La Celestina: sexto acto

La Celestina - Fernando de Rojas
Introducción | Acto: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10
11 - 12 -13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19 - 20 - 21

Argumento del sexto acto

Entrada Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le pregunta de lo que le ha acontecido con Melibea. Mientras ellos están hablando, Pármeno, oyendo hablar a Celestina de su parte contra Sempronio, a cada razón le pone un mote, reprehendiéndolo Sempronio. En fin, la vieja Celestina le descubre todo lo negociado y un cordón de Melibea. Y, despedida de Calisto, vase para su casa y con ella Pármeno.

CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO.

CALISTO.- ¿Qué dices, señora y madre mía?

CELESTINA.- ¡Oh mi señor Calisto! ¿Y aquí estás? ¡Oh mi nuevo amador de la muy hermosa Melibea y con mucha razón! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto su vida al tablero por tu servicio? ¿Cuál mujer jamás se vio en tan estrecha afrenta como yo? Que en tornarlo a pensar se me menguan y vacían todas las venas de mi cuerpo de sangre. Mi vida diera por menor precio que ahora daría este manto raído y viejo.

PÁRMENO.- Tú dirás lo tuyo. Entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; más adelante te espero a la saya. Todo para ti y no nada de que puedas dar parte. Pelechar quiere la vieja. Tú me sacarás a mí verdadero y a mi amo loco. No le pierdas palabra, Sempronio, y verás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible.

SEMPRONIO.- Calla, hombre desesperado, que te matará Calisto si te oye.

CALISTO.- ¡Madre mía, o abrevia tu razón o toma esta espada y mátame!

PÁRMENO.- Temblando está el diablo como azogado. No se puede tener en sus pies, su lengua le querría prestar para que hablase presto. No es mucha su vida, luto habremos de medrar de estos amores.

CELESTINA.- ¿Espada, señor, o qué? ¡Espada mala mate a tus enemigos y a quien mal te quiere!, que yo la vida te quiero dar con buena esperanza que traigo de aquella que tú amas.

CALISTO.- ¿Buena esperanza, señora?

CELESTINA.- Buena se puede decir, pues queda abierta puerta para mi tornada y antes me recibirá a mí con esta saya rota que a otra con seda y brocado.

PÁRMENO.- Sempronio, cóseme esta boca, que no lo puedo sufrir. ¡Encajado ha la saya!

SEMPRONIO.- ¿Callarás, por Dios, o te echaré de aquí con el diablo? Que si anda rodeando su vestido, hace bien, pues tiene de ello necesidad, que el abad, de do canta, de allí viste.

PÁRMENO.- Y aun viste como canta. Y esta puta vieja querría en un día, por tres pasos, desechar todo el pelo malo cuanto cincuenta años no ha podido medrar.

SEMPRONIO.- ¿Todo eso es lo que te castigó, y el conocimiento que os teníais y lo que te crió?

PÁRMENO.- Bien sufriré yo más que pida y pele, pero no todo para su provecho.

SEMPRONIO.- No tiene otra tacha sino ser codiciosa, pero dejarla barde sus paredes, que después bardará las nuestras o en mal punto nos conoció.

CALISTO.- Dime, por Dios, señora, ¿qué hacía? ¿Cómo entraste? ¿Qué tenía vestido? ¿A qué parte de casa estaba? ¿Qué cara te mostró al principio?

CELESTINA.- Aquella cara, señor, que suelen los bravos toros mostrar contra los que lanzan las agudas flechas en el coso, la que los monteses puercos contra los sabuesos que mucho los aquejan.

CALISTO.- ¿Y a ésas llamas señales de salud? Pues, ¿cuáles serían mortales? No por cierto la misma muerte, que aquélla alivio sería en tal caso de este mi tormento, que es mayor y duele más.

SEMPRONIO.- ¿Éstos son los fuegos pasados de mi amo? ¿Qué es esto? ¿No tendría este hombre sufrimiento para oír lo que siempre ha deseado?

PÁRMENO.- ¿Y que calle yo, Sempronio? Pues si nuestro amo te oye, tan bien te castigará a ti como a mí.

