La Celestina: noveno acto

La Celestina - Fernando de Rojas
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Argumento del noveno acto

Sempronio y Pármeno van a casa de Celestina, entre sí hablando. Llegados allá, hallan a Elicia y Areúsa. Pónense a comer, y entre comer riñe Elicia con Sempronio. Levántase de la mesa. Tórnanla apaciguar. Estando ellos todos entre sí razonando, viene Lucrecia, criada de Melibea, a llamar a Celestina que vaya a estar con Melibea.

SEMPRONIO,PÁRMENO, ELICIA, CELESTINA, AREÚSA, LUCRECIA.

SEMPRONIO.- Baja, Pármeno, nuestras capas y espadas, si te parece que es hora que vamos a comer.

PÁRMENO.- Vamos presto. Ya creo que se quejarán de nuestra tardanza. No por esta calle, sino por estotra, por que nos entremos por la iglesia y veremos si hubiere acabado Celestina sus devociones. Llevarla hemos de camino.

SEMPRONIO.- ¡A donosa hora ha de estar rezando!

PÁRMENO.- No se puede decir sin tiempo hecho lo que en todo tiempo se puede hacer.

SEMPRONIO.- Verdad es, pero mal conoces a Celestina. Cuando ella tiene que hacer, no se acuerda de Dios ni cura de santidades. Cuando hay qué roer en casa, sanos están los santos; cuando va a la iglesia con sus cuentas en la mano, no sobra el comer en casa. Aunque ella te crió, mejor conozco yo sus propiedades que tú. Lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo y cuántos enamorados hay en la ciudad, y cuántas mozas tiene encomendadas, y qué despenseros le dan ración, y cuál mejor, y cómo les llaman por nombre, por que cuando los encontrare no hable como extraña; y qué canónigo es más mozo y franco. Cuando menea los labios es fingir mentiras, ordenar cautelas para haber dinero: «Por aquí le entraré, esto me responderá, esto replicaré». Así vive esta que nosotros mucho honramos.

PÁRMENO.- Más que eso sé yo; sino porque te enojaste esotro día no quiero hablar, cuando lo dije a Calisto.

SEMPRONIO.- Aunque lo sepamos para nuestro provecho, no lo publiquemos para nuestro daño. Saberlo nuestro amo es echarla por quien es y no curar de ella. Dejándola, vendrá forzado otra, de cuyo trabajo no esperemos parte, como de ésta, que de grado o por fuerza nos dará de lo que le diere.

PÁRMENO.- Bien has dicho. Calla, que está abierta la puerta. En casa está. Llama antes que entres, que por ventura están revueltas y no querrán ser así vistas.

SEMPRONIO.- Entra, no cures, que todos somos de casa. Ya ponen la mesa.

CELESTINA.- ¡Oh mis enamorados, mis perlas de oro! Tal me venga el año cual me parece vuestra venida.

PÁRMENO.- ¡Qué palabras tiene la noble! Bien ves, hermano, estos halagos fingidos.

SEMPRONIO.- Déjala, que de eso vive, que no sé quién diablos le mostró tanta ruindad.

PÁRMENO.- La necesidad y pobreza, la hambre, que no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y avivadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picazas y papagayos imitar nuestra propia habla con sus arpadas lenguas, nuestro órgano y voz, sino ésta?

CELESTINA.- ¡Muchachas, muchachas! ¡Bobas! Andad acá abajo, ¡presto, presto!, que están aquí dos hombres que me quieren forzar.

ELICIA.- ¡Mas nunca acá vinieran! ¡Y mucho convidar con tiempo, que ha tres horas que está aquí mi prima! Este perezoso de Sempronio habrá sido causa de la tardanza, que no ha ojos por do verme.

SEMPRONIO.- Calla, mi señora, mi vida, mis amores, que quien a otro sirve no es libre. Así que sujeción me releva de culpa. No hayamos enojo, asentémonos a comer.

ELICIA.- ¡Así, para asentar a comer, muy diligente! ¡A mesa puesta con tus manos lavadas y poca vergüenza!

SEMPRONIO.- Después reñiremos; comamos ahora. Asiéntate, madre Celestina, tú primero.

