡Abran esas puertas! Abran luego; si no, echarélas en el suelo.

LORENZA. Abre, Cristinica, y sepa todo el mundo mi inocencia y la maldad deste viejo.

CAÑIZARES. ¡Vive Dios, que creí que te burlabas, Lorenza! Ca­lla.

(Entran el ALGUACIL y los MÚSICOS, y el BAILAR!N y

ORTIGOSA.)

ALGUACIL. ¿Qué es esto? ¿Qué pendencia es ésta? ¿Quién daba aquí voces?

CAÑIZARES. Señor, no es nada; pendencias son entre marido y mujer, que luego se pasan.

MÚSICOS. ¡Por Dios, que estábamos mis compañeros y yo, que somos músicos, aquí pared y medio, en un desposorio, y a las voces hemos acudido, con no pequeño sobresalto, pensando que era otra cosa!

ORTIGOSA. Y yo también, en mi ánima pecadora.

CAÑIZARES. Pues en verdad, señora Ortigosa, que si no fuera por ella, que no hubiera sucedido nada de lo sucedido.

ORTIGOSA. Mis pecados lo habrán hecho; que soy tan desdicha­da, que, sin saber por dónde ni por dónde no, se me echan a mí las culpas que otros cometen.

CAÑIZARES. Señores, vuestras mercedes todos se vuelvan nora­buena, que yo les agradezco su buen deseo; que ya yo y mi esposa quedamos en paz.

LORENZA. Sí quedaré, como le pida primero perdón a la vecina, si alguna cosa mala pensé contra ella.

CAÑIZARES. Si a todas las vecinas de quien yo pienso mal hu­biese de pedir perdón, sería nunca acabar; pero, con todo eso, yo se le pido a la señora Ortigosa.

ORTIGOSA. Y yo le otorgo para aquí y para delante de Pero Gar­cía.

MÚSICOS. Pues, en verdad, que no habemos de haber venido en balde: toquen mis compañeros, y baile el bailarín, y regocíjense las paces con esta canción.

CAÑIZARES. Señores, no quiero música; yo la doy por recebida.

MÚSICOS. Pues aunque no la quiera.

(Cantan.)

«El agua de por San Juan

Quita vino y no da pan.

Las riñas de por San Juan

Todo el año paz nos dan.

Llover el trigo en las eras,

Las viñas estando en cierne,

No hay labrador que gobierne

Bien sus cubas y paneras;

Mas las riñas más de veras,

Si suceden por San Juan,

Todo el añopaz nos dan.»

(Bailan.)

«Por la canícula ardiente

Está la cólera a punto;

Pero, pasando aquel punto,

Menos activa se siente.

Y así, el que dice no miente

Que las riñas por San Juan

Todo el año paz nos dan.»

(Bailan.)

«Las riñas de los casa­dos

Como aquesta siempre sean,

Para que después se vean,

Sin pensar, regocijados.

Sol que sale tras nublados,

Es contento tras afán:

Las riñas de por San Juan,

Todo el año paz nos dan.»

CAÑIZARES. Porque vean vuesas mercedes las revueltas y vueltas en que me ha puesto una vecina, y si tengo razón de estar mal con las vecinas.

LORENZA. Aunque mi esposo está mal con las vecinas, yo beso a vuesas mercedes las manos, señoras vecinas.

CRISTINA. Y yo también; mas si mi vecina me hubiera traído mi frailecico, yo la tuviera por mejor vecina; y adiós, señoras vecinas.

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