SEMPRONIO.- ¡Oh mal fuego te abrase! Que tú hablas en daño de todos y yo a ninguno ofendo. ¡Oh intolerable pestilencia y mortal te consuma, rijoso, envidioso, maldito! ¿Toda ésta es la amistad que con Celestina y conmigo habías concertado? ¡Vete de aquí a la mala ventura!

CALISTO.- Si no quieres, reina y señora mía, que desespere y vaya mi ánima condenada a perpetua pena oyendo esas cosas, certifícame brevemente si no hubo buen fin tu demanda gloriosa y la cruda y rigurosa muestra de aquel gesto angélico y matador, pues todo eso más es señal de odio que de amor.

CELESTINA.- La mayor gloria que al secreto oficio del abeja se da, a la cual los discretos deben imitar, es que todas las cosas por ella tocadas convierte en mejor de lo que son. De esta manera me he habido con las zahareñas razones y esquivas de Melibea. Todo su rigor traigo convertido en miel, su ira en mansedumbre, su aceleramiento en sosiego. Pues, ¿a qué piensas que iba allá la vieja Celestina, a quien tú, demás de su merecimiento, magníficamente galardonaste, sino a ablandar su saña, a sufrir su accidente, a ser escudo de tu ausencia, a recibir en mi manto los golpes, los desvíos, los menosprecios, desdenes, que muestran aquéllas en los principios de sus requerimientos de amor, para que sea después en más tenida su dádiva? Que, a quien más quieren, peor hablan. Y si así no fuese, ninguna diferencia habría entre las públicas que aman a las escondidas doncellas. Si todas dijesen «sí» a la entrada de su primer requerimiento, en viendo que de alguno eran amadas, las cuales, aunque están abrasadas y encendidas de vivos fuegos de amor, por su honestidad muestran un frío exterior, un sosegado vulto, un aplacible desvío, un constante ánimo y casto propósito, unas palabras agras que la propia lengua se maravilla del gran sufrimiento suyo, que la hace forzosamente confesar el contrario de lo que siente. Así que para que tú descanses y tengas reposo mientras te contare por extenso el proceso de mi habla y la causa que tuve para entrar, sabe que el fin de tu razón fue muy bueno.

CALISTO.- Ahora, señora, que me has dado seguro para que ose esperar todos los rigores de la respuesta, di cuanto mandares y como quisieres, que yo estaré atento. Ya me reposa el corazón, ya descansa mi pensamiento, ya reciben las venas y recobran su perdida sangre, ya he perdido temor, ya tengo alegría. Subamos, si mandas, arriba. En mi cámara me dirás por extenso lo que aquí he sabido en suma.

CELESTINA.- Subamos, señor.

PÁRMENO.- ¡Oh Santa María, y qué rodeos busca este loco por huir de nosotros, para poder llorar a su placer con Celestina de gozo y por descubrirle mil secretos de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues mándote yo, desatinado, que tras ti vamos.

CALISTO.- Mira, señora, qué hablar trae Pármeno, cómo se viene santiguando de oír lo que has hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube y asiéntate, señora, que de rodillas quiero escuchar tu suave respuesta, y dime luego la causa de tu entrada, qué fue.

CELESTINA.- Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha placido, en este mundo y algunas mayores.

CALISTO.- Eso será de cuerpo, madre, pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla.

PÁRMENO.- Ya escurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio, que está desbabado oyéndole a él locuras y a ella mentiras.

SEMPRONIO.- ¡Oh maldiciente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan, hecho serpiente, que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habías de escuchar con gana.

CELESTINA.- Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron, que en comenzando yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fuese necesario ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para...

CALISTO.- ¡Oh gozo sin par! ¡Oh singular oportunidad! ¡Oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allí debajo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan extremadas gracias puso!

CELESTINA.- ¿Debajo de mi manto, dices? ¡Ay mezquina!, que fueras visto por treinta agujeros que tiene, si Dios no le mejora.

PÁRMENO.- Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada; escúchatelo tú todo. Si este perdido de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de Melibea y contemplase en su gesto y considerase cómo estaría aviniendo el hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le eran más saludables que estos engaños de Celestina.