CELESTINA.- Asentaos vosotros, mis hijos, que harto lugar hay para todos, a Dios gracias. Tanto nos diesen del paraíso cuando allá vamos. Poneos en orden, cada uno cabe la suya; yo, que estoy sola, pondré cabe mí este jarro y taza, que no es más mi vida de cuanto con ello hablo. Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que escanciar, porque quien la miel trata siempre se le pega de ella. Pues de noche, en invierno, no hay tal escalentador de cama. Que con dos jarrillos de éstos que beba, cuando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche. De esto ahorro todos mis vestidos cuando viene la Navidad; esto me calienta la sangre; esto me sostiene contino en un ser; esto me hace andar siempre alegre; esto me para fresca; de esto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año, que un cortezón de pan ratonado me basta para tres días. Esto quita la tristeza del corazón más que el oro ni el coral; esto da esfuerzo al mozo y al viejo fuerza; pone color al descolorido; coraje al cobarde; al flojo diligencia; conforta los celebros; saca el frío del estómago; quita el hedor del anhélito; hace potentes los fríos; hace sufrir los afanes de las labranzas; a los cansados segadores hace sudar toda agua mala; sana el romadizo y las muelas; sostiene sin heder en la mar, lo cual no hace el agua. Más propiedades te diría de ello que todos tenéis cabellos. Así que no sé quién no se goce en mentarlo. No tiene sino -E Vv- una tacha, que lo bueno vale caro y lo malo hace daño. Así que, con lo que sana el hígado, enferma la bolsa. Pero todavía con mi fatiga busco lo mejor para eso poco que bebo, una sola docena de veces a cada comida. No me harán pasar de allí salvo si no soy convidada como ahora.

PÁRMENO.- Madre, pues tres veces dicen que es bueno y honesto todos los que escribieron.

CELESTINA.- Hijo, estará corrupta la letra, por «trece», «tres».

SEMPRONIO.- Tía señora, a todos nos sabe bien, comiendo y hablando, porque después no habrá tiempo para entender en los amores de este perdido de nuestro amo y de aquella graciosa y gentil Melibea.

ELICIA.- ¡Apártateme allá, desabrido, enojoso! ¡Mal provecho te haga lo que comes, tal comida me has dado! Por mi alma, revesar quiero cuanto tengo en el cuerpo, de asco de oírte llamar a aquélla «gentil». ¡Mirad quién «gentil»! ¡Jesú, Jesú, y qué hastío y enojo es ver tu poca vergüenza! ¿A quién «gentil»? ¡Mal me haga Dios si ella lo es ni tiene parte de ello, sino que hay ojos que de lagañas se agradan! Santiguarme quiero de tu necedad y poco conocimiento. ¡Oh quién estuviese de gana para disputar contigo su hermosura y gentileza! ¿Gentil es Melibea? Entonces lo es, entonces acertarán cuando andan a pares los diez mandamientos. Aquella hermosura, por una moneda se compra de la tienda. Por cierto, que conozco yo en la calle donde ella vive cuatro doncellas en quien Dios más repartió su gracia que no en Melibea, que si algo tiene de hermosura es por buenos atavíos que trae. Ponedlos a un palo, ¿también diréis que es «gentil»? Por mi vida, que no lo digo por alabarme, mas creo que soy tan hermosa como vuestra Melibea.

AREÚSA.- Pues no la has tú visto como yo, hermana mía. Dios me lo demande, si en ayunas la topases, si aquel día pudieses comer de asco. Todo el año se está encerrada con mudas de mil suciedades. Por una vez que haya de salir donde pueda ser vista, enviste su cara con hiel y miel, con uvas tostadas e higos pasados, y con otras cosas que por reverencia de la mesa dejo de decir. Las riquezas las hace a éstas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su cuerpo. Que así goce de mí, unas tetas tiene, para ser doncella, como si tres veces hubiese parido. No parecen sino dos grandes calabazas. El vientre no se le he visto, pero, juzgando por lo otro, creo que le tiene tan flojo como vieja de cincuenta años. No sé qué se ha visto Calisto, porque deja de amar a otras que más ligeramente podría haber y con quien más él holgase, sino que el gusto dañado muchas veces juzga por dulce lo amargo.

SEMPRONIO.- Hermana, paréceme aquí que cada buhonero alaba sus agujas, que el contrario de eso se suena por la ciudad.

AREÚSA.- Ninguna cosa es más lejos de la verdad que la vulgar opinión. Nunca alegre vivirás si por voluntad de muchos te riges. Porque éstas son conclusiones verdaderas, que cualquier cosa que el vulgo piensa es vanidad; lo que habla, falsedad; lo que reprueba es bondad; lo que aprueba, maldad. Y pues éste es su más cierto uso y costumbre, no juzgues la bondad y hermosura de Melibea por eso ser la que afirmas.

SEMPRONIO.- Señora, el vulgo parlero no perdona las tachas de sus señores y así yo creo que, si alguna tuviese Melibea, ya sería descubierta de los que con ella más que nosotros tratan. Y aunque lo que dices concediese, Calisto es caballero, Melibea hijadalgo, así que los nacidos por linaje escogidos búscanse unos a otros. Por ende, no es de maravillar que ame antes a ésta que a otra.