CALISTO.- ¿Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida, ¿vosotros susurráis, como soléis, por hacerme mala obra y enojo? Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di, señora, ¿qué hiciste cuando te viste sola?

CELESTINA.- Recibí, señor, tanta alteración de placer que cualquiera que me viera me lo conociera en el rostro.

CALISTO.- Ahora la recibo yo; cuánto más quien ante sí contemplaba tal imagen. Enmudecerías con la novedad incogitada.

CELESTINA.- Antes me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas, díjele mi embajada, cómo penabas tanto, por una palabra de su boca salida en favor tuyo, para sanar un gran dolor. Y como ella estuviese suspensa, mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el que así por necesidad de su palabra penaba o a quién pudiese sanar su lengua, en nombrando tu nombre, atajó mis palabras, diose en la frente una gran palmada, como quien cosa de grande espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no quería hacer a sus servidores verdugos de mi postrimería, agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Y en pos de esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado el sentido, bullendo fuertemente los miembros todos, a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha que del sonido de tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enclavijadas, como quien se despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, acoceando con los pies el suelo duro. Y yo a todo esto arrinconada, encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto que gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho.

CALISTO.- Eso me di, señora madre, que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho y no he hallado disculpa que buena fuese ni conveniente, con que lo dicho se cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer, que como su respuesta tú pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella Tusca Adeleta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? La cual tres días antes su fin prenunció la muerte de su viejo marido y de dos hijos que tenía. Ya creo lo que se dice, que el género flaco de las hembras es más apto para las prestas cautelas que el de los varones.

CELESTINA.- ¿Qué, señor? Dije que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una oración que ella sabía, muy devota, para ellas.

CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! ¡Oh melecina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta manera de remedio? De cierto creo, si nuestra edad alcanzara aquellos pasados Eneas y Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido ascánica forma para la engañar; antes, por evitar prolijidad, pusiera a ti por medianera. Ahora doy por bien empleada mi muerte, puesta en tales manos, y creeré que si mi deseo no hubiere efecto, cual querría, que no se pudo obrar más, según natura, en mi salud. ¿Qué os parece, mozos?¿Qué mas se pudiera pensar? ¿Hay tal mujer nacida en el mundo?

CELESTINA.- Señor, no atajes mis razones; déjame decir, que se va haciendo noche. Ya sabes que quien mal hace aborrece la claridad y, yendo a mi casa, podré haber algún mal encuentro.

CALISTO.- ¿Qué, qué? Sí, que hachas y pajes hay que te acompañen.

PÁRMENO.- ¡Sí, sí, por que no fuercen a la niña, tú irás con ella, Sempronio, que ha temor de los grillos que cantan con lo escuro!

CALISTO.- ¿Dices algo, hijo Pármeno?

PÁRMENO.- Señor, que yo y Sempronio será bueno que la acompañemos hasta su casa, que hace mucho oscuro.

CALISTO.- Bien dicho es. Después será. Procede en tu habla y dime qué más pasaste, qué respondió a la demanda de la oración.

CELESTINA.- Que la daría de su grado.

CALISTO.- ¿De su grado? ¡Dios mío, qué alto don!

CELESTINA.- Pues más le pedí.

CALISTO.- ¿Qué, mi vieja honrada?

CELESTINA.- ¡Un cordón que ella trae contino ceñido, diciendo que era provechoso para tu mal porque había tocado muchas reliquias!

CALISTO.- Pues, ¿qué dijo?

CELESTINA.- ¡Dame albricias! Decírtelo he.

CALISTO.- ¡Oh!, por Dios, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo; o pide lo que quieras.

CELESTINA.- Por un manto que des a la vieja, te dará en tus manos el mismo que en su cuerpo ella traía.

CALISTO.- ¿Qué dices de manto? Manto y saya y cuanto yo tengo.

CELESTINA.- Manto he menester y éste tendré yo en harto. No te alargues más, no pongas sospechosa duda en mi pedir, que dicen que ofrecer mucho al que poco pide es especie de negar.

CALISTO.- ¡Corre, Pármeno!, llama a mi sastre y corte luego un manto y una saya de aquel contray que se sacó para frisado.

PÁRMENO.- ¡Así, así, a la vieja todo por que venga cargada de mentiras como abeja, y a mí que me arrastren! Tras esto anda ella hoy todo el día con sus rodeos.

CALISTO.- ¡De qué gana va el diablo! No hay cierto tan mal servido hombre como yo, manteniendo mozos adivinos, rezongadores, enemigos de mi bien. ¿Qué vas, bellaco, rezando? Envidioso, ¿qué dices, que no te entiendo? Ve donde te mando presto y no me enojes, que harto basta mi pena para me acabar, que también habrá para ti sayo en aquella pieza.

PÁRMENO.- No digo, señor, otra cosa, sino que es tarde para que venga el sastre.

CALISTO.- ¿No digo yo que adivinas? Pues quédese para mañana. Y tú, señora, por amor mío te sufras, que no se pierde lo que se dilata. Y mándame mostrar aquel santo cordón que tales miembros fue digno de ceñir. ¡Gozarán mis ojos con todos los otros sentidos, pues juntos han sido apasionados! ¡Gozará mi lastimado corazón, aquel que nunca recibió momento de placer después que aquella señora conoció! Todos los sentidos le llagaron, todos acorrieron a él con sus esportillas de trabajo. Cada uno le lastimó cuanto más pudo: los ojos en verla, los oídos en oírla, las manos en tocarla.

CELESTINA.- ¿Que la has tocado dices? Mucho me espantas.

CALISTO.- Entre sueños, digo.

CELESTINA.- ¿Entre sueños?

CALISTO.- En sueños la veo tantas noches que temo me acontezca como a Alcibíades, que soñó que se veía envuelto en el manto de su amiga y otro día matáronle, y no hubo quien le alzase de la calle ni cubriese, sino ella con su manto. Pero en vida o en muerte, alegre me sería vestir su vestidura.

CELESTINA.- Asaz tienes pena, pues cuando los otros reposan en sus camas, preparas tú el trabajo para sufrir otro día. Esfuérzate, señor, que no hizo Dios a quien desamparase. Da espacio a tu deseo, toma este cordón, que si yo no me muero, yo te daré a su ama.

CALISTO.- ¡Oh nuevo huésped! ¡Oh bienaventurado cordón, que tanto poder y merecimiento tuviste de ceñir aquel cuerpo que yo no soy digno de servir! ¡Oh nudos de mi pasión, vosotros enlazasteis mis deseos! ¡Decidme si os hallasteis presentes en la desconsolada respuesta de aquella a quien vosotros servís y yo adoro y, por más que trabajo noches y días, no me vale ni aprovecha!

CELESTINA.- Refrán viejo es, «quien menos procura, alcanza más bien». Pero yo te haré procurando conseguir lo que siendo negligente no habrías. Consuélate, señor, que en una hora no se ganó Zamora, pero no por eso desconfiaron los combatientes.

CALISTO.- ¡Oh desdichado!, que las ciudades están con piedras cercadas, y a piedras, piedras las vencen; pero esta mi señora tiene el corazón de acero. No hay metal que con él pueda, no hay tiro que lo melle. Pues poned escalas en su muro, unos ojos tiene con que echa saetas, una lengua de reproches y desvíos, el asiento tiene en parte que a media legua no le pueden poner cerco.

CELESTINA.- ¡Calla, señor, que el buen atrevimiento de un solo hombre ganó a Troya! No desconfíes, que una mujer puede ganar a otra. Poco has tratado mi casa; no sabes bien lo que yo puedo.

CALISTO.- Cuanto dijeres, señora, te quiero creer, pues tal joya como ésta me trajiste. ¡Oh mi gloria y ceñidero de aquella angélica cintura! Yo te veo y no lo creo. ¡Oh cordón, cordón! ¿Fuísteme tú enemigo? Di lo cierto. Si lo fuiste, yo te perdono, que de los buenos es propio las culpas perdonar. No lo creo, que, si fueras contrario, no vinieras tan presto a mi poder, salvo si vienes a disculparte. Conjúrote me respondas por la virtud del gran poder que aquella señora sobre mí tiene.