AREÚSA.- Ruin sea quien por ruin se tiene. Las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adán y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud.

CELESTINA.- Hijos, por mi vida, que cesen esas razones de enojo. Y tú, Elicia, que te tornes a la mesa y dejes esos enojos.

ELICIA.- ¡Con tal que mala pro me hiciese, con tal que reventase en comiéndolo! ¿Había yo de comer con ese malvado, que en mi cara me ha porfiado que es más gentil su andrajo de Melibea que yo?

SEMPRONIO.- Calla, mi vida, que tú la comparaste. Toda comparación es odiosa; tú tienes la culpa y no yo.

AREÚSA.- Ven, hermana, a comer, no hagas ahora ese placer a estos locos porfiados, Si no, levantarme he yo de la mesa.

ELICIA.- Necesidad de complacerte me hace contentar a ese enemigo mío y usar de virtudes con todos.

SEMPRONIO.- ¡Je, je, je!

ELICIA.- ¿De qué te ríes? ¡De mal cáncer sea comida esa boca desgraciada y enojosa!

CELESTINA.- No le respondas, hijo; si no, nunca acabaremos. Entendamos en lo que hace a nuestro caso. Decidme, ¿cómo quedó Calisto? ¿Cómo lo dejasteis? ¿Cómo os pudisteis entrambos descabullir de él?

PÁRMENO.- Allá fue a la maldición, echando fuego, desesperado, perdido, medio loco, a misa a la Magdalena, a rogar a Dios que te dé gracia que puedas bien roer los huesos de estos pollos y protestando no volver a casa hasta oír que eres venida con Melibea en tu arremango. Tu saya y manto, y aun mi sayo, cierto está. Lo otro vaya y venga; el cuándo lo dará, no lo sé.

CELESTINA.- Sea cuando fuere. Buenas son mangas pasada la Pascua. Todo aquello alegra, que con poco trabajo se gana, mayormente viniendo de parte donde tan poca mella hace, de hombre tan rico que con los salvados de su casa podría yo salir de laceria, según lo mucho le sobra. No les duele a los tales lo que gastan, y según la causa por que lo dan, no lo sienten con el embebecimiento del amor. No les pena, no ven, no oyen, lo cual yo juzgo por otros que he conocido menos apasionados y metidos en este fuego de amor que a Calisto veo, que ni comen ni beben, ni ríen ni lloran, ni duermen ni velan, ni hablan ni callan, ni penan ni descansan, ni están contentos ni se quejan, según la perplejidad de aquella dulce y fiera llaga de sus corazones. Y si alguna cosa de éstas la natural necesidad les fuerza a hacer, están en el acto tan olvidados que comiendo se olvida la mano de llevar la vianda a la boca. Pues si con ellos hablan, jamás conveniente respuesta vuelven. Allí tienen los cuerpos; con sus amigas los corazones y sentidos. Mucha fuerza tiene el amor: no sólo la tierra, mas aun las mares traspasa, según su poder. Igual mando tiene en todo género de hombres. Todas las dificultades quiebra. Ansiosa cosa es, temerosa y solícita. Todas las cosas mira en derredor. Así que si vosotros buenos enamorados habéis sido, juzgaréis yo decir verdad.

SEMPRONIO.- Señora, en todo concedo con tu razón, que aquí está quien me causó algún tiempo andar hecho otro Calisto, perdido el sentido, cansado el cuerpo, la cabeza vana, los días mal durmiendo, las noches todas velando, dando alboradas, haciendo momos, saltando paredes, poniendo cada día la vida al tablero, esperando toros, corriendo caballos, tirando barra, echando lanza, cansando amigos, quebrando espadas, haciendo escalas, vistiendo armas y otros mil actos de enamorado, haciendo coplas, pintando motes, sacando invenciones. Pero todo lo doy por bien empleado, pues tal joya gané.

ELICIA.- ¡Mucho piensas que me tienes ganada! Pues hágote cierto que no has vuelto la cabeza cuando está en casa otro que más quiero, más gracioso que tú, y aun que no ande buscando cómo me dar enojo, a cabo de un año que me vienes a ver, tarde y con mal.