CELESTINA.- Cesa ya, señor, ese devanear, que me tienes cansada de escucharte y al cordón roto de tratarlo.

CALISTO.- ¡Oh mezquino de mí!, que asaz bien me fuera del cielo otorgado que de mis brazos fueras hecho y tejido, y no de seda como eres, porque ellos gozaran cada día de rodear y ceñir con debida reverencia aquellos miembros que tú, sin sentir ni gozar de la gloria, siempre tienes abrazados. ¡Oh qué secretos habrás visto de aquella excelente imagen!

CELESTINA.- ¡Más verás tú y con más sentido, si no lo pierdes hablando lo que hablas!

CALISTO.- Calla, señora, que él y yo nos entendemos. ¡Oh mis ojos!, acordaos cómo fuisteis causa y puerta por donde fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hacer el daño que da la causa. Acordaos que sois deudores de la salud. Remirad la melecina que os viene hasta casa.

SEMPRONIO.- Señor, por holgar con el cordón no querrás gozar de Melibea.

CALISTO.- ¡Qué loco desvariado, atajasolaces! ¿Cómo es eso?

SEMPRONIO.- Que mucho hablando matas a ti y a los que te oyen. Y así que perderás la vida o el seso. Cualquier que falte basta para quedarte a oscuras. Abrevia tus razones; darás lugar a las de Celestina.

CALISTO.- ¿Enójote, madre, con mi luenga razón, o está borracho este mozo?

CELESTINA.- Aunque no lo esté, debes, señor, cesar tu razón, dar fin a tus luengas querellas, tratar al cordón como cordón, porque sepas hacer diferencia de habla cuando con Melibea te veas. No haga tu lengua iguales la persona y el vestido.

CALISTO.- ¡Oh mi señora, mi madre, mi consoladora, déjame gozar en este mensajero de mi gloria! ¡Oh lengua mía!, ¿por qué te impides en otras razones, dejando de adorar presente la excelencia de quien por ventura jamás verás en tu poder? ¡Oh mis manos, con qué atrevimiento, con cuán poco acatamiento tenéis y tratáis la triaca de mi llaga! Ya no podrán empecer las hierbas que aquel crudo casquillo traía envueltas en su aguda punta. Seguro soy, pues quien dio la herida la cura. ¡Oh tú, señora, alegría de las viejas mujeres, gozo de las mozas, descanso de los fatigados como yo, no me hagas más penado con tu temor, que me hace mi vergüenza! Suelta la rienda a mi contemplación, déjame salir por las calles con esta joya, por que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo.

SEMPRONIO.- No afistoles tu llaga cargándola de más deseo. No es, señor, el solo cordón del que pende tu remedio.

CALISTO.- Bien lo conozco, pero no tengo sufrimiento para me abstener de adorar tan alta empresa.

CELESTINA.- ¿Empresa? Aquélla es empresa que de grado es dada, pero ya sabes que lo hizo por amor de Dios para guarecer tus muelas, no por el tuyo para cerrar tus llagas. Pero, si yo vivo, ella volverá la hoja.

CALISTO.- ¿Y la oración?

CELESTINA.- No se me dio por ahora.

CALISTO.- ¿Qué fue la causa?

CELESTINA.- La brevedad del tiempo, pero quedó que si tu pena no aflojase, que tornase mañana por ella.

CALISTO.- ¿Aflojar? Entonces aflojará mi pena cuando su crueldad.

CELESTINA.- Asaz, señor, basta lo dicho y hecho. Obligada queda, según lo que mostró, a todo lo que para esta enfermedad yo quisiere pedir, según su poder. Mira, señor, si esto basta para la primera vista. Yo me voy. Cumple, señor, que si salieres mañana, lleves rebozado un paño, porque si de ella fueres visto, no acuse de falsa mi petición.

CALISTO.- Y aun cuatro por tu servicio. Pero, dime, por Dios, ¿pasó más?, que muero por oír palabras de aquella dulce boca. ¿Cómo fuiste tan osada que sin la conocer te mostraste tan familiar en tu entrada y demanda?

CELESTINA.- ¿Sin la conocer? Cuatro años fueron mis vecinas. Trataba con ellas, hablaba y reía de día y de noche. Mejor me conoce su madre que a sus mismas manos; aunque Melibea se ha hecho grande mujer, discreta, gentil.

PÁRMENO.- ¡Ea, mira, Sempronio, qué te digo al oído!

SEMPRONIO.- Dime, ¿qué dices?

PÁRMENO.- Aquel atento escuchar de Celestina da materia de alargar en su razón a nuestro amo. Llégate a ella, dale del pie, hagámosle de señas que no espere más, sino que se vaya, que no hay tan loco hombre nacido que solo mucho hable.

CALISTO.- ¿Gentil dices, señora, que es Melibea? Parece que lo dices burlando. ¿Hay nacida su par en el mundo? ¿Crió Dios otro mejor cuerpo? ¿Puédense pintar tales facciones, dechado de hermosura? Si hoy fuera viva Helena, por quien tanta muerte hubo de griegos y troyanos, o la hermosa Policena, todas obedecerían a esta señora por quien yo peno. Si ella se hallara presente en aquel debate de la manzana con las tres diosas, nunca sobrenombre de discordia le pusieran, porque sin contrariar ninguna, todas concedieran y vinieran conformes en que la llevara Melibea. Así se llamara manzana de concordia. Pues cuantas hoy son nacidas, que de ella tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios porque no se acordó de ellas cuando a ésta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus carnes con envidia, danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la perfección que sin trabajo dotó a ella natura. De ellas, pelan sus cejas con tenacicas y pegones y a cordelejos; de ellas, buscan las doradas hierbas, raíces, ramas y flores para hacer lejías con que sus cabellos semejasen a los de ella. Las caras martillando, envistiéndolas en diversos matices con ungüentos y unturas, aguas fuertes, posturas blancas y coloradas, que por evitar prolijidad no las cuento. Pues la que todo esto halló hecho, mira si merece de un triste hombre como yo ser servida...

CELESTINA.- Bien te entiendo, Sempronio. Déjale, que él caerá de su asno y acabará.

CALISTO.- ... en la que toda la natura se remiró por la hacer perfecta, que las gracias que en todas repartió las juntó en ella. Allí hicieron alarde cuanto más acabadas pudieron allegarse, por que conociesen los que la viesen cuánta era la grandeza de su pintor. Sola una poca de agua clara con un ebúrneo peine basta para exceder a las nacidas en gentileza. Éstas son sus armas, con éstas mata y vence, con éstas me cautivó, con éstas me tiene ligado y puesto en dura cadena.

CELESTINA.- Calla y no te fatigues, que más aguda es la lima que yo tengo que fuerte esa cadena que te atormenta. Yo la cortaré con ella por que tú quedes suelto. Por ende, dame licencia, que es muy tarde, y déjame llevar el cordón, porque, como sabes, tengo de él necesidad.

CALISTO.- ¡Oh desconsolado de mí! La fortuna adversa me sigue junta, que contigo o con el cordón o con entrambos quisiera yo estar acompañado esta noche luenga y oscura. Pero, pues no hay bien cumplido en esta penosa vida, venga entera la soledad. ¡Mozos, mozos!

PÁRMENO.- Señor.

CALISTO.- Acompaña a esta señora hasta su casa y vaya con ella tanto placer y alegría cuanta conmigo queda tristeza y soledad.

CELESTINA.- Quede, señor, Dios contigo. Mañana será mi vuelta, donde mi manto y la respuesta vendrán a un punto, pues hoy no hubo tiempo. Y súfrete, señor, y piensa en otras cosas.

CALISTO.- Eso no, que es herejía olvidar aquella por quien la vida me aplace.

 

Fernando de Rojas - La Celestina
Análisis literario | Resumen | Edición digital:
Introducción | Acto: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10
11 - 12 -13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19 - 20 - 21