CELESTINA.- Hijo, déjala decir, que devanea. Mientras más de eso la oyeres, más se confirma en su amor. Todo es porque habéis aquí alabado a Melibea. No sabe en otra cosa en que os lo pagar sino en decir eso, y creo que no ve la hora que haber comido para lo que yo me sé. Pues esotra su prima yo la conozco. Gozad vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo hago ahora por algunas horas que dejé perder, cuando moza, cuando me preciaba, cuando me querían. Que ya, ¡mal pecado!, caducado he, nadie no me quiere. ¡Que sabe Dios mi buen deseo! Besaos y abrazaos, que a mí no me queda otra cosa sino gozarme de verlo. Mientras a la mesa estáis, de la cinta arriba todo se perdona; cuando seáis aparte no quiero poner tasa, pues que el rey no la pone. Que yo sé por las muchachas que nunca de importunos os acusen, y la vieja Celestina mascará de dentera con sus botas encías las migajas de los manteles. Bendígaos Dios, ¡cómo lo reís y holgáis, putillos, loquillos, traviesos! ¡En esto había de parar el nublado de las cuestioncillas que habéis tenido! ¡Mirad no derribéis la mesa!

ELICIA.- Madre, a la puerta llaman; el solaz es derramado.

CELESTINA.- Mira, hija, quién es. Por ventura será quien lo acreciente y allegue.

ELICIA.- O la voz me engaña o es mi prima Lucrecia.

CELESTINA.- Ábrele y entre ella y buenos años, que aun a ella algo se le entiende de esto que aquí hablamos, aunque su mucho encerramiento le impide el gozo de su mocedad.

AREÚSA.- Así goce de mí, que es verdad que estas que sirven a señoras ni gozan deleite ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientes, con iguales a quien puedan hablar tú por tú, con quien digan: «¿qué cenaste?», «¿estás preñada?», «¿cuántas gallinas crías?», «llévame a merendar a tu casa»; «muéstrame tu enamorado»; «¿cuánto ha que no te vio?», «¿cómo te va con él?», «¿quién son tus vecinas?» y otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh tía, y qué duro nombre y qué grave y soberbio es «señora» contino en la boca! Por esto me vivo sobre mí desde que me sé conocer, que jamás me precié de llamarme de otra sino mía, mayormente de estas señoras que ahora se usan. Gástaste con ellas lo mejor del tiempo y con una saya rota de las que ellas desechan pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante ellas no osan. Y cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casarlas, levántanles un caramillo: que se echan con el mozo o con el hijo, o pídenles celos del marido, o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo; danles un ciento de azotes y échanlas la puerta fuera, las haldas en la cabeza, diciendo: «¡allá irás, ladrona, puta, no destruirás mi casa y honra!». Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios y pagos. Oblíganse a darles marido, quítanles el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas, sino «puta acá», «puta acullá», «¿a dó vas, tiñosa?», «¿qué hiciste, bellaca?», «¿por qué comiste esto, golosa?», «¿cómo fregaste la sartén, puerca?», «¿por qué no limpiaste el manto, sucia?», «¿cómo dijiste esto, necia?», «¿quién perdió el plato, desaliñada?», «¿cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián le habrás dado», «ven acá, mala mujer, ¿la gallina habada no parece?, pues búscala presto, si no, en la primera blanca de tu soldada la contaré». Y tras esto mil chapinazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sufrirlas. Su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, exenta y señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cautiva.

CELESTINA.- En tu seso has estado. Bien sabes lo que haces, que los sabios dicen «que vale más una migaja de pan con paz que toda la casa llena de viandas con rencilla». Mas ahora cese esta razón, que entra Lucrecia.

LUCRECIA.- Buena pro os haga, tía y la compañía. Dios bendiga tanta gente y tan honrada.

CELESTINA.- ¿Tanta, hija? ¿Por mucha has ésta? Bien parece que no me conociste en mi prosperidad, hoy ha veinte años. ¡Ay, quién me vio y quién me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor! Yo vi, mi amor, esta mesa donde ahora están tus primas asentadas, nueve mozas de tus días, que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna había menor de catorce. Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus arcaduces, unos llenos, otros vacíos. Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece; su orden es mudanzas. No puedo decir sin lágrimas la mucha honra que entonces tenía, aunque por mis pecados y mala dicha, poco a poco, ha venido en disminución. Como declinaban ya mis días, así se disminuía y menguaba mi provecho. Proverbio es antiguo que «cuanto al mundo es o crece o decrece». Todo tiene sus límites. Todo tiene sus grados. Mi honra llegó a la cumbre según quien yo era. De necesidad es que desmengüe y abaje. Cerca ando de mi fin. En esto veo que me queda poca vida. Pero bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme. Y pues esto antes de ahora me consta, sufriré con menos pena mi mal, aunque del todo no pueda despedir el sentimiento, como sea de carne sentible formada.

LUCRECIA.- Trabajo tenías, madre, con tantas mozas, que es ganado muy penoso de guardar.

CELESTINA.- ¿Trabajo, mi amor? Antes descanso y alivio. Todas me obedecían, todas me honraban, de todas era acatada, ninguna salía de mi querer, lo que decía era lo bueno, a cada cual daba cobro, no escogían más de lo que yo les mandaba: cojo, o tuerto, o manco, aquel habían por sano quien más dinero me daba. Mío era el provecho, suyo el afán. Pues ¿servidores no tenía por su causa de ellas? Caballeros, viejos, mozos, abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando por la iglesia, veía derrocar bonetes en mi honor, como si yo fuera una duquesa. El que menos había de negociar conmigo, por más ruin se tenía. De media legua que me viesen, dejaban las Horas. Uno a uno, dos a dos, venían adonde yo estaba a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la suya. En viéndome entrar, se turbaban, que no hacían ni decían cosa a derechas. Unos me llamaban «señora», otros «tía», otros «enamorada», otros «vieja honrada». Allí se concertaban sus venidas a mi casa, allí las idas a la suya; allí se me ofrecían dineros, allí promesas, allí otras dádivas besando el cabo de mi manto y aun algunos en la cara, por me tener más contenta. Ahora hame traído la fortuna a tal estado que me digas «buena pro hagan las zapatas».

SEMPRONIO.- Espantados nos tienes con tales cosas como nos cuentas de esa religiosa gente y benditas coronas. ¡Sí, que no serían todos!

CELESTINA.- No, hijo, ni Dios lo mande que yo tal cosa levante. Que muchos viejos devotos había con quien yo poco medraba y aun que no me podían ver, pero creo que de envidia de los otros que me hablaban. Como la clerecía era grande, había de todos: unos muy castos, otros que tenían cargo de mantener a las de mi oficio, y aun todavía creo que no faltan; y enviaban sus escuderos y mozos a que me acompañasen. Y apenas era llegada a mi casa, cuando entraban por mi puerta muchos pollos y gallinas, ansarones, anadones, perdices, tórtolas, perniles de tocino, tortas de trigo, lechones. Cada cual como recibía de aquellos diezmos de Dios, así lo venía luego a registrar, para que comiese yo y aquellas sus devotas. Pues, vino, ¿no me sobraba de lo mejor que se bebía en la ciudad? Venido de diversas partes, de Monviedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín y de otros muchos lugares; y tantos, que, aunque tengo la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la memoria, que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquiera vino, diga de dónde es. Pues otros curas sin renta, no era ofrecido el bodigo, cuando, en besando el feligrés la estola, era del primero voleo en mi casa. Espesos como piedras a tablado entraban muchachos cargados de provisiones por mi puerta. No sé cómo puedo vivir cayendo de tal estado.

AREÚSA.- Por Dios, pues somos venidas a haber placer, no llores, madre, ni te fatigues, que Dios lo remediará todo.

CELESTINA.- Harto tengo, hija, que llorar, acordándome de tan alegre tiempo y tal vida como yo tenía, y cuán servida era de todo el mundo, que jamás hubo fruta nueva de que yo primero no gozase que otros supiesen si era nacida. En mi casa se había de hallar si para alguna preñada se buscase.

SEMPRONIO.- Madre, ningún provecho trae la memoria del buen tiempo, si cobrar no se puede, antes tristeza. Como a ti ahora, que nos has sacado el placer de entre las manos. Álcese la mesa. Irnos hemos a holgar, y tú darás respuesta a esta doncella que aquí es venida.

CELESTINA.- Hija Lucrecia, dejadas esas razones, querría que me dijeses a qué fue ahora tu buena venida.

LUCRECIA.- Por cierto, ya se me había olvidado mi principal demanda y mensaje con la memoria de ese tan alegre tiempo. Como has contado, y así me estuviera un año sin comer escuchándote, y pensando en aquella vida buena que aquellas mozas gozarían, que me parece y semeja que estoy yo ahora en ella. Mi venida, señora, es lo que tú sabrás: pedirte el ceñidero y, demás de esto, te ruega mi señora sea de ti visitada, y muy presto, porque se siente muy fatigada de desmayos y de dolor del corazón.

CELESTINA.- Hija, de estos dolorcillos tales más es el ruido que las nueces. ¡Maravillada estoy sentirse del corazón mujer tan moza!

LUCRECIA.- ¡Así te arrastren, traidora! ¿Tú no sabes qué es? Hace la vieja falsa sus hechizos y vase; después hácese de nuevas.

CELESTINA.- ¿Qué dices, hija?

LUCRECIA.- Madre, que vamos presto y me des el cordón.

CELESTINA.- Vamos, que yo le llevo.

Fernando de Rojas - La Celestina